Tres mil horas de sol al año. El sol define a Chiclana e influye en su modo de vida y en su historia. Dos mundos han sido el motor de esta ciudad desde antaño. Industrias a las que se rinde homenaje en el Centro de Interpretación del Vino y la Sal, en la plaza de Las Bodegas. Por un lado, el “néctar de los dioses” como lo llama el escritor chiclanero José Guillermo Autrán en 1898, y, por otro, la conocida como “oro blanco de los romanos”.
“En ambos sectores trabajaban las mismas personas. Los propietarios de bodegas eran los mismos que los de las salinas, al igual que ocurría entre los trabajadores con la tarea de extracción y de vendimia. Ahora están solapadas por el cambio climático, pero antes, primer se sacaba la sal y luego se hacía la vendimia”, explica Juan Carlos Rodríguez, periodista, gestor cultural y coordinador del centro que pisa con sus zapatos.
El periodista busca similitudes en las actividades económicas que han levantado esta localidad durante décadas. “El lenguaje se cruza, si escuchas a un salinero hablar de sus salinas, habla de ella como si fuera una plantación, como si fuera una viña. Las historias de las dos industrias están mucho más entrecruzadas de lo que parece”, comenta antes de iniciar un recorrido por este espacio donde la primera pieza expositiva es el propio edificio que lo alberga.
Una bodega construida entre 1954 y 1956 que durante muchos años guardaba las botas del famoso Fino Arroyuelo, de la histórica bodega Primitivo Collantes. La nave de solera, que adopta el estilo típico de las originarias del siglo XIX y principios del XX, pertenecía a esta saga chiclanera que cedió el inmueble al Ayuntamiento en el año 2000.
El entonces alcalde, Manuel Jiménez, ya habló de crear este proyecto en un entorno en el que se estaba levantando el actual mercado de abastos. Sin embargo, no fue hasta 2009, con Jose María Román como regidor, cuando arrancó esta propuesta. Después de más de 10 años con las instalaciones vacías y una gran obra de restauración, el 3 de noviembre de 2016 se inauguró este centro que se ha convertido en un atractivo más para visitantes y locales.
Juan Carlos ha visto cómo se fraguó la nave que se erigió en el barrio de Las Albinas, terreno de marisma, hasta el año de construcción de esta nave bautizada Guerrero. Una maqueta hecha por la asociación de belenistas de Chiclana María Auxiliadora desvela los muros que el último año recorrieron más de 30.200 personas, récord absoluto.
Este centro merecía un hueco en la oferta cultural y justo había que dar uso a una bodega construida sobre una marisma. “Chiclana hemos sido y somos todavía, aunque a menor escala, un pueblo netamente bodeguero, vitivinícola y salinero. Aprovechando que evolucionábamos a una ciudad más turística, queríamos hacer un gran homenaje a todos los que habían sacado adelante nuestros vinos y nuestra sal”, explica Juan Carlos.
En las siete salas que comprenden el lugar se distinguen apeaderos de labranzas, paneles, fotografías y elementos audiovisuales. “Se han creado con las aportaciones de vecinos que han entregado sus recuerdos familiares”, comenta el gestor mientras se adentra en los pasillos donde antaño había botas.
Ya no huele a vino, ni a sal, pero todo está impregnado de estos productos que han permitido el desarrollo económico, no solo de Chiclana sino de la Bahía de Cadiz. “Aquí reivindicamos que el parque natural es una maravilla y turística y socialmente vivimos de espaldas”, dice, refiriéndose a la industria que iniciaron los fenicios en un enclave destacado por sus propiedades geológicas y arqueológicas. Entre ánforas e imágenes aéreas, Juan Carlos explica que en Chiclana se han llegado a registrar hasta 74 fincas salineras. Actualmente, solo quedan tres, la Salina Santa Teresa de Jesús, que es donde está actualmente el Centro de Recursos Ambientales Salinas; la salina Bartivás, la única artesanal y familiar que sigue produciendo, y la Salina Santa Teresa, dedicada al turismo.
“Reivindicamos el consumo de sal artesanal de la Bahía de Cádiz porque tiene mucha mejor calidad, pero aparte tiene mayor beneficio para nuestra salud”, comenta tras acercarse a una obra artística que llama la atención desde la entrada. Orballo salado, es el nombre de la que se conoce popularmente como “lámpara de sal”, un elemento creado por los isleños Eduardo Martínez y Antonio Sánchez que, a veces, parece cobrar vida mientras los visitantes exploran cada rincón.
“En días de mucha humedad empiezan a caer gotitas. La sal funciona como una especie de deshumidificador, recoge la humedad ambiental y la concentra”, explica junto a unos paneles que detallan el proceso artesanal de extracción de sal. “La idea es que haya un equilibrio entre lo artístico y etnográfico”, añade.
La visita continúa con el vino. Un documento del Archivo Municipal datado del siglo XVI ya anunciaba que “había que consumir vino local y no de fuera” y da pie a hablar de este producto que, en Chiclana, tiene sus características especiales. “Su fino tiene una salinidad muy identificable, es similar a la manzanilla. Irremediablemente, la cercanía con el mar, la capa freática es muy baja, y a las marismas le dan al fino una particularidad única. Esto ha permitido que haya viñas de arena donde crece el moscatel. El fino y el moscatel son nuestras grandes banderas”, señala.
Entre utensilios y cepas, el centro pone en valor a este sector que visiblemente ha sufrido un descenso en los últimos años. En el Consejo Regulador llegaron a estar dadas de alta hasta 80 bodegas chiclaneras e, históricamente, la ciudad ha contado con hasta 3.500 hectáreas de viñedos, cuando ahora ronda las 180 hectáreas.
De las paredes cuelgas retratos de viticultores y bodegueros reconocidos en la ciudad, como Manolo Manzano, presidente de la sociedad cooperativa andaluza Unión de Viticultores Chiclaneros, que ostenta la gran parte de las viñas. También se distingue a Felipe Montero, de Bodegas Vélez, o Primitivo Collantes González, actual gerente de la bodega con el mismo nombre. “Es un homenaje a quienes han trabajado la viña y la trabajan”, añade.
Estas, junto a la bodega Sanatorio, de Manuel Aragón, son las únicas que siguen vivas. “Estas imágenes invitan a reflexionar sobre un grave problema que tenemos en todo el Marco, que es que la edad media de los propietarios de viñas y, sobre todo, de los trabajadores, es muy alta. No hay garantizado un intercambio generacional. Desgraciadamente, es muy complicado y los márgenes de beneficio son muy pequeños”, sostiene Juan Carlos, que menciona a la bodega Miguel Guerra como la última en desaparecer, hace dos años.
En la sala hay cabida para la tonelería, oficio “absolutamente perdido” en Chiclana, para el sistema de criaderas y soleras y para el Padre Fernando Salado, que dio origen al cooperativismo agrícola en 1914. En unas vitrinas hay botellas históricas de bodegas ya extintas como Saucedo o Romero.
“Hay mucha gente que no sabe que en Chiclana se hace vino”, comenta el chiclanero desde la sala central, donde se realizan actividades de todo tipo. Juan Carlos hace hincapié en la importancia que el equipo le da a la labor de difusión. Catas, conferencias, presentaciones de libros y otras convocatorias que pueden ser la excusa para descubrir este centro. “Es una forma de decir que esto no puede acabar y que tiene que seguir”, dice el chiclanero. Ya lo intuía el escritor romano Plinio el Viejo: “Nada es más útil que la sal y el sol”.