Otro atropello para empezar el día. Otra noticia funesta en un año de pandemia que no da tregua. Otro flamenco que se marcha, aunque esta vez al parecer por un infarto fruto de las dolencias que venía padeciendo, con una capacidad pulmonar cada vez más mermada. Doloroso final que lastró la carrera artística de un hombre que encima de los escenarios, en sus jaleos por bulerías, siempre gritaba aireee… como si se le fuera el aliento por la boca.
Conmoción en el mundo del flamenco por la muerte este 4 de marzo de Manuel Soto Barea (Calle Nueva, Jerez, 1957), conocido en la historia jonda como El Bo, hijo de Manuel Soto Sordera, hijo de Rafaela Barea (de la familia de los Pompi y del Gloria), y uno de esos actores secundarios esenciales, con litros y litros de soniquete en la sangre y flamenco de arrabal en las palmas de sus manos.
Un palmero al que el aficionado siempre aguardaba para su patá final por bulerías de su tierra (a veces como eléctrica, inexplicable físicamente), con el que había que vibrar gracias a su frenético compás y sus divertidos jaleos (con sus míticos échale papas, juyeee y tantas expresiones inolvidables y espontáneas) o al que daba gloria escuchar, pese a su parquedad de palabras, a base de ocurrencias a la velocidad de la luz (“¡Viva Jeré… que es una mina de paraos!”). Un compás genuino y vertiginoso. Único y generoso, capaz de crear escuela.
Un actor de reparto que podía incluso, siempre respetando los tiempos y los espacios, tragarse por un momento al actor protagonista de la función o hacer que éste mejorase gracias a su ángel. Todos querían a El Bo, un hombre afable, entrañable y tremendamente ocurrente, y eso se ha demostrado en la hora de su muerte, llegando condolencias y pesares desde todas las partes del mundo hasta su barrio de Santiago natal, en Jerez. Muchos flamencos quisieron tener en la grabación de sus discos las palmas de El Bo, un apodo que le puso Fernando Terremoto por su boca pequeña —de El Boca a El Bo—, y raro era el que no tiraba de él en alguna ocasión para acompañarle en directo como guardia pretoriana del compás.
Esta mañana me contaba Manuel Méndez que su tía Paquera tenía una anécdota deliciosa que da una idea de hasta qué punto estaba cotizado el arte de este geniecillo menudo de la Casa Sordera. Cuando Paquera acababa el recital y tenía que pagarle a los palmeros, los reunía y, una vez pagados todos, solía decir: “Ahora, señores, os marcháis todos y se queda mi sobrino Bo, que es el único que tiene licencia para verme desnuda”. Y entonces, cuenta Méndez, Paquera cogía y le pagaba el doble que a los demás. Quizás no solo como recompensa extra por su entrega, sino más bien como una especie de plus de productividad, gracia y carisma, eso que tanto agradecen de sus escuderos quienes son líderes como lo era ella. “¡La Paquera era el sol embotellado de Andalucía!”, decía Manuel de su tata.
Anécdotas, en todo caso, en torno a El Bo hay miles. Y todas buenas. Porque ante todo Manuel era buena persona. Empezó en Torres Bermejas, en Madrid, como tantos otros, y ya no paró nunca de hacer compás, de hacer nudillos, de saber estar, de aguardar como un felino su momento para salir al proscenio y romper el molde con un baile único. Honrado y artista. Camarón, Paco, Morente, su primo José Mercé, Vicente Amigo, Miguel Poveda… todos le apreciaban. “El único que no canta en mi casa soy yo, yo lo único que tengo es el ritmo, el compás”, dijo en una de sus últimas entrevistas. El compás, casi nada. Un misterio tan inexplicable como el genio de este gitano de Santiago al que todos querían.
“Bo, qué difícil es el soniquete que tienen ustedes en Jerez”, le dijo Paco de Lucía. “Paco de Lucía, que era el genio que era, me dijo esa palabra. El ritmo de esta tierra es igual que el vino, igual que la uva. Aquí hay chiquillos que están ensayando y te quedas flipado. Y no son gitanos, ¿sabes? En este pueblo, además, tenemos una cosa: no hay racismo, aquí todo el mundo es igual”. Ese era El Bo. Auténtico. Ya está con su compadre Moraíto y con otros tantos y tantas que nunca se fueron del todo. Que siguen aquí. En el aire resuenan sus jaleos. Juyeee…