La poesía de Juan Peña Jiménez (Paradas, Sevilla) es sin duda de la más consolidadas entre los poetas andaluces contemporáneos. Y no creo exagerar, pues bien sé que no es necesario estar en las listas de los de siempre para serlo. La trayectoria, la continuidad, el sesgo, la voz siempre firme, rotunda, los verbos muy marcados por el conocimiento lírico y la emoción no dejan lugar a duda. La ristra de libros que se enhebra como un collar andalusí desde aquel primer poemario de 1989 (La edad difícil) lo ponen sobre la mesa. Ahora –en 2021, casi ayer– acaba de publicar con la editorial La isla de Siltolá un precioso volumen que ha titulado Yacimiento.
Los versos de este nuevo poemario son una manera de insistir en la honradez poética, en la hondura del corazón, y casi en la jondura del cante que uno sabe ronda muchas veces la naturalidad de sus versos, pero también de los de la mitología o de las infinitas lecturas y relecturas del poeta y del viajero. Todo eso lleva a una sensación continua de estar hurgando en los rincones del alma. No en la suya solo, sino en la de todos.
En Yacimiento hay una búsqueda con sinceridad, sin estridencias, con versos suaves y certeros que corren por las páginas con la cadencia exacta para decir lo que dicen. No hay innovación porque no es necesaria, hay eso sí un silencio, una necesidad de relectura continua, un buscarse y reencontrarse con la vida, con la familia o con uno mismo, con el espejo imposible de lo cotidiano y de la inspiración: “Nunca os reté, oh musas. / Cómo osar volar más alto que vosotras,/ que cantáis los sonidos/ de los bosques, del viento,/ de las fuentes, del mar, de este silencio”, dice el poeta en unas estrofas dedicadas a Tamiris, que presumiendo de su destreza ya es antiguo que se atrevió a desafiarlas. La inspiración en Yacimiento llega por la sencillez, por los encabalgamientos de versos que funcionan como miradas hacia uno mismo, reflexivas y certeras o en la duda a veces: “Pero a veces despierto/ llamado por el eco de una música/ que ha guardado mi música”.
La mayor parte de los poemas que componen este libro de Siltolá poesía están marcados por versos muy breves pero suficientes, porque alcanzan esa profundidad que a veces notamos en la gente de tierra adentro, en aquella que es capaz de parar ese tiempo que nos arrastra hasta más allá de nosotros mismos, y hacerlo frente al paisaje austero de la vida, saboreada con la ternura de la cercanía hasta gritar muy calladamente “Bendita sequedad,/ que es dictado del tiempo. /Bendita esta fealdad/ de asperezas y arrugas,/ este triunfo que iguala a la belleza”.
Las palabras castellanas en su exacta desnudez que abren muchos versos, las expresiones en Inglés que dan pie a muchos de los poemas, las referencias latinas y botánicas… todo confluye en un compendio de sensaciones cotidianas, en un inventario de los días, en un viaje iniciático a todas las latitudes, en una poción mágica para sorber poco a poco, como los elixires de los viejos tratados en los que amar no era una función a golpe de clic, sino de corazón y de vida, la misma en la que – tal como versifica Peña– “Detrás se abre la luz”.