Aquella Andalucía aletargada por los últimos bufidos del franquismo. Con la cicatriz reciente de una espantosa guerra, que sobrevive con más pena que gloria al delirio de un sistema preocupado en la quimera perpetua del dolor. Un país donde la mayoría fumaba Celtas Cortos y se intercambiaban las viejas historietas de Jabato por las modernas del Capitán Trueno, con el anhelo por completar aquellos formidables álbumes de la liga o algún Vida y Color. Con esa lumbre de constancia en el diario, cuando todo parecía más que eterno, a sabiendas de una radio nacional que cantaba por Los Brincos, Conchita Velasco, Rocío Durcal, Pic-Nic o Massiel.
Recuerde cómo, pese a la oposición aparente de un régimen autoritario a un proceso aperturista, existía un runrún de lo venidero, permítame de lo foráneo, que hizo de tacones puntillas para asomarnos más allá de nuestras fronteras (cada cual la suya particular), asombrados con las manifestaciones culturales que se venían produciendo en los países líderes de la revolución del beatnik y el amor.
Se avecinaba un nuevo tiempo -el mítico Jesús de la Rosa bautizaría así a una de sus primeras bandas- dominado por una contracultura, la misma que años atrás había recogido el testigo de la sospecha sobre Occidente. Corrían rumores de cambios en las voces que participaban en las imparables expresiones artísticas de la más diversa índole.
Todo ello, que parece hoy tan lejano, ocurrió antes de ayer. Y como no podía ser de otro modo, allí estábamos, en un país que había procurado un éxodo rural sin precedentes, boquiabiertos al ver cómo las grandes urbes dejaban de ser utilitarias metrópolis hacinadas para volver a ser lo que un día fueron: grandes espacios de intercambio, dinamismo y creación.
Un nuevo panorama que dio lugar a una oposición mucha más crítica con la dictadura y, a buen seguro, rumiaba las noches del Caudillo desde su lecho del Pardo.
El inconformismo de gran parte de la ciudadanía plagaba las calles de las principales capitales (Madrid y Barcelona), donde se concentraba el esfuerzo estatal en la contención de tal vigorosa rebeldía. España comenzaba a inhalar las primeras bocanadas de optimismo, propias del preludio a la libertad.
Y de esa libertad fue célebre testigo Andalucía. Una región mucho más libre de la presión política y policial. Como bien escribió Juan Carlos Usó, se creó un pequeño reducto de autonomía en torno a la juventud y su música que, aparte de una amplia colección sonora de gran riqueza, dejó para la posteridad un documento en el que se planteaba hacer música como algo unido indisolublemente a una visión del mundo y una forma de vida totalmente ajena a los convencionalismos sociales de la época.
Valga como primer ejemplo un extracto del “Manifiesto de lo borde” de los míticos Smash:
“Imagínate a Bob Dylan en un cuarto, con una botella de Tío Pepe, Diego el del Gastor, a la guitarra, y la Fernanda y la Bernarda de Utrera haciendo el compás, y dile, canta ahora tus canciones. ¿Qué le entraría a Dylan por ese cuerpecito? Pues lo mismo que a Manuel [Molina] cuando empieza a cantar por bulerías con sonido eléctrico”.
Era un mundo de estridencias, individuos raros, atrezos y divertidas canalladas que escondían la reacción de un pueblo sediento de identidad después de un mal sueño… y vaya si la encontró. Para concluir sobre un presente donde el recuerdo resulta de necesaria trascendencia, cuando se olvida en la característica volatilidad de nuestro futuro.
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