Fernando de la Quintana adquirió en 1998 un edificio ruinoso en la plaza de San Lucas. Tras cinco años de obras recuperó una joya del siglo XV.
La plaza de San Lucas reposa tranquila. Hoy no hay gente vendiendo claveles o velas, ni un reguero de mujeres entrando y saliendo del histórico templo para visitar al nazareno de las Tres Caídas. En el colegio San Juan Bosco los niños todavía están en clase y en Alimentación Elena una vecina compra los ‘mandaos’ del día. Poco más ambiente se respira en una mañana de mayo radiante y con el sol pegando fuerte cuando llamamos al timbre del número 3. Fernando de la Quintana, su propietario, abre el portón y nos invita a pasar a su domicilio, otro ejemplo de patrimonio recuperado, otro ejemplo de bendita locura por rescatar lo que parecía perdido.
Un precioso patio porticado recibe al visitante y para nada hace imaginar que las columnas que vemos estuvieran un día ocultas. “Esto antiguamente fue la sede de la peña La Buena Gente. Esto eran tabiques, ahí estaba la barra del bar, allí las cocinas, los cuartos de baño…”, explica Fernando mientras hace gestos con los brazos. En el año 1998, por recomendación del fallecido y recordado Adrián Fatou, y de otro técnico municipal, Fernando se interesaba por el inmueble, un edificio que había tenido que ser desalojado por su estado ruinoso. Hasta 22 familias habían vivido en sus poco más de 900 metros cuadrados. “La propietaria por entonces de la finca, una anciana, estaba dispuesta a regalarla con tal de quitarse el problema de encima”. Finalmente el edificio salió a subasta a precio del suelo. Fernando fue el único que pujó por él. ¿Quién se iba a interesar por esa ruina? Poco más de seis millones de las antiguas pesetas le costó. “Por el precio que lo adquirí, amigos míos se compraron un coche”, apunta. “A mi me dijeron que, por el lugar donde estaba la casa, podía haber algo, y eso fue lo que me animó”, explica. “A mí me encanta un ladrillo y una piedra vieja. Unos cazan, otros hacen cruceros, pero a mi me gusta esto”. Aún así, Fernando tenía claro que su apuesta no era segura. “Hay gente que va al casino y lo mismo pierde. Que al final no hubiera habido nada… Al menos tenía ya seguros casi mil metros en el centro de Jerez”.
La cuestión es que hasta para entrar en su nueva propiedad ya tuvo que tirar un muro de ladrillos, levantado para evitar la entrada de okupas. “Aquí nadie sabía a lo que venía, y la verdad es que no veíamos nada porque eran todo tabiques y no sabías por dónde ibas. Pero pensamos, de perdidos al río. Y así empecé”. Y como empezó fue limpiando y tirando un tabique detrás de otro. A partir de ahí comenzó la consolidación de las estructuras y la restauración de los elementos. “Levanté los suelos, echamos forjado y todo se volvió a poner donde estaba. Las vigas no se tocaron. Se arreglaron y ahí se quedaron. No he metido apenas elementos nuevos”.
Dado el lugar donde se enclava la vivienda, en pleno intramuros, el Museo Arqueológico realiza una intervención en 2001. En principio, los técnicos que se desplazan no observan ningún elemento que aportara una fecha clara de su construcción o que indicara cuáles habían sido sus dimensiones debido a la gran cantidad de tabiques que dividen las estancias. Los primeros estudios realizados en los muros, junto con el derribo de los tabiques contemporáneos, acaban revelando que se trata de una casa señorial de los siglos XV y XVI, con la distribución característica de este tipo de edificios en la Baja Andalucía. Así, los arqueólogos entienden que el patio de la entrada habría sido en tiempos unas caballerizas y desde allí se accedía a la zona noble de la vivienda, que giraba en torno a otro patio columnado en el exterior, que según Fernando, tiene constancia de que sufrió graves desperfectos en 1755 a consecuencia del destructivo terremoto de Lisboa. Es sin duda esta parte de la casa la que más ha cambiado. Al fondo a la izquierda se levantaba un casco de bodega que había sido dividido en diez habitaciones por parte de los antiguos moradores y que ahora se ha convertido en una pequeña bodeguita de suelo de albero. De otro lado, se derribó una escalera que llevaba a las estancias superiores y se levantó otra de acceso al jardín, en tiempos una calle –Paraíso, para ser exactos- y donde se levanta un muro que da al palacio Benavente.
“Yo nunca he tenido prisa con esta casa. Aquí como corras te equivocas”, explica mientras recorremos el coqueto jardín. En total fueron cinco años de obras. “Entré a vivir el 13 de julio de 2003”, recuerda perfectamente, y afirma que en total no habrá invertido más de lo que puede costar un chalet en algunas de las mejores zonas de Jerez. Le preguntamos qué tendrían que hacer las administraciones para revitalizar el centro. “Falta imaginación. Entiendo que se podrían hacer bonificaciones del IBI. Luego está el registro de solares, que es un arma que el Ayuntamiento tiene en sus manos y que debería aplicar. Si alguien tiene una casa abandonada y no la cuida, o se le expropia o sale a subasta”. Fernando también habla de “voluntad”. “Hay ciudades que sólo tienen cuatro piedras, donde apenas se ve algo y sin embargo son visitables. Pero aquí que tenemos palacios como el de Riquelme, qué cuesta cambiar al menos la puerta tan fea que tiene y abrirlo para que lo vean los turistas y darle vida al barrio. Pero con las iglesias igual, se pasan muchas horas cerradas, cuando en cualquier ciudad del mundo están abiertas todo el día. Hay que pensar que aquí viene mucho turista y quiere ver arte, no solo irse a un bar a comer caracoles y sopa de tomate”.
Entramos otra vez en la vivienda y antes de subir la escalera que da a la primera planta, Fernando nos explica que en esta estancia se halló, protegido por uno de los tabiques, los restos de una pintura mural del siglo XV que, se entiende, debió cubrir toda la habitación. Actualmente se expone en el Museo Arqueológico tras ser donada por el propio Fernando. Ya arriba, tras visitar varias estancias, Fernando nos lleva a la que considera la joya de la corona, un salón cubierto con un techo a dos aguas con un artesonado mudéjar, también fechado en el siglo XV. “Se cree que es el más antiguo de los que se conservan en Jerez”, señala el propietario del inmueble.
Desde la azotea, que formó parte en 2015 de la iniciativa redetejas, se contemplan preciosas imágenes de Jerez. Delante, la espadaña de San Lucas casi se toca con los dedos y un poco más alejada, San Juan de los Caballeros. A la derecha, la Catedral y detrás nuestra, San Mateo. Pero también divisamos el inmenso solar abandonado de la Ciudad del Flamenco o justo a nuestros pies, un edificio adquirido por una inmobiliaria sevillana en tiempos del ladrillo, que sigue a la espera de que se acuerden de él si es que antes no se viene abajo. La cara y la cruz de intramuros. Pero hoy nos quedamos con lo bueno y con el trabajo y la iniciativa de vecinos como Fernando de la Quintana por revitalizarlo.
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