El barrio, uno de los más conflictivos de Cádiz durante más de tres décadas, logró dejar atrás los males de la drogadicción y el alcoholismo para mirar al futuro con optimismo.
Si había un lugar de la capital gaditana donde no se debía entrar hace 30 años, ese era el Cerro del Moro. Un elevado nivel de delincuencia daba la bienvenida a todo aquel que se atreviera a cruzar la frontera del barrio, al que no accedían ni taxistas ni butaneros por miedo a ser atracados por quienes habitaban las calles de una zona de la ciudad que, probablemente, es una de las que más ha evolucionado con el paso del tiempo.
El Cerro del Moro ve cómo se construyen los primeros edificios a comienzos de la década de los 60, con el objetivo de acoger a todos aquellos gaditanos que no podían vivir en el casco histórico de la ciudad, así como para albergar las viviendas de los refugiados de las bóvedas municipales, esto es, los vecinos que tras la explosión de 1947 y buscar casa en La Viña y El Balón, necesitaban un hogar.
Sin embargo, los nuevos residentes, todos de origen humilde, poseían rentas bajas, eran –en su mayoría- analfabetos y tenían una visión de la vida en común extraña. Este caldo de cultivo sirvió para que los males de la droga acabaran haciendo acto de presencia, creando una situación de mayor gravedad que en el resto de la ciudad, donde también existía el mismo problema.
Lo sabe bien Pedro, un vecino de 79 años que llegó al barrio “muy joven”, lo cual le ha dado la oportunidad de comprobar cómo ha cambiado. “Hemos ido a mejor, cuando era joven recuerdo tener que mentir a los compañeros de trabajo con el lugar en el que vivía”, cuenta una persona que, como muchos otros vecinos, ha perdido “a mucha gente por el camino a cuenta de la droga”.En la actualidad, el principal problema radica en la falta de un empleo estable que facilite el día a día a los residentes en el barrio. “Aquí hay mucho paro, eso sí, pero como en todo Cádiz”, explica Luisa, de 47 años. Espera en la esquina de la calle a que una amiga termine de comprar. “Antes la droga estaba a la luz del día y era algo habitual aquí, pero afortunadamente eso ya quedó atrás y el poco trapicheo que ha vuelto es muy difícil de eliminar”, aclara. Ha hecho su vida allí. De hecho, lleva desde que nació en el Cerro del Moro y conoce a la perfección la fisionomía del barrio. “La iluminación se notó mucho cuando la cambiaron, antes había muchas calles oscuras, y en cuanto a limpieza también se ha evolucionado una barbaridad”, relata Luisa.
Sin embargo, aún permanecen vestigios del tiempo pasado por el que se vio obligado a atravesar un barrio que se transformó rápidamente de huerta a una zona de la ciudad con una densidad de población muy elevada. El olor a hachís es latente en algunas de las vías de este lado de la ciudad, así como la presencia de reducidos grupos que se agolpan en las diferentes esquinas de una de las calles del Cerro del Moro.
Y es que, pese a que el barrio ha sufrido un radical cambio de aspecto con el paso de los años para adoptar una situación mucho más normalizada, el abandono sistemático que viene sufriendo esta zona de la ciudad por parte de los organismos públicos ha pausado el crecimiento del Cerro del Moro. Primero, el plan de remodelación integral del barrio, que se ha paralizado y que tendría que haber concluido hace una década, ha dejado bloques de vecinos vacíos y tapiados y numerosos comercios cerrados. Se trata del último obstáculo con el que se ha encontrado un lugar levantado con una arquitectura carcelaria y un urbanismo miserable.
Una de las leyendas que persiguen al barrio gaditano es la extraña aparición de una mancha de humedad que muchos vecinos relacionaron con el rostro de Jesucristo. Ocurrió en 1993, concretamente en agosto. De repente, un grupo de gente se detuvo en la fachada de la casa de Emilio Méndez, un residente (ya fallecido) de la calle Batalla del Salado. Allí, contemplaban estupefactos un suceso para el que algunos no lograban encontrar una explicación coherentes.
Muchos de los curiosos acabaron relacionándolo con el maremoto de mediados del siglo XVIII, e incluso llegaron a depositarle flores, velas, fotografías de familiares enfermos y hasta cadenas de oro, cualquier objeto podía servir como ofrenda a lo que otros consideraban tan solo una mancha de humedad.
Sin embargo, Emilio acabó cansándose de sufrir constantemente el revuelo de gente deteniéndose bajo la ventana de su salón, por lo que decidió taparlo… pero la mancha volvió a aparecer, y en el barrio no se hablaba de otra cosa. Los más fieles, incluso, llegaron al punto de rezar frente a la pared reclamando ayuda divina, en parte acuciados por la desesperación causada por la droga, el paro y la delincuencia. Finalmente, la mancha fue tapada y, pese a que la leyenda cuenta que se volvió a reproducir en otras zonas de la ciudad, no existen hechos constatables que demuestren la teoría.
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