Es entrar por la ‘portada’ de la Avenida, pisar albero a buen ritmo, quitar los plásticos al vinilo del volumen 2023 de la Feria del Caballo, abrir los brazos y preguntar a los primeros que te cruzas: bueno, lo primero de todo, ¿cómo están los máquinas…? ¿Y las máquinas…? Dos aparatos enormes de aire acondicionado reposan en un remolque sin dueño aparente en pleno Real. Oigo más Rosalía que sevillanas. Trapeo y reguetón calientan en la banda.
La Policía Local advierte, a diestra y siniestra: tienen que salir del parque los vehículos motorizados. Orden municipal de ‘Pre-Feria’. Primeras mujeres vendiendo claveles, como sombras con un puñado de lunares rojos.
Faltan algo más de 24 horas para el encendido oficial del alumbrado y el trasiego va del curioso agonías que quiere practicar sobre el terreno esa máxima del “ya huele a Feria”, las parejas paseando a sus mascotas, las mascotas paseando a sus parejas, la muchachada de botellón en el césped del ala del recinto que da a El Bosque, el currito que busca un cubata después de la peonada entre maderas, farolillos y cableados, y las primeras inauguraciones. Lo gordo y lo fino. No se sabe dónde acaban las faenas de montaje y empieza extraoficialmente la fiesta. A celebrar, que el mundo se va a acabar.
Se sirven las primeras jarras de rebujito, se dan los primeros viajes en los cacharritos y hasta se rellenan las primeras papas asás. Hay una nueva máquina de IA que corta la carne (¿?) de los kebabs automáticamente. Nueva tecnológica del hambre en este eterno retorno. No hay inteligencia artificial que pueda con la magia —con la inconsciencia, según se mire— de empezar la Feria 24 horas antes de que empiece.
El González Hontoria ya no aguanta más, y eso que está a medio vestir, a medio maquillar y sin peineta, ni mantoncillo. Sin regar, por la sequía acuciante. Son muchas las ganas. Se vienen cositas…, dicen algunos todavía rollo 2019, anclados en la era prepandémica. “¡Ah! ¿Pero no empieza mañana…?”, pregunta junto a la caseta de Williams & Humbert un trío de amigos que han llegado desde Palma de Mallorca a la ciudad. Quieren una copa, pero un viernes de ‘Pre-Feria’ del Caballo a las nueve de la noche es aún pronto. O no.
Rueda de reconocimiento a ese otro topicazo de la ‘ciudad efímera’. Ni es ciudad, ni es efímera. La Feria vive todo el año en el corazón del feriante de raza. Si hay que emular en octubre el sonido de las sirenas de los coches tropezones o al que canta las carreras de camellos se hace.
El Paseo de las Palmeras es el camino de Swann, una búsqueda constante de ese tiempo perdido entre feria y feria. Una sombra de lo que fuimos en alguna primavera perdida. Un saberse en un estudiado simulacro, en una falsedad bien ensayada, que acaba siendo un gozoso eterno retorno hasta la mañana siguiente.
“¿Oye, esto podía ser todo más sostenible, ¿no? Qué de vasos de plásticos…”, cuestiona una chica de Milán, aunque afincada en Francia, que pisa por primera vez la Feria. Y tanto. En la forma y en el fondo. El problema es que, a estas alturas, ¿quién dice ‘no’ al que está sirviéndote más rebujito en tu vasito, 24 horas antes del inicio oficial de la fiesta? Los máquinas están bien. O como cantarían los Who, the kids are alright. Y las máquinas, a pleno rendimiento. Venirse, tengáis o no reservas.
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