La Crítica. El hilo de voz de Carmen Linares, gran dama del cante jondo, teje la lírica de Miguel Hernández en un recital sobrio y exquisito en el que sugiere un estimulante recorrido por campos de olivares, por la albariza de las viñas, por trigales y prados verdes.
Cuando emerge Carmen Linares, a pasos cortos y personificando la elegancia, el escenario brilla y la bodega de Los Apóstoles ya tiene otro color, otro clima, otra atmósfera. Cuando abre su boca frente al micro, ya el rayo no cesa. Empieza entonces un recorrido desde el alma a través de esa garganta de eco quebradizo, que suena a rama seca y a verdad. Comienza entonces esta dama del cante jondo una lucha contra el cante de la que siempre, y sorprendentemente, lograr salir airosa. Al filo de lo imposible, su hilo de voz de artista enorme parte directamente de su alma y de aquella celda 23 donde el poeta represaliado pareciera que hubiese edificado sonetos para que ella les pusiera garganta y música.
Entonces sugiere un estimulante recorrido, como si mirásemos los paisajes por la ventana del tren, por campos de olivares (Andaluces de Jaén), por la albariza de las viñas (Canción de los vendimiadores), por trigales y prados verdes (Silbo del dale), por las arenas del desierto (Casida del sediento) o por unos cielos (Compañero) donde aquella elegía ahora no es tanto para Ramón Sijé como para Enrique Morente, su llorado compañero del alma. Un gelido manotazo por aires de Levante que nos punza y multiplica la dimensión poética de un recital sobrio y exquisito.
Para lograr ese armónico y heteorogéneo balanceo musical, que a veces es nana y otras grito desgarrado, que a veces suena a bulería y otras a latin-jazz, que empieza con el canto a la libertad del de Orihuela (Para la libertad) y concluye (ya en el bis) recurriendo a Lorca y su Anda jaleo, también son indiscutibles las aportaciones musicales del piano de Pablo Suárez, el contrabajo de Josemi Garzón y la percusión de Karo Sampela. Todos arropando con enorme acierto y precisión a una Carmen Linares plena de ternura y sensibilidad. Llenando de sentido y luz —esa luz propia que ella tiene— eso que llaman cante grande. Tanta fuerza y tanta verdad con tan solo un hilo de voz. Esa voz que, como pedía el poeta, nos hace subir a los montes y bajar a la tierra hasta que truena. Ahora y desde siempre.