Reseña de 'Belleza sin nosotros', de Marcos Díez

Confieso que hace mucho tiempo que no piso una librería. No puedo decir que sea por falta de tiempo o de apetito. Nada me gusta más que andar entre los libros, que dejarme atraer por sus portadas y repasar las letras de sus lomos. Soy fanático del aroma a celulosa, melancolía y polvo que se desprende al airear sus páginas. Mi problema es habitar un espacio reducido donde los libros, víctimas del overbooking de la vida moderna, se ven obligados a estacionar en doble fila sobre las estanterías. Algunos están tan apretados que estoy temiendo que sus títulos y autores se entremezclen o que la tinta empiece a derramarse por las baldas como el zumo de un pomelo.

Ya sólo compro los libros en sus presentaciones, más por apoyar a quienes los escriben que por la calidad que espero encontrar entre sus líneas. Aún así, milagrosamente, se siguen multiplicando como los panes y los peces. Y no es por rozarse tanto en espacios tan reducidos, algo que sería digno de ver, sino por tener demasiados amigos lectores y muchos más amigos escritores. Compro pocos, recibo en el buzón algunos, por afecto o interés, pero sobre todo me prestan. Esos son mis preferidos. Porque si un amigo que además es buen lector, como lo son mis queridos Raúl Pizarro, Pedro Sevilla o José Mateos, la calidad y el interés están asegurados. Y es que como decía el bueno de Antonio Apresa, al que tanto extraño, “una recomendación a tiempo puede ahorrarte muchas lecturas innecesarias”.

El libro que hoy comento me llegó de la mano de mi hermano de letras Francisco J. Márquez, un aval de garantía por su sensibilidad y su buen ojo. Se trata de Belleza sin nosotros, del poeta cántabro Marcos Díez (Santander, 1976) y fue editado por Visor en 2022, tras ser galardonado con el XXIV Premio de Poesía Generación del 27.Ya a simple vista es un libro que cautiva, pues reúne varias de las virtudes que espero de antemano en un buen poemario: estética discreta sin añadidos pretenciosos ya desde la portada, menos de cincuenta poemas humildes y coherentes, muy bien seleccionados y de métrica precisa y exquisita; de apariencia sencilla, pero ejecución elaborada, trenzados con versos impares y algún alejandrino colocado en el lugar propicio y compuestos, con un ritmo digno de los Nocturnos de Chopin, para hacer las delicias de los oídos bien entrenados. En ocasiones tiernos y sentimentales, casi sin pretenderlo, otras profundos y terribles, sin dejar de ser bellos por acercarse al tuétano del dolor o la muerte.

La lectura de Belleza sin nosotros me invita a ver muchas similitudes con mi propia poesía o, expresado de un modo más humilde, con la forma en que me gustaría que fuesen mis versos. Al paladear poemas como Nunca flores de plástico, Hay seres inmortales, ¿Cómo podré enseñarte?, El helado, Hiedra o Cuando llego el dolor, me quedo con la sensación de haberlos acabado de escribir yo mismo. Y no me refiero a sentirme partícipe de un tema universal —como el dolor por la pérdida de un ser querido y su contraste con la alegría de la vida—, sino más bien por compartir una forma de percibir el mundo, de sentirlo y expresarlo.

Por este motivo, y cómo suelo hacer cuando un libro me identifica y me deja huella —además de insistir en tenerlo firmado—, pongo el broche a mis palabras dejando que sea el propio autor quien nos ilumine. Para ello, he seleccionado el poema de Marcos Díez en el que más me he visto reflejado y cuyo último verso —no creo que por casualidad— da nombre al poemario. Se trata de Temporada de descuidos: «Bastó una temporada de descuidos / para que la maleza se adueñara / del pequeño jardín. / Con que velocidad creció la zarza, / cómo la mala hierba fue ganando terreno / a aquello que ganamos buscando la armonía. // ¿Existe la armonía? // Pregunto porque dudo que la armonía exista, / porque miro el jardín tomado por las cosas / que tú y yo despreciábamos y encuentro que es hermosa / la vida desatada, que hay luz en el desorden, / que existe una belleza sin nosotros».