Todo se fue definitivamente al garete un día de abril de 2017. Agentes de la Guardia Civil y la Policía Nacional intentaban abortar un alijo de droga en la playa del Tonelero cuando eran salvajemente agredidos e insultados por una turba de unas cien personas. “Desde que Interior permitió eso, ya todo ha sido impunidad”. Estamos en La Línea de la Concepción y quien se lamenta es Francisco Mena, presidente de la Federación Provincial Antidroga de Cádiz, Nexos, que lleva décadas luchando contra el narcotráfico en este rincón del Sur de España que tan tristemente famoso se ha hecho en los últimos tiempos. Esta localidad de casi 70.000 habitantes, a los pies del Peñón de Gibraltar —en cuya frontera aún ondea la bandera de la Unión Europea— se ha convertido en el paraíso de los narcos ante la falta de medios humanos y materiales que padecen los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. El episodio más triste se producía hace solo unos días, cuando una veintena de encapuchados asaltaba el hospital linense para rescatar por la fuerza a un narcotraficante custodiado por la policía después de ser detenido. Pero no ha sido el único desde entonces.
“En la televisión no sale ni la mitad de lo que ocurre aquí”, afirma Antonio, nombre ficticio de un agente del 091, ocho años y medio destinado en La Línea. Él, como prácticamente la mayoría de sus compañeros, vive fuera de la localidad campogibraltareña. Bastante pasan ya en su día a día como para encima tener que pasear, hacer la compra o disfrutar de una cerveza con familiares y amigos siendo insultados y amenazados por aquellos que, poco a poco, se han creído los amos del pueblo. “Antes había como una especie de entendimiento entre la policía y los que se dedicaban al contrabando o al narcotráfico. Había también otro respeto. El que se dedicaba a esto sabía que si le cogían, le cogían. Mala suerte. Ahora no, ahora van a matarte”.
Lo saben bien los familiares, amigos y compañeros de Víctor Sánchez, agente de 46 años de la Policía Local de La Línea fallecido en acto de servicio en junio de 2017, cuando intentaba detener a dos traficantes de tabaco. La mala suerte quiso que un furgón policial fuera quien lo arrollara durante la persecución de los contrabandistas, que huían en moto. Pero también pudo ser Alejandro, nombre ficticio de otro agente de la Guardia Civil con el que ha contactado lavozdelsur.es. Tiene el brazo izquierdo seriamente dañado después de que un narco, a bordo de un potente todoterreno, se saltara un control. Alejandro, viendo sus intenciones, lanzó al suelo la cadena de pinchos, pero al sospechoso le dio igual. Aceleró llevándose por delante la cadena y al agente, que fue arrastrado violentamente unos metros. Desgraciadamente estos potentes vehículos, normalmente toyotas Land Cruiser y jeeps Cherooke, se han convertido, además de en herramientas para el traslado de la droga, en un arma más. “Ellos mismos se denominan kamikazes y van escoltando al coche que lleva la carga. Tienen una cosa clarísima, y es que la droga tiene que llegar a su destino sí o sí”. Y lo que hacen es embestir sin ninguna impunidad a los vehículos policiales hasta dejarlos inutilizados, sin importarles si para ello hieren o no a un agente. Los últimos, dos de la Guardia Civil hace apenas unos días.
En La Línea nadie se atreve a decir cuántas personas viven directa o indirectamente del contrabando. Porque este negocio, el de la recepción de la droga en Marruecos y su traslado, primero a la costa y posteriormente hasta las llamadas ‘guarderías’, ubicadas en La Atunara y El Zabal, es puramente local. Familias y amigos de confianza del pueblo, nadie más. Luego están las mafias de fuera, desde los que transportan el hachís a diferentes puntos de España y Europa hasta los que se encargan del suministro de los potentes todoterrenos —casi todos vehículos robados— o de blanquear su enorme cantidad de dinero. Porque dinero, lo que se dice dinero, mueve muchísimo el narcotráfico. Aquí ganan todos: los que menos, unos 1.000 euros, los aguadores, los chivatos que están dando vueltas continuamente por las zonas calientes para avisar de la presencia de la Policía o de gente sospechosa, como los periodistas curiosos. Los lancheros, que tardan apenas 25 minutos en cruzar todo el Estrecho cargados de fardos, unos 5.000 euros por porte. Los que recogen la carga en las playas y la trasladan a los todoterrenos, unos 2.500 o 3.000 euros, cantidad aproximada que se embolsan también los conductores.
Pero para llegar a ser el jefe de un clan —colla, como se les conoce aquí— como Los Castañita, los más conocidos aquí y con una fortuna de entre 20 y 30 millones, todo a base del hachís, hay que empezar desde abajo. “La escuela del contrabando es el tabaco”, nos dice Alejandro junto a la valla de Gibraltar, en su tramo más cercano a la playa de Levante. A cada paso que uno da se divisa un agujero practicado en la valla, desde donde se entrega la mercancía que luego se venderá en quioscos y pequeños comercios a un precio más barato que en España. Los receptores son menores de edad en su mayoría, no más allá de los 20 años, nos indica el guardia civil, que lamenta la pasividad de la autoridad gibraltareña. ·¿Acaso ves alguna cámara? ¿Policías patrullando por aquí? Aquí se cuela alguien y no se entera nadie”, dice señalando un enorme boquete por el que cualquiera podría acceder a la colonia británica.
Mientras habla con nosotros, el agente, hoy de paisano, no deja de mirar a izquierda y derecha. Qué duda cabe que tres personas, una de ella con una cámara, levantan sospechas. Alejandro ha divisado a una persona que luce el “uniforme” de todo buen narco (ropa deportiva de marca y riñonera en la cintura) y sospecha que es un aguador. “Nuestro coche ya está marcado. Vámonos de aquí”.
Ya subidos en el coche, la ruta prosigue por La Atunara, el antiguo barrio de pescadores, hoy punto neurálgico del narcotráfico. Aquí encontramos desde guarderías de droga hasta puntos de vigilancia. El agente nos indica una casa donde se encontró un potente radar con el que los narcos tenían controlada toda la costa. También vemos más aguadores, en la zona del paseo. Cruzamos la calle Canarias, donde somos objeto de nuevas miradas, y salimos dirección a otro punto menos caliente. De camino observamos numerosas viviendas de lujo, todas edificadas en terrenos rústicos, no urbanizables. Pensamos quién tendrá los arrestos para, en el futuro, mandar derribar estas edificaciones, verdaderas fortalezas con vallas de cuatro o cinco metros de alto y cámaras de vigilancia. Paramos un momento en la playa de levante. Sobre la arena se divisan claramente las marcas de los neumáticos de los todoterrenos que usan los narcos. A unos metros, en una residencia de ancianos, trabajadores nos gritan que no tomemos fotos. “Estos ya van a estar haciendo una llamada de que estamos aquí”. Toca marcharse otra vez.
De vuelta al casco urbano nos adentramos en el Zabal. Los invernaderos que poblaban estos terrenos hace décadas han dado paso a nuevas viviendas de lujo, todas pagadas con dinero del narcotráfico. Eso sí, las calles no están pavimentadas. El camino es estrecho y tortuoso, lleno de baches incómodos para cualquier vehículo salvo para el de los narcotraficantes. Alejandro divisa un todoterreno a unos 200 metros. Nos dice que nos echemos a un lado. Un conductor de no más de 23 años conduce de manera brusca. Mientras nosotros no hemos podido circular a más de 10 o 15 kilómetros por hora, él lo hace a 50 o 60. Los potentes amortiguadores de su jeep y su tracción 4x4 no evitan que el coche de tumbos. Al pasar a nuestro lado nos echa una mirada desafiante. Alejandro lo tiene claro. Tenían claramente divisado nuestro vehículo y esa es su manera de decirnos que nos vayamos ya si no queremos problemas.
Apenas unas horas nos han servido para darnos cuenta de que la situación en La Línea es tan mala como nos habían advertido. “Si no tienes miedo cuando sales a la calle es que estás loco. Yo voy a a trabajar porque es mi trabajo y mi función. Y si me llaman voy el primero, pero luego te encuentras con el pastel que te encuentras… Demasiado hacemos aquí con los medios que tenemos”, denuncia Antonio, el agente de Policía Nacional que se ha prestado a hablar con nosotros, que lamenta la falta de medios de que disponen en comparación con los narcotraficantes.
Desde Nexos, Francisco Mena entiende que la solución al grave problema de La Línea no pasa solo por un refuerzo policial importante, o la creación de juzgados especializados en el narcotráfico. También un plan de educación y empleo que sirva para que las nuevas generaciones no vean en la droga una forma fácil de ganarse la vida. Pero claro. ¿Cómo se convence a alguien para que honradamente le dedique 9 o 10 horas al día a un trabajo por 800 euros al mes, cuando en una tarde puede ganarse 2.000 euros?
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