A cada uno le sucedió de una forma y a todos les pasó igual. Los que entraban en Cádiz poco después de mediodía -sobre las 12.30 fue el crack del 28- se acordaban de Ensayo sobre la ceguera si han tenido la gran suerte de leerla. Los demás corran. De nada.

En la gigantesca novela de Saramago (buen día para recordar a portugueses, hermanados en lo geográfico y lo eléctrico), la epidemia de invidencia que desata el apocalipsis empieza a notarse en los semáforos. Los coches chocan sin explicación.
En Cádiz -sin ningún dramatismo, al contrario- sucedió algo parecido. Al primer semáforo, el conductor pensaba, "vaya, se ha ido". Al segundo, "la cosa es seria". Cuando había recorrido tres calles y media avenida recordaba que nunca vio todos los semáforos apagados a la vez.


Al llegar a la puerta (electrónica, ome, por favor) del aparcamiento y ver que no tira, se baja del coche y aparecen los vecinos inopinados, los corresponsales entusiastas que quieren hablar con desconocidos a la primera catástrofe grande o pequeña.
"¿No te has enterado? Se ha ido la luz en España, Portugal, Italia, Francia, Alemania y Estados Unidos. Esto es el fin del mundo, picha".
Luego resulta que sólo es España y Portugal -que no es poco, es histórico, inaudito- pero ni Canarias, Baleares, Ceuta y Melilla. Los últimos serán los primeros. Arrepentíos.

Los policías locales controlan los cruces más gordos y peligrosos pero, normal, no hay agentes para tanto y eso que Cádiz es recoleta.
Muchas intersecciones quedan al criterio ciudadano. Como sucede cuando las cosas se ponen chungas del todo -cuando el dinero no distingue a nadie porque la tarjeta no va y te coge sin un billete-, la inmensa mayoría de la gente saca del bolsillo una humanidad que conmueve, casi asusta.

Fue el día del "pase, pase" y el "gracias, gracias", tanto entre otros coches como entre conductores y peatones que esperaban en vano luces verdes o rojas afónicas.
Si el apagón dura un mes -hay que volver a la novela- a la fraternidad inicial, al "todos somos iguales ahora, hermana", le seguiría la mayor explosión de salvajismo jamás conocida en tiempos de paz, la reservada para la guerra. Basta recordar el episodio titulado Aplausos a los sanitarios desde las ventanas.
No fue el único paralelismo con la reciente etapa pandémica, cinco añitos ya (o nada más, según cada cual). Reapareció un elemento olvidado desde entonces: el silencio único y particular reservado al fin del mundo, la banda sonora blanca y tersa del Armagedón.
Las trompetas del apocalipsis tendrán tapa, sordina, porque cada vez que va a terminarse la vida en la tierra sólo se escucha esa nada que trae la desaparición de casi toda actividad diaria por fuerza (natural, mayor o catastrófica).

Es una ausencia de ruido distinta a la del domingo por la mañana o a cualquier noche, diferente a la del periodo de siesta y más profunda que la del más caliente rato de agosto. Es un silencio de alarma, una sirena inaudible que dice que todo se ha parado. También las había de verdad. Una cada rato.
"Al primer tonto que me diga qué poca cosa somos le doy así con la mano abierta. Pues no lo sabes ya, carajote".
El cliente del estanco de Loreto, a oscuras, anticipa que algún enterado le soltará una de esas frase pseudopsicológicas para explicar el agobio colectivo por el apagón general, el más grande, algo más de ocho horas en la ciudad de Cádiz, de 12.30 a 20.30, con algunos pocos minutos de redondeo.

Ya hubo que aguantar las sentencias profundas de los semejantes con el Covid y ahora otra vez hay riesgo. "No somos nadie, vecino", se dice la gente al cruzar. Como si alguna vez hubiéramos sido alguien.
Algunos parecen olvidar que dependemos, a todas horas, cada segundo, cada día, de que dos células se lleven bien o de que un cable de sangre tan grueso como el pelo de una araña chica no se atasque. "Lo raro es vivir" dijo Carmen Martín Gaite pero nadie oye nunca nada.
Lo extraño es que las cosas funcionen porque son demasiadas. Y dejaron de funcionar. Resulta que todo es eléctrico. Los libros, no. La cama, tampoco. Gran día para leer, para ampliar la siesta y reírnos de los que se asustan sólo un rato cada cinco años de lo que puede suceder a cada momento.

Hasta al pobre gato le contagiaron la dependencia tecnológica. La fuente de agua va con enchufe y está seca. Cada dos horas se acerca, le da tres fulminantes patadas de kung fu y se da la vuelta, con cara de ludópata cabreado ante la máquina que no paga.
Por la tarde, el casco antiguo de Cádiz alterna (como cualquier ciudad o pueblo) las colas en algún supermercado común con las de tiendas de ciudadanos musulmanes o asiáticos (no está bonito escribir cómo se les llama realmente).
Los turistas pasean con esa calma que traen de serie aunque comentan, en voz baja -son de hablar bajito- algo más de la cuenta. Se han encontrado con una sorprendente atracción: un apagón gigantesco en superficie, el único nacional que se ha registrado en España.
Al final, vuelve a quedar claro quienes son los trabajadores indispensables, sin necesidad de repartirles papelitos y cartas. Los que trabajan cuando nadie quiere, como los antiguos chicucos, los que tienen lo que nadie parece querer. Las cosas vuelven a ponerse en su lugar como el agua vuelve a sus cauces.

La radio, el transistor, el papel higiénico, las latas de atún, la linterna, el cable cargador del coche. La gente recupera las prioridades, los principios. Al final, los promotores del kit de emergencia se estarán riendo de los que se desorinaron de ellos.
"Te digo yo que si esto dura un mes, la gente deja de darle la vuelta a los paquetes para mirar las calorías y las proteínas", le grita una cajera de El Corte Inglés a otra, con dos pasillos vacíos de distancia.
La inmensa mayoría almuerza buffet frío -así llamaría la pija gastronomía reinante a lo primero que pudo coger cada cual-. Alguno, hay testigos presenciales, tuvo la suerte de tener un bocadillo de lomo en manteca de la Venta Pinto, lomo en manteca versión de luxe, recién comprado.
Ver a un ex consejero de la Junta, ex presidente de la Diputación Provincial, ex candidato a la Alcaldía, Rafael Román, en la cola del bazar en busca de su transistor y sus pilas reconcilia con el mundo.

Algunas cosas, las importantes, las primeras y las últimas, las graves nos hacen completamente iguales a todos. No hay nada más democrático que una buena desgracia. Incluso esta de talla M, tan efímera y leve, lo consigue.
Los más impresionables y susceptibles se asustan mucho. Siempre hay motivos. Cualquier informativo vale todos los días. El lunes negro no los tuvo y toda la información volvió al transistor como en los viejos tiempos.
Alguno rezaba en público en Cádiz, o en una misa ex profeso, mirando al cielo como Juana de Arco. Deja de pisar el cable, por Dios. La diversidad humana. Apasionante.
Por lo visto, los gaditanos tienen una tendencia al humor algo más aguda que otros congéneres. No hay estudios ni datos que lo corroboren pero puede tener sentido el prejuicio porque su fiesta principal y anual está basada en la composición de miles de letrillas que, mayoritariamente, son de reírse. Están entrenados.

Un día así, ocho horas y pico de fin del mundo, dan para un repertorio irresistible. Así, muchos paisanos se cruzan por la calle Ancha (la cola en Los Italianos resistió, como las cucarachas, el ataque nuclear) con la parida u la ocurrencia que habían masticado durante todo el día. Otros muchos repetían las ajenas.
"Esto ha sido Putin, o su madre, uno de los dos"; "Claro, Donald Trump, tanto meter los dedos en el enchufe para que le quede el pelo así"; Perro Sánchez, en todas las variantes posibles, para arriba y para abajo.
O que si el Papa se la llevado la luz del mundo. "Un ciberataque, está claro, me lo ha dicho mi suegro que trabaja en Eléctrica de Cádiz". El repertorio daba para dos sesiones completas en el Teatro Falla.
De hecho, hubo referencias carnavalescas: "Esto ha sido la chirigota negacionista esa para anunciar el nombre del Carnaval 2026. Se va a llamar '¿Te lo dije o no te lo dije?".
El regreso forzado a la vida analógica también está cargado de ironía: "Este mes no pagamos el gimnasio", mientras se cruzan los vecinos por la escalera camino del séptimo piso y la planta baja, respectivamente.
Una manicura ha sacado la mesa de trabajo y la silla a la calle en el centro de Cádiz. La gente se saluda y se pregunta lo que ya sabe. Por soltar, por charlar. Las redes no funcionan y vuelven las otras, las que eran de verdad carnal, de trasmayo y proximidad, kilómetro cero.
Cuando todo se para, quedan la memoria y las esencias. Cádiz las tiene antillanas, cubanas, caribeñas. Así que se lanza a la calle. Algunas peluquerías funcionan en la puerta. Más niños que otras tardes juegan al fútbol en las plazoletas porque las consolas no van.
En la calle América -tenía que ser- una pareja treintañera está sentada con las sillas de playa, sobre la acera, una lata de coca-cola y otra de cerveza. A falta de aparato eléctrico, siempre nos quedará el cielo abierto. A la fresquita (y a la levantera) 6.0 con cero energía eléctrica.

A cada rato había un momento para recordar a los que estarían mal de verdad: ancianos aislados o conectados en sus casas, los que tienen problemas de movilidad, los hospitalizados, los encerrados en ascensores o algún tren en mitad de la nada.
De repente nos encontramos con un ejército de trabajadores públicos, esos pagados con lo que muchos llaman paguita o burocracia, que sacan lo mejor de la comunidad para ayudar a los pocos que lo necesitan de verdad.
Esos atrapados, necesitados, son los únicos que merecen trabajo, compasión y recuerdo. Al resto "que les den por culo", dicen en la calle Columela. Estos últimos son todos los demás, la mayoría de la humanidad de Cadi-Cadi que se ríe de esta desgracia como hizo con todas las anteriores, como hará de las venideras.
Todo fuera esto. Ojalá todos los infiernos durasen ocho horas. De hecho, algunos tienen esa duración todos los días laborables y aquí estamos, tan ricamente, ciegos, a oscuras, hasta el próximo fogonazo.