Austera como María Luisa Barranco —que no se permitía días de descanso o una visita de más al médico— era su lechería en la calle Levante. Un punto de sobriedad en esa estrecha vía del centro de Jerez, que en los años cincuenta y sesenta crecía en intensidad para culminar en el despliegue de juguetes de Joaquín Perea y El Tornero. La oferta original era simple: leche, huevos, pan. Un buen día se le ocurrió ofrecer vasos de leche caliente baratos y se formaron colas. Los cobraba a 50 céntimos el vaso (10 más con canela) y requerían al menos tres personas: María Luisa y su hija Nena despachando y otra niña sólo para fregar vasos. La leche se calentaba en dos anafes de carbón de coque, que solía ser recolectado en las vías del tren.
Pasarán décadas hasta que se vean los primeros yogures y flanes o las primeras Fantas y cervezas, que darán un leve toque de color al despacho. La lechería no alcanzó a presenciar sino la primerísima fase de esa tendencia a diversificar en los negocios de comestibles, que de tan diversos terminarán siendo iguales en su menú de pan, conservas y Monster. La leche, por su parte, fue pasando del bidón de zinc a la botella de cristal y, finalmente, de plástico de usar y tirar. (Por aquellos años se extinguía el sollo o esturión del Guadalquivir, que ya aparece en monedas romanas, y otra civilización comenzaba su andadura).
La longevidad de esta lechería, de más de cuatro décadas, no estaba en absoluto garantizada. Tras la guerra, algunos conocidos se negaron a volver a relacionarse con “la viuda del rojo”, ni pasaban por su negocio. Por otra parte, en los años por venir María regalaba huevos y pan a gentes en necesidad que se presentaban en su lechería, y vasos de leche para sus hijos. Se ganó así la amistad de muchas familias, lo que de algún modo compensaba la incomprensión de otras. Esta atención a los desfavorecidos no se debía a “rojez” alguna (María Luisa era más bien “verde”), sino a las leyes ancestrales de los pobres: hoy por ti… La beneficencia de la lechera inundaba literalmente su hogar: permitía a ancianas gitanas utilizar su patio de la calle Levante para depositar sus canastos de un día para otro.
Su fama la precedía: el profesor mercantil de su hijo, José María Muñoz Valiente, quizá enterado de su benévola reputación, le pide numerosos préstamos a finales de los años cuarenta, con un asomo de picaresca. Una cierta Julia García Coronado le escribe desde La Laguna, Tenerife, solicitando ayuda para encontrar un local en Jerez, pues su tía Margarita, su madre y ella misma sueñan con mudarse allá. “Nos hemos acordado de usted, pues nadie mejor puede informarnos, sé que como usted es muy bondadosa nos dirá lo que sepa”. Viven las tres juntas porque los hombres de la familia murieron en la guerra y obviamente saben que eso despertará la simpatía de la viuda de Moreno…
Tras la guerra, María Luisa se volcó en su trabajo de catorce horas diarias y en sus hijos, también como forma de mantenerse a flote en su particular mar de tragedia. Encontraba solaz en una lealtad vitalicia a los remedios naturales y la salud por lo vegetal, en mantener aquellos ideales de su vida previa a la guerra. Zumo de pomelo, cereales Eko, mucho ajo y limón, estiramientos y productos naturistas de la tienda de la calle Santa Clara, principal herbolario de su época y que parece haber preferido a la consulta del doctor alopático. Los que la conocieron se asombraban de su optimismo infatigable, incluso después del otro gran infortunio de su vida. Pues, tres décadas después de perder al marido, María perderá a su hijo menor, Manuel, por motivos semejantes. Un brutal interrogatorio policial por unas supuestas octavillas políticas se lo llevaba a los treinta años. Ahora a María le tocaba ser, además, la madre de la apodada “última víctima de la Guerra Civil en Jerez” (siendo ya viuda de una de las primeras).
Como remate, el Movimiento la expulsará de su local a la entrada de la calle en 1973. El edificio es remodelado para albergar la nueva sede del diario La Voz del Sur... la antigua, altavoz del franquismo en la ciudad, donde era la única cabecera periodística de aquellos años. La lechería pasará a uno de los bajos del domicilio de su dueña, en la misma calle, y sobrevivirá casi una década, hasta 1980.
María Luisa Barranco fallecía en 1988, una viuda de guerra más que se iba sin que nadie contara su historia. Fiel a lo que aprendió en su juventud y junto a un calendario de la época de Alfonso XIII que congelaba el tiempo de su cuarto, y quizá el del barrio que lo circundaba. Aún hoy, en su actual estado de dilapidación, la calle Levante continúa hospedando uno de los escasos negocios antiguos y a la antigua del centro de Jerez, los caramelos de Hermanos Perea, explosión de color entre muros desconchados con pintadas de hace años y un sticker de la última candidatura de Pedro Pacheco, no muy alto pero lo suficiente como para que nadie viniera a actualizarlo.
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