Una gota de sudor recorre la frente de un gran músico portuense. Con un saxo soprano en mano y la ilusión de volver a las andadas, Juan Luis Barcia espera en el interior de un camerino con solera repleto de carteles de otras épocas. Está a punto de tocar con su quinteto de jazz en una sala de conciertos que se ha convertido en insignia de la escena musical de El Puerto. En el patio, con un aforo reducido al 45%, menos de 60 personas desprenden ansias de música en directo. De pronto, una melodía irrumpe en la sala Milwaukee para saciar a los hambrientos de acordes.
En una esquina de la Bajamar, frente al río Guadalete, se mantiene vivo un local con 300 años de historia. Un lugar que, antes de ser refugio para los aficionados de la música más remota se erigía como una casa de marineros, después una lonja pesquera y, por último, una tienda donde se vendían accesorios para barcos de pesca.
Todo surgió hace 23 años cuando al portuense Carlos Anelo se le ocurrió poner en marcha un sitio revolucionario que rompía con la línea de los locales de ocio de entonces. En 1995 se había fundado el primer club de propietarios de Harley Davidson de Andalucía en esta ciudad, donde su hermano Joaquín ya había inaugurado un concesionario exclusivo de la marca americana. “El grupo no tenía donde reunirse y pensamos en montar un local que fuera punto de encuentro de aficionados a las Harleys y a la música”, explica el dueño echando la vista atrás.
En sus inicios, estas llamativas motos se podían aparcar en la puerta, por lo que era habitual el ruido de los motores, mucha vestimenta de cuero y conciertos en vivo. “Se ponían todas en paralelo, era muy vistoso, estabas tomándote una cerveza y comentando tu moto”, recuerda el gerente sentado en la terraza.
A sus espaldas, un letrero indica dónde se encuentra. Decidió bautizar a la sala como Milwaukee “porque es la ciudad americana donde está la fábrica de Harley Davidson”. No había nada parecido en El Puerto. Un nuevo concepto llegaba pisando fuerte.
El ambiente motero que marcó el despegue del local se esfumó en 2009 cuando el gobierno municipal comenzó las obras de peatonalización de la Bajamar. En ese momento, la sala tomó otro rumbo y, aunque los socios del club continuaron yendo, las Harleys ya no adornaban la entrada. “Fue entonces cuando se convirtió en un sitio más de culto a la música que de motos”, dice Carlos.
“Se convirtió en un sitio más de culto a la música que de motos”
Las citas musicales empezaron a copar el escenario, y pese a que el mundo motero pasó a un segundo plano, el establecimiento ha conservado su seña. Bujías y embragues en una vitrina y una auténtica Harley en una bancada junto a la barra simulan un taller-fábrica de motocicletas. “El grifo de cerveza es el motor de una Harley”, señala Carlos mientras pasea entre los cuadros de una exposición artística colgados en unas paredes que se mantienen intactas. Según explica, “aquí no se ha tratado nada, intentamos que se conserve tal y como es, esa es la esencia de este sitio. Huele incluso a madera, tiene un aroma muy peculiar”.
En los rincones del local se divisan bombas de agua antiguas y un cuadro de barco rescatado del extinto comercio. Las notas del saxofón y la batería se entrelazan en el patio. El jazz es el protagonista del día, género que junto al blues prevalecen en Milwaukee, empeñado en darle cabida a un estilo poco extendido. “Hacer un club de jazz radical aquí es muy difícil, la población es estacionaria y en invierno no hay ni un gato en la calle. Así no se puede mantener una sala. Entonces tuvimos que abrir el abanico a otras ofertas culturales”, comenta Carlos.
“Hacer un club de jazz radical aquí es muy difícil”
Al jazz, que sigue teniendo su hueco en la programación con ciclos de más de 25 conciertos durante el verano, se sumaron otros estilos como el folk, el country, el rock o el pop. Las idas y venidas de grupos internacionales y locales atraían a un público curioso dispuesto a descubrir nuevas voces y a admirar a otras más sonadas. “No es un local de destino, sino de paso. Si hay un festival en Málaga o cercano, ellos miran el itinerario y se interesan en tocar aquí. Podría llamarse el efecto de camino. Los artistas nos transmiten que es una sala con poco aforo, pero merece la pena tocar en ella”, explica el propietario una noche de verano cualquiera.
Grandes estrellas guardan recuerdos en este mítico establecimiento. Pablo Abraira, Betty Misiego, Raimundo Amador, The Vargas club band, Mikel Erentxun, Pablo Carbonell, La Unión o Los Secretos. Los veteranos se mezclan con los grupos más noveles como Whip Shock, Brújula o Serendeep. “La filosofía de este sitio es apoyar a la música en todos los aspectos, todos los años hacemos un festival de bandas emergentes”, añade.
“La filosofía de este sitio es apoyar a la música en todos los aspectos”
Un objetivo que se complica en pandemia. El solo de saxo capta la atención de los presentes que siguen balanceando sus cabezas al ritmo de Juan Luis Barcia Jazz Quintet. La crisis arrebató estos momentos que ahora resurgen poco a poco. La sala Milwaukee clausuró su actividad durante 10 meses, algo “excepcional”. Carlos manifiesta la “horrible” situación que han vivido los profesionales del sector. “Los músicos no han tenido apoyo ninguno. Las salas, que son un filón, un sitio donde desarrollarse y ganar algo de dinero, hemos estado cerradas, ha sido terrible para todos”, expresa.
Durante el parón, el portuense ha aprovechado para habilitar un apartamento en la primera planta destinado al alojamiento de los músicos que vienen de otras ciudades a tocar. Su objetivo es darles facilidades cuando “vienen en temporada alta y está todo carísimo”.
En los altavoces de esta sala suelen retumbar canciones en todos los idiomas que se alejan de la dinámica convencional. Según destaca Carlos, “aquí no ponemos radios comerciales sino música desconocida, muy analizada. No es un local de música comercial sino de música por descubrir”.
Con calma, volverán la euforia de los eventos en pie y los bailes de madrugada. Las anécdotas brotan de la cabeza del dueño, que echa de menos aquellos días en los que el festival Monkey Week se organizaba en su tierra y su local era el centro neurálgico. “Una vez terminamos celebrando alrededor de una hoguera”, ríe el portuense que ha rechazado las ofertas comerciales que ha recibido a lo largo de estos años.
Carlos es el alma de la sala Milwaukee. Su dedicación llena de vida un espacio que desaparecerá cuando él ya no esté. Y está seguro de que se convertirá en un pub más donde “habrá muchísima más gente joven de la que tenemos ahora”.
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