La primera actividad de este mes en la Fundación Caballero Bonald ha tenido como protagonista a la escritora Sara Herrera Peralta. Nacida en Trebujena, vivió su infancia y adolescencia en Jerez. Ha residido en varias ciudades europeas. Ahora vive en un pueblo del sur de Francia. Es poeta y diseñadora gráfica. Ya lleva escritos doce libros. Su nuevo poemario se titula Un mapa cómo. Ha sido editado por la Bella Varsovia y la ilustración de la portada es de la artista jerezana María Melero. El acto estuvo presidido por el delegado de Cultura del Ayuntamiento de Jerez, Francisco Camas.
Sara Herrera contó con la presentación de Daniel López García, un escritor que se dedica actualmente a “fomentar el interés, el gusto y los hábitos lectores en adolescentes como medio para fortalecer su espíritu crítico y como herramienta que les permita cartografiar su lugar en el mundo”. Ante un mundo plagado de discursos que generan odio, esos jóvenes van a necesitar “una poesía que los sostenga ante tanta inclemencia, tal y como plantea Sara en este último libro”. Un mapa cómo es un ejemplo de poesía que “intensifica la vida y nos lleva a reflexionar sobre el mal para combatirlo”. Por eso, son pocos los poetas a los que podemos dejar entrar en nuestra intimidad, subrayó Daniel.
Daniel ha intentado identificar corrientes en los libros de Sara “como quien busca ríos en un mapa”. Y ha encontrado una poesía social y política, junto a otra más íntima y personal. Pero ambas parten de una misma fuente, “una función crítica y ética que busca en las grietas la belleza”. En su obra hay temas constantes: el amor y el desamor, la muerte de seres queridos, la enfermedad propia y la ajena, la condición de extranjera, la lejanía del origen… Ahora la propuesta es diferente. “En Un mapa cómo hay una fuerza que acaba absorbiendo todos esos elementos y los presenta de una forma unitaria. La historia personal y social se funden. También la pulsión íntima y el esfuerzo colectivo, los vivos y los muertos, de alguna manera lo uno y lo diverso, encuentran un cauce de expresión única.” Según Daniel, esa fuerza es la memoria, “un vórtice que absorbe lo anterior y genera una cartografía que atraviesa diferentes dimensiones”.
En la dimensión temporal, explicó Daniel, el libro funde pasado, presente y futuro, mediante símbolos que tienen que ver con lo telúrico, con la naturaleza: el árbol, la sombra, la tierra. Desde el punto de vista espacial, va desde la casa a lo exterior, a lo transfronterizo. Funde también las voces de los vivos y de los muertos. Ya no hay remembranza, sino que los muertos hablan por sí mismos, dialogan con la poeta. El pasado, el de los abuelos, se funde con el futuro de los hijos. Y la memoria personal, la del espacio íntimo, se entrelaza con la memoria colectiva.
Uno de los símbolos centrales del libro es el árbol. Para Sara Herrera, el árbol es la columna vertebral del libro. “El árbol empieza en el pasado y termina en el futuro, los hijos.” El árbol y el mapa, dice Sara, son los dos ejes que vertebran el poemario, lo íntimo y lo social. El libro es como un embudo, empieza desde fuera y se vuelve hacia dentro. El poemario empieza hablando de un lugar lejano, un pueblo de Francia, donde ocurren sucesos colectivos, pero luego se va volviendo hacia dentro. Por eso es tan importante la memoria, explicó la escritora, una memoria que, aunque arranca de lo individual, se nutre de temas comunes, que nos pertenecen a todos. El árbol nos lleva a la genealogía, donde lo íntimo y lo social confluyen. Las voces de los antepasados, los muertos, sirven para ver las raíces del árbol. Y los frutos son los hijos, el futuro. El árbol es el cobijo, junto con el mapa, la esencia del libro.
“La imagen del mapa sirve, más que para la orientación, para la ubicación”, aclaró Sara Herrera. Aunque ha vivido en muchas ciudades, la infancia, Jerez, siempre será la casa. Viajar, vivir fuera, genera la sensación de desarraigo. Pero al final “todas las ciudades van formando parte de la vida de una”. Ir de un lado a otro es “muy enriquecedor, pero también te produce la sensación de desarraigo, de sentirte un poco perdida siempre”. Y es algo que se manifiesta en la lengua. Da la sensación de que el nuevo idioma “mata” la lengua materna. Sara Herrera reconoció que la vida le obliga a aprender palabras en francés que no supo nunca en español. Es una gimnasia comunicativa. “La escritura es el único espacio en el que, estés en el país que estés, siempre va a ser un refugio, una casa”.
Hasta ahora, los antepasados aparecían en sus libros como parte de un relato, el de la escritora. En este poemario, Sara quiere que estén presentes, con su voz, sin intermediarios. Cuando empezó a escribir el libro, no sabía hacia dónde iba. Sara no maneja un esquema previo en su poesía. Entonces murió su abuela, y no pudo desplazarse para despedirse. “El duelo y la sensación de impotencia influyeron en la escritura.” Su abuela se refugió en los olivos ante el temor que le provocaban las bombas en la guerra en un pueblo de Granada… “Ese fue el episodio vital que desencadenó el proyecto del libro.” Para Sara, ese testimonio era importante, tanto para la biografía individual como para la memoria colectiva. Había que dar voz a una generación que se está marchando, para que los que vienen después, los hijos y nietos, no pierdan ese relato sobre la memoria, común e individual.
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