Hace una década, el flamencólogo Juan de la Plata rememoraba un tabanco que solía frecuentar en los años cuarenta y cincuenta, citándose con amigos “en uno de sus reservados para cantar o escuchar cantar flamenco y leer poesías en amena tertulia dominical”. Se trataba del célebre tabanco El Duque, en la calle Juana de Dios Lacoste, 22, junto a la bodega de los Parra Guerrero. Recientemente reconvertido en “sala cultural polivalente”, permanece clausurado casi dos años después. Este establecimiento aún despierta recuerdos en la ciudad, aunque es cierto que muchos responden a una gestión posterior, de la que sí conservamos fotografías y un reportaje en una revista Viajar recién lanzada. Pero, en sus primeros tiempos, era el dueño quien más daba que hablar.
Se llamaba Francisco Torreira Hidalgo y fue incluido en nuestra antología de la marginalidad jerezana, aunque decidiéramos despacharlo con una línea: demasiado que decir. Esperamos hacer ahora justicia a la memoria de este príncipe de los ‘bohemios’ jerezanos, en esa corte donde el monarca es Carlos González Ragel y la competencia intensa.
‘El Duque de lo Imposible’ era el título autoproclamado de Torreira, que destinaba una puerta falsa de su tabanco al reservado para la poesía y el flamenco de los amigos de Juan de la Plata. Este describe al dueño, en Tabancos y ventas de Jerez, como hombre “con tal apostura y elegancia que, bien vestido, talmente parecía un verdadero duque”. El enhiesto señor, conocido por todos en el Casino Jerezano y en locales de peor reputación, había nacido el 5 de noviembre de 1906 en familia de panaderos, los Torreira, dueños del horno de la calle Pozuelo.
Sin embargo, se casará en otra gran familia panadera: nada menos que con María Sánchez Hermida, de la dinastía de la panificadora Hermida a unos pasos del futuro tabanco. La pareja se empezó a hablar a los catorce, después se peleó y finalmente restablecieron una relación que no dejó de ser tumultuosa. Según la leyenda, ‘El Duque’ se quedó sin herencia, que era cuantiosa, por emparejarse con la competencia; en realidad no está claro que sus padres, caleros, tuvieran una participación directa en la panadería Torreira.
¿A qué se dedicaba este Duque? En su juventud le habían regalado un camión para que hiciera negocios con Madrid, pero volvió sin el vehículo y con una tajada que indicaba en qué lo había invertido. La propia hemeroteca se convierte, bajo su nombre, en un listado de accidentes y algún trago no pagado. Estaba claramente destinado al mundo de los bares. El primero fue en la calle Francos y ofrecía actuaciones de flamenco de nivel. También pasó por sus manos La Venencia, en la calle Larga, cerca de El Gallo Azul.
El tercer local que se le asocia es el tabanco El Duque en la calle Juana de Dios Lacoste, que le sobrevivirá muchos años. Se dice que en el lugar de una antigua fábrica de gaseosas: la transición a los “caldos” se sellará al colgar de una pared el soneto vinatero de Pedro Antonio de Alarcón. De pan y picos proveía el horno Hermida, que probablemente compró el local. Los reservados, a los que se accedía por la puerta trasera, escucharon tanto a los aficionados de la cuadrilla de futuros flamencólogos como, una noche, al dueto Manolo Caracol-Lola Flores.
El Duque pasó el resto de su vida tabanqueando a uno u otro lado de la barra. Cuando dejó el local con su apodo, paraba en La Valdepeñera, frente al horno de su mujer. El dueño era el gallego Manolo Garaña Feijóo, que se había labrado ya una fama por servir tazas de caldo a los que llevaban muchas copas y querían seguir bebiendo. El barman ideal para este Duque.
Juan de la Plata nos describe al último Torreira como “un señor que lo mismo se presentaba elegantemente trajeado que vistiendo el clásico pijama de estar en casa, con el que solía atravesar la calle para copear con los amigos”. Pijama que en ningún momento turbaba su dignidad y pose aristocrática. Por otro lado, cuando tocaba arreglar el coche, tirándose al suelo, podía vestirse de gala.
A mediados de siglo, este Señor de los Imposibles solía ir con un auto repleto de sobrinos a la playa, donde se paseaba en pijama. Ellos estaban atentos a si se ponía el bañador, pues en tal caso comenzaba a beber y podían regresar de madrugada. También llevaba a los chicos al Estadio Carranza de Cádiz, donde disfrutaba quedándose con el personal, por ejemplo, señalando “objetos” en el cielo que ponían a las masas a escudriñar las nubes. A la vuelta de uno de estos viajes en su viejo Ford (siempre conduciendo por el centro de la carretera y generando el caos y la confusión: “Yo voy por el caminito”, decía refiriéndose a la línea que separa los carriles), se detuvo bruscamente y comunicó a los sobrinos que se había quedado sin gasolina. Afortunadamente, explicó, no estaban lejos las vías del tren, cuyos chinos, al echarlos al depósito, darían energía al coche. Allá que fueron los sobrinitos, regresando cargados de guijarros, y, efectivamente, el coche mágicamente volvió a la vida, aunque la factura del taller fue también de broma…
Ese Ford del Duque (se había suavizado y le duró más años que vehículos anteriores) tenía el contador de kilómetros en números romanos. En cada detalle, la tremenda seriedad del personaje ocultaba al prestidigitador. Cuántas veces no se negaba a meterse en la cama porque no había reconocido el estilo de hacerla de su sobrina... Ciertamente, el alcohol inflamaba la representación, y a esa hora se pasaba de rosca en sus beodas exigencias. Mostraba además una fuerza sobrehumana, capaz de levantar una puerta con las dos manos. Su esposa María, desde luego, se ganó el cielo de los panaderos.
Se cuenta que al Duque le tocó una vez la lotería, pero que se le fue directa al hígado. Pese a la sucesión de tabancos, alguno de aparente éxito, se dice que no trabajó en la vida. Quizá fuera ese uno de sus embrujos. Sus paseos en pijama, sus correrías nocturnas, su afición a los gallos de pelea ingleses, todo daba la impresión de un hombre de vida muy ociosa. Esta se cobraría su parte. El Duque moría en 1968: la versión más fantasiosa habla de un delirium tremens en el que tendrá que beber colonia y escupir el hígado a golpe de tos. Otros dicen que fue un rápido (pero largamente preparado) cáncer de páncreas.
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