Tenía 97 años y un baúl cargado de increíbles recuerdos incluso cinematográficos cuando su propia onomástica, la de la Virgen del Carmen, la ha sorprendido para su último viaje. Carmen Rosa Murube Yáñez-Barnuevo nació en 1926 en el municipio sevillano de Los Palacios y Villafranca y en la familia de los Murube, la misma del escritor Joaquín Romero Murube que precisamente hoy hubiera cumplido 120 años, pero su vida arrancó siendo hija natural de una viuda en un pueblo rayano con las marismas del Guadalquivir y tal vez por eso aquella familia monoparental de los felices años 20 del pasado siglo se sintió más cómoda en la capital, donde la niña Carmen aprendió en tiempo récord de la mano del maestro bailarín José Otero.
La pequeña derrochó tanto talento que con apenas 14 años debutó como bailarina en solitario en el Alcázar de Sevilla, en el marco de un homenaje realizado al yerno de Mussolini, el conde Ciano. Fue a partir de entonces, ya terminada la guerra civil, cuando Carmen Rosa Murube se convirtió en Carmen de Santacruz para el mundo, pues como ella misma habría de confesar en un documental producido en 2009 por su propio hijo, Dimitri Murube, “mi familia no permitió que yo me pusiese mi auténtico apellido porque en aquella época tener a una artista en la familia era un deshonor”.
Carmen de Santacruz, sin embargo, que había venido al mundo en los mismos años que se fraguó la Generación del 27, acabó convirtiéndose en una auténtica embajadora nacional durante toda la época del franquismo por casi toda Europa, América y hasta Oriente Medio. El pasado martes recibió cristiana sepultura en el cementerio de su pueblo natal, y sus restos descansan junto a los de su hermana Blanca, después de haber pasado en Madrid la segunda mitad de su vida, ya retirada de los escenarios y olvidada por la inmensa mayoría.

Fue en 2009, hace ahora 15 años –ella tenía 83-, cuando su propio hijo produjo un documental dirigido por Juan Manuel Ángel Álvarez titulado Azuquíbiri, las castañuelas de la libertad, en el que se abordaba la vida y obra de esta sevillana de Los Palacios que no fue hasta entonces cuando recibió un justo homenaje en el festival flamenco de La Mistela de su pueblo natal. En la sinopsis de aquel trabajo audiovisual con localizaciones en Sevilla, Madrid, París y Roma, se aseguraba que narraba “la vida de la bailarina de clásico español Carmen de Santacruz, reconocida artista a nivel internacional pero olvidada por el público español, para quien su nombre pasa desapercibido y que actualmente vive en Madrid, retirada por completo del baile que tanto amó”.
Compañera de una desconocida Lola Flores
Carmen de Santacruz no tardó en girar por toda España con pequeñas compañías artísticas en las que llegó a compartir tablas con la aún desconocida Lola Flores. Con los años, compartió escenario con grandes artistas como Vicente Escudero o Gila, entre otros muchos. El gran salto cualitativo en su carrera lo daría en 1947, cuando emprende su primera gira internacional por Grecia y Turquía, hasta que se convierte en una figura ineludible del music hall europeo, con actuaciones antológicas en locales míticos como el Open Gate de Roma o el Moulin Rouge de París, e incluso el teatro Chatelet, donde consta como primera bailarina del musical El Cantor de México que protagonizaba entonces Luis Mariano, allá por 1951.
La artista también tuvo su acercamiento al cine y la televisión, primero como parte del ballet en películas como Goyescas, la que protagonizó Imperio Argentina a las órdenes de Benito Perojo en 1942; o La Patria Chica, la que encumbró a Estrellita Castro, dirigida por Fernando Delgado un año después. Algunos años después participaría, ya como bailarina principal, en el melodrama Borrasca de celos o el gran éxito italiano Balocchi e Profumi, donde compartía reparto con grandes estrellas de la talla de Diana D’Orsini, Cesare Danova o Patrizia Remiddi.
Al margen de su indudable aportación al universo de la danza española, Carmen fue una adelantada a su época en lo que a colaboración con las causas sociales se refiere, pues, consciente de que el cáncer fue la enfermedad que le costó la vida a su madre, realizó innumerables galas benéficas para conseguir fondos a favor de la investigación ya en los años 60. La artista se retiraría del mundo del espectáculo en Estados Unidos, pero dejó un legado para el mundo del baile que solo documentales como el que produjo su propio hijo fueron capaces de rescatar. Su última voluntad, la de descansar en el pueblo donde vio la luz por primera vez, ya se ha cumplido. Allí descansa en paz.