No hay timbre. Hay que llamar a la puerta, metálica, con rejas y cortinas de colores. Después de unos instantes se abre y aparece ella, Manolita Chen, con un pañuelo rojo como única nota de color de una vestimenta en la que predomina el negro, incluido el de los tacones de aguja que luce a pesar de sus 75 años. “Moriré con las botas puestas”, avisa. “Mientras Dios me dé fuerzas”, apostilla, mostrando sus creencias. En su vivienda salta a la vista. “¿Dónde queréis hacer la entrevista, en el salón o en el despacho?”, pregunta. El despacho tiene una mesa barroca, con varios documentos encima y un crucifijo. La estancia, de paredes color verde, tiene varios espejos, un cuadro del siglo XVIII, y otras referencias religiosas. El salón es de color pastel, tiene un sofá y dos sillones palaciegos, además de una talla de la Virgen de la Estrella de más de metro y medio, que preside la estancia, que también está cargada de cuadros y una mesa baja de cristal, donde hay un centro floral. Éste último es el lugar elegido para la charla.
Su pasión por las antigüedades es evidente. Y las distribuye por las diferentes viviendas que tiene en su localidad natal, Arcos de la Frontera. “La Virgen de la Estrella es de Miguel Ángel Caballero, un buen escultor, profesor de Bellas Artes en Sevilla”, explica. También cuenta con obras de la reconocida escultora Luisa Ignacia Roldán, La Roldana, además de “colecciones de relojes alfonsinos”, enumera. “He hecho una capilla privada pero está abierta al público”, dice, donde hay una Virgen del Rosario del imaginero sevillano Luis Álvarez. “A la Duquesa Roja —Luisa Isabel Álvarez de Toledo, duquesa de Medina Sidonia— le compré el dormitorio entero antes de morirse”, reseña. Un patrimonio artístico del que se siente orgullosa y que quiere legar a la localidad arcense, aunque se queja de que el Ayuntamiento no explota los museos que le ha cedido. “Dicen que no tienen dinero, no están por la cultura…”, comenta, antes de empezar a ahondar en una vida, la suya, que no ha sido nada fácil.
La cuchara marcada con una cruz
Nacer en un cuerpo equivocado en pleno franquismo le hizo tener una infancia durísima. Su misma familia la rechazaba. Hasta tenían marcada su cuchara con una cruz para que nadie más la utilizara. “Imagínate vivir con eso”. Es imposible de imaginar. Hay que experimentarlo para saber lo que se siente al sentir coartada una libertad que fue ganando con el paso de los años. Su primera paliza por mostrarse como era se la llevó con apenas cuatro años, cuando todavía era Manuel Saborido Muñoz. Entonces, le pidió a su madre una cocina de juguete. “Eso no se lo piden los niños. Pide un caballo, una pelota de fútbol... ¿no te da vergüenza?”, le contestó María, su madre, que la vio coser otro día y le pegó con la alpargata hasta que se cansó. Sus hermanos —eran once— la fueron aceptando, aunque algunos más que otros.
Manolita Chen, durante la entrevista. FOTO: MANU GARCÍA.
Uno, del que no quiere dar su nombre, le escribió un día una carta que aún guarda, dentro de una caja con otros papeles amarillentos, fruto del paso del tiempo. “Si se te fue tu madre créeme que lo siento, a mí también se me fue la mía, todavía no se me caen del pensamiento muchas cosas tristes que pasaron en mi vida (…) cada vez que manoseo algo que me asquea me lavo las manos con jabón y me las enjuago con alcohol”. Tenía 15 años cuando la recibió. Ni su propio hermano quería tocar sus pertenencias por riesgo a “contagiarse”. “¿Qué culpa tengo de haber nacido en un cuerpo equivocado? ¿Qué tienen que ver los genitales con el corazón y el sentimiento?”, se pregunta ella misma.
Manolita Chen nunca se sintió hombre. Y no lo escondió. De hecho, no podía. “Se notaba mucho mi feminidad”, dice. Algo que, durante la dictadura, le ocasionó problemas. De pequeña apenas tuvo amigos. Los padres de otros niños de Arcos no querían que sus hijos se relacionaran con ella, cuando todavía era Manuel. Pasaba las tardes sola en su casa. Una de las pocas amigas que tuvo, La Peruchita, quedaba con ella en una plaza del pueblo, donde llegaban por calles distintas, para evitar miradas indiscretas o encontrarse con algún agente municipal.
O con un grupo de cafres. “Los chavales nos apedreaban y nos escupían”, recuerda dolida. Y rememora un episodio que vivió su amiga: “Un chico la conquistó y quedó con ella en el Cerro, donde la tiró a un pitacá, donde salen los higos chumbos, y entre otra niña y yo estuvimos toda la tarde quitándole espinas con unas pinzas”.
La taberna de María 'la viuda'
Luego le tocó hacerse cargo de la taberna que regentaba su madre, conocida como la de María la Viuda, por motivos evidentes. “Éramos once hermanos y cuando uno se iba a la mili, el que venía detrás se quedaba en la taberna”, explica Manolita. Ella fue la última de la familia a la que se le encargó esta tarea, y cambió el negocio. “Como revolucionaria, y muy adelantada a mi tiempo, forré las paredes del bar con tela de sacos, puse macetas… quedó precioso”, relata. Las cartas y el dominó a los que acostumbraba jugar la clientela desaparecieron de un plumazo. “Aquí se acabó recoger tantos gargajos de gente mayor”, le dijo a su madre.
“El que venga que se tome una copa de vino y una buena tapa”, sentenció. Y María la tabernera vaticinó que irían a la ruina. Pero se equivocó. La clientela aumentó y el local se quedó pequeño. “La gente hacía cola en la puerta”, dice Manolita. Pero el negocio murió de éxito. Un día llegó una carta, firmada por el alcalde, dándole 48 horas de plazo para que abandonara la taberna. No podía volver a servir sus tapas que tan famosa la habían hecho y que venían a buscar vecinos de localidades de toda la Sierra de Cádiz.
Las manos de Manolita Chen. FOTO: MANU GARCÍA.
Quiso continuar preparándole a su madre la comida por las noches para que ella la sirviera durante el día. Pero la gente no entraba, “preguntaban por mí”, dice Manolita. La taberna se traspasó y su madre lo sintió como un mazazo. “Duró poco tiempo”, dice derramando algunas lágrimas. Poco después decidió que era el momento de abandonar Arcos. Ya lo hizo antes, en una escapada en la que recaló en Vilanova i la Geltrú (Barcelona), donde empezó como albañil y terminó de limpiadora en las casas que se iban construyendo. “Las dejaba como una patena, como un quirófano”, señala.
Después de esa experiencia volvió a casa, y también volvieron las palizas. También recaló en Francia. De allí volvió con experiencia como vedette y 110.000 pesetas bajo el brazo. “Mi madre las vio y llamó a la Guardia Civil, creía que las había robado”. Con ese dinero compró colchones nuevos —“estábamos durmiendo en paja”—, una nevera, una lavadora, un tresillo de mimbre… “y sobraba mucho, eso apenas fueron 4.000 pesetas”. El resto se lo dejó a su madre y se volvió a ir.
Hizo las maletas y recaló en Barcelona, donde podía moverse con menos miedo. Limpiaba la cocina de un restaurante y mejillones en otro por las tardes, hasta que le llegó su oportunidad. “Empecé a buscarme la vida con las mariquitas a ver dónde me podía colocar para cantar”, recuerda. El concurso que organizaba una sala de fiestas le cambió la vida. Se compró un traje morado, una boa y varios abalorios. Cantó La morena de mi copla y ganó. Así empezó. Luego la contrató el transformista Paco España, con quien recorrió todo el país con espectáculos como Una vez al año no hace daño. Después trabajó con Juanito Navarro. “Bibi Andersen iba de primera figura y yo de segunda”, dice orgullosa.
Y llegó el momento en el que decidió montar su propia compañía, llamada como ella. “Subí mucho... tanto que la otra Manolita Chen me denunció”, agrega. Acabaron en un juzgado de Sevilla para intentar dirimir quién era la verdadera Manolita Chen. “Te has aprovechado de mi nombre”, le decía la Manolita original. “El juez nos preguntó si alguna de las dos teníamos el nombre registrado y dijimos que no, por lo que tenían que ponerse de acuerdo los abogados, pero ella se murió sin conformidad”, relata la artista de Arcos. Su apodo no lo eligió ella, sino Miguel Castro, un pintor de su localidad natal que empezó a llamarla así. Por Bella Helen o Juan de Ronda también ha sido conocida, éste último apodo “cuando era hombre…”, dice, y ella misma se echa a reír, “yo nunca he sido un hombre, pero bueno”.
Las noches en la 'casilla'
De pequeño, cuando aún era Manuel, su madre le buscó novia. Le compró un reloj dorado a María Antonia, la hija de una vecina, y la convenció para que salieran juntos. Eso evitó que Manolita acabara en la cárcel o en un “campo de concentración de mariquitas”, como lo llama ella, donde fueron a parar muchas de sus amigas. Aunque no se libró de pasar varias noches en la casilla, la cárcel que se encontraba donde ahora está el Parador de Arcos. O en el cementerio. “Me dejaban dormir donde hacían las autopsias, ahí me tenía que acostar”, dice.
La persecución era tal que el jefe de la guardia municipal estuvo durante siete meses yendo diariamente a su casa para pasarle un trapo húmedo por la cara y comprobar que no tenía maquillaje. “Pero se iba y me ponía un poquito de color, mojaba flores rojas que tenía mi madre y me ponía coloretes, siempre me ha encantado la pintura”. Una noche la llevaron al ayuntamiento de madrugada, donde le hicieron tomar aceite de ricino y la pelaron al cero. “Llegué a mi casa vomitando. Tú eres un maricón es lo más bonito que te decían”, rememora. “La gente se reía de mí, me cogían el culo. Era la cáscara amarga, el de la pared de enfrente… se cachondeaban de los mariquitas”.
Manolita Chen, rescatando recuerdos. FOTO: MANU GARCÍA.
Y llegó la mili. Le tocó en Cerro Muriano (Córdoba). No pasó las pruebas físicas y, después de partirse algunas costillas tras ser empujada por dos soldados para que saltara un potro, estuvo ingresada y a su vuelta acabó en la cocina, donde terminó de jefa. Tan contentos estaban con ella que intentaron que, una vez juró bandera, se quedara. Hasta le dieron un diploma. “No sé por qué sería, si por limpia o qué”. Durante la mili hizo hasta de sastra. “Si se probaban los pantalones delante mía les quitaba cinco pesetas del precio… ahí aprovechaba yo para palpar”, apunta entre risas. Entre el sueldo que cobraba por cocinar y lo que “mangueaba”, como ella misma dice, se puede decir que pasó una mili “buena”. “En vez de mandarme paquetes de comida mi madre a mí, se los mandaba yo a ella”.
Manolita también vivió en Madrid. Allí se le aplicó la Ley de Vagos y Maleantes cuando una tarde, estando en un cine de ambiente, “donde todos estaban tocándose y liados entre sí, haciéndose pajas…”, señala, entraron los grises y se la llevaron esposada. “En comisaría me dieron dos patadas en el estómago”. “¿No te da vergüenza, maricón?”, le espetaron los agentes. Acabó arrestada y le pidieron 3.000 pesetas para evitar la cárcel. Las consiguió gracias al jefe de cocina del restaurante donde trabajaba. “Desde entonces iba por la calle y venían dos policías secreta a preguntarme dónde iba”, señala.
El primer amor... y los siguientes
Su primer amor fue un vecino de su misma calle de Arcos. Tenía once años. “Lloraba sola porque él no me quería”, dice. “Pero fíjate cómo era la cosa, que él quería estar conmigo, y yo aprovechaba que su padre trabajaba en el alambique, donde se hacía el aguardiente, y allí me citaba de cuatro a cinco y media, cuando estaba solo”. Ahí se estuvieron viendo durante una temporada. Fuera de la localidad, además del amor, conoció el sexo. “Cuando me iba con un hombre lo primero que me preguntaba era: ¿Y tu coño?". "Todavía no tengo coño, tengo una cosa como la tuya”, les decía ella. “Pues no te acerques a mí”, le respondían.
“Querían que les diera placer pero que no me acercara. Entonces te tenías que poner así con la mano larga para tocarles y hacerles una gallarda, que la llamábamos. Ni un beso, ni un abrazo de amor, ni un poco de cariño… nada”. “Querían placer, y si había algo oral se volvían locos, pero no querían estar más contigo”, relata.
El despacho de la vivienda de Manolita. FOTO: MANU GARCÍA.
La primera vez que se casó fue por el “rito transexual”, con 20 años. Después tuvo un matrimonio que le duró 28 años. Y lo que le faltaba en su vida: los hijos. Fue en la Venta Los Tres Caminos, uno de los exitosos negocios que regentó, donde el entonces presidente de Diputación de Cádiz, Alfonso Perales, conoció las ganas que tenía Manolita de ser madre. Él fue quien le habló de María, quien a la postre sería su primera hija adoptada —después llegaron otros tres—, una pequeña con síndrome de Down a la que habían abandonado sus padres nada más nacer y que estaban cuidando unas monjas. Le daban seis meses de vida, pero eso a ella no le importó.
Se presentó en Cádiz, donde la citaron, y una monja le pidió el DNI, donde aun rezaba como Manuel Saborido Muñoz. Simuló haber olvidado el documento para que no se percataran de ello. Hasta que lo vieron. Y empezó a llorar. “Usted llora porque aquí pone Manuel, pero eso no tiene importancia ninguna, es un puntito lo que hay que cambiar”, le dijeron. “Si lloraba antes, después de eso me puse a llorar más, de alegría, y me abracé a la monja porque es lo más bonito que me pudo pasar, por la fuerza que me dio”. Fue su mayor alegría. Hace 38 años de aquello y María, ahora, recibe cuidados en un centro de Puerto Real. Alfonso y José, ambos paralíticos cerebrales, fallecieron, uno hace 18 años y el otro, hace apenas unos meses.
El cuarto en discordia está en un centro de Sevilla. “Es paralítico cerebral y ciego, sus padres le arrancaron los ojos porque no sabían lo que tenía”, dice Manolita con pena. “He acogido siempre a quienes más cuidados y cariño necesitaban”, comenta. Para ello aprendió a poner sondas, a darles de comer o a extraerles las balsas, en una residencia de Jerez. “Tenía mucho amor que dar y era feliz pasando noches con ellos, cuidándolos”. Después enfermó ella. Tiene dos operaciones de corazón, también de fémur y de cadera, y padece un cáncer. Pero sigue pasando con ellos las vacaciones de Navidad, Semana Santa y verano.
Manolita Chen, en el salón de su vivienda. FOTO: MANU GARCÍA.
La 'misión'
Manolita Chen ingresó en la prisión de Puerto II en 2004, cuando su exmarido, que traficaba con droga, la “delató” y le registraron su vivienda, donde encontraron estupefacientes. Ella, sin embargo, recuerda con cariño esa etapa de su vida. “Fue una misión que Dios me mandó”, señala. En la cárcel la hicieron jefa de biblioteca, pero quería ayudar a reclusos con dificultades. Allí vestía, lavaba y daba la medicación a enfermos. “Muchos se me murieron en mis brazos”, dice. Ella misma los amortajaba. Nueve meses estuvo en Puerto II, donde querían que se quedara para continuar con su labor solidaria. Pero regresó, una vez más, a Arcos, una localidad donde tiene una calle que ella misma renombró. “Hubo una época en la que a todo el mundo le ponían una calle… ¿y yo no iba a tener? Pues me la puse yo”, dice con gracia, relatando cómo mandó a un albañil que colocara el azulejo con su nombre en una vía del Barrio Bajo. Desde luego la merece.