Nueve de la noche. La gente baja de los apartamentos turísticos con el pelo aún mojada y los colores subidos por el sol tras un día de playa o de actividades. Estamos en un paraíso, Tarifa. Fuente de riqueza para muchos negocios, un motor para la comarca. Es bien sabido: hay una mayoría de acento mesetario.
Para el que viene de fuera, son tres cuartos de hora para encontrar una plaza de aparcamiento. No es imposible. En el paraíso no hay donde agarrar la palanca del freno de mano. El castillo que una vez fue clave para batallas ve a sus pies la batalla de los aparcamientos. Se forma una pequeña cola, por si alguien se quiere ir. ¿Y quién se quiere ir del paraíso?
Las colas en los bares de la zona comenzaron desde antes de la puesta de sol. Hay colas para todo. Para comerse un helado. Para un refresco. Para la cerveza. La Gran Vía de Tarifa. No hay locales de moda. Todo está de moda aquí.
Llegan las diez. Las once. Aún hay colas para sentarse a cenar. Para un helado. Y ahora, también para las copas. Colas en las atracciones infantiles para los niños. En las calles estrechas del paraíso, mejor hacer cola de uno en uno, porque en grupo uno se lleva una colisión de hombro. La calle Cervantes reúne siete pubs en apenas 40 metros de acera. Hay calles cerradas, cortadas al tráfico. Y los pasos de peatones.
Porque los pasos de peatones son como lo de la Gran Vía. Un río sin parar mientras alguno se desespera. Van adonde sea. Qué mejor que perderse en el paraíso, que no hay esquina mala, ni bar malo. Hay colas, incluso, para alguna discoteca que abrirá más tarde. Hay algún relaciones públicas disfrazado para un pub con aires hawianos, y mesitas altas en la puerta donde conviven charletas y gente fumando a risotadas.
Fotogalería de Tarifa en una noche de agosto
En el paraíso no faltan los servicios de limpieza. A las nueve, las diez, las once, van reponiendo las bolsas de las papeleras, bien llenas. Hay quien habla de qué tal fue el día, y qué tal fue la noche.
Una vecina cuenta que nada de irse a dormir a las once, o a las doce. "Esperamos a que cierren los bares, el runrún, las mesas chocando contra el suelo. Un camarero que le pide a otro que le ayude a recoger...".
Nos dieron las dos, las tres, y las cuatro. Quizás algo se puede dormir en el paraíso. Pero cierran los bares de copas. "Empiezan a pasar chillando los grupos". Dos o tres o cuatro horas de sueño para una marea que a veces suena en gritos lejanos, palmas, y otras veces debajo del balcón.
"¡Oye, dónde estaba el apartamento que no lo encuentro!", gritan. Se acabó la noche. A las siete, si se ha conciliado algo sobre la almohada, llega el último turno. A las siete, como cuando canta el gallo, llega el cierre de los últimos locales de discoteca, o el fin de las botellonas en algún apartamento, a saber.
"Ya voy, me hago mi café...", dice la vecina. "A veces me paro y digo... Bueno, si no viene la Policía, ¿qué hago? Me bajo a la calle y paro el tráfico, a ver si vienen. Porque ya no es que cierren los locales, son los turnos de salida".
La mañana no trae la brisa del mar, precisamente. Trae dos cosas en el paraíso. "El olor a meado", primero, "y tener que ir a trabajar". "Mi pareja ha cogido la carretera michas veces para ir a trabajar sin haber dormido. No sé cuántas veces le he dicho a la Fiscalía de Medio Ambiente que un día se va a matar por la carretera y contará como una víctima más".
El paraíso es "desesperante". "Y esto que habéis visto es entre semana". La noche del miércoles 2 de agosto daba para más historias. Esta es una. "Lo que tenéis que hacer es venir en fin de semana". Si es que hay aparcamiento en el paraíso.
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