Francisco 'Tito' Herrera Picazo arregla y restaura todo lo que pasa por su taller de la calle Clavel: “Jerez no puede tener arreglo porque el propio jerezano no se cree dónde está".
Olores a madera, barnices y pintura; montañas de cajas, herramientas y máquinas de trabajo; Polvo y serrín; Sillas, baúles y armarios en el suelo; una amalgama de objetos en estanterías; imaginería religiosa; fotos y estampas de Cristos, Vírgenes y santos en las paredes. Aparente caos para el visitante, desorden ordenado para el propietario del negocio. “Si todo esto estuviera limpio… Mala señal sería”, dice Francisco Jesús Herrera Picazo (Jerez, 1969), Tito para todo el mundo desde su época juvenil en los scouts, en su pequeño taller del número 14 de la calle Clavel. En su tarjeta de visita especifica que restaura muebles, pero por aquí pasa de todo un poco. “Me dicen artista, pero lo que en realidad soy es atrevido. Me atrevo con casi todo”.
Que Tito acabara dedicándose al noble oficio del restaurador no le viene de familia –su padre era músico y sargento de policía-, ni tampoco por vocación, aunque de siempre se le dieran bien los trabajos manuales en el colegio o fuera de esos niños que disfrutaba montando y desmontando juguetes y coches de radio control. Como él dice, lo que le acabó trayendo aquí fue “un mojón”. Un mojón kilométrico, para ser exactos. La noche del 28 de agosto de 1994 estrellaba su vehículo contra uno tras quedarse dormido al volante. El accidente le quebró los dos tobillos. Hasta entonces había sido oficial de segunda de embotellado en las bodegas Croft, aunque a la postre estaba para todo. “En la bodega lo mismo cambiaba una máquina que pintaba. De hecho la pinté entera de arriba abajo”. El accidente le dejó como secuela una minusvalía del 53 por ciento y la imposibilidad de realizar tareas que requirieran estar mucho tiempo de pie. Así que tras el debido periodo de rehabilitación tuvo que volver a empezar de cero. Si los pies le suponían un hándicap, tendría que aprender un oficio con las manos. Aprendió guarnicionería en la Real Escuela y, luego, restauración de muebles en el centro municipal de El Zagal. Su primer gran trabajo, sin haber acabado sus estudios, consistió en adaptar de tamaño el mueble de la farmacia del palacio de Villavicencio, en el Alcázar. Desde entonces no ha parado de restaurar.
Pero aunque el reconocimiento sea importante, de eso no se come. Y no siempre un gran esfuerzo significa una recompensa monetaria importante. “El problema de la restauración son las sorpresas que te encuentras cuando ya estás trabajando. Puedes presupuestar una cosa pero conforme vas trabajando pueden surgir problemas que encarecen todo, pero por ética ya no cambio el presupuesto”, señala el restaurador. Y por poner un ejemplo cita ese niño Jesús que escupía la pintura que aplicaba sobre su cabeza porque tenía impregnado restos de carmín y pinta labios que requirió al final una limpieza profunda. O ese mueble al que le ocurría tres cuartos de lo mismo porque en su día alguien le derramó colonia. O ese reloj que al colocársele una última pieza se le rompió la esfera de cristal y tuvo que encargarla a Madrid. “Hay trabajos a los que le pierdes dinero. La gente solo ve el resultado, pero detrás hay mucho más. Hay que estudiar la pieza, en ocasiones tienes que fabricarte los materiales porque ya no existen, encargar otros, adaptar los productos modernos a lo antiguo, que sin duda es lo más difícil… Y luego el oficio artesano no se valora”. Así, en primer lugar echa un rapapolvo a los medios de comunicación por emplear la palabra restaurador para señalar al regente de un restaurante. “De hecho cuando digo que soy restaurador muchos piensan que tengo un bar”, dice. Pero también lamenta el poco reconocimiento que algunos le dan a su trabajo. “Aquí se ha llegado al regateo”. Al final, reconoce que “esto da para lo justo. Cuando tienes dos o tres faenas calculas qué hacer primero para, en principio, pagar el alquiler, luego para pagarte el autónomo y luego para ganarle algo a todo esto”.
Y a él, que restaura y arregla casi todo lo que pasa por su taller, le preguntamos si Jerez tiene o no arreglo. Se lo piensa. A punto está de decir que sí, pero recula. “Jerez no puede tener arreglo porque el propio jerezano no se cree dónde está. Hasta con moscas esto es un paraíso, pero la gente no se da cuenta”.