Apenas unos meses después de que se estrenase Don Juan Tenorio, el mito romántico por antonomasia que catapultó al crápula más famoso desde Sevilla al mundo, el novelista francés Prosper Mérimée –que aquí fue popularmente bautizado como Próspero- escribió una novela destinada a configurar la versión femenina de ese arquetipo romántico que en Andalucía, y particularmente en Sevilla, ya nos habíamos acostumbrado a que nos construyesen desde fuera.
A Don Juan, en 1844, lo había redimido el vallisoletano José Zorrilla por la gracia sobretodopoderosa de un catolicismo al que no le importó ya que el mismo personaje que había creado Tirso de Molina dos siglos antes (en El Burlador de Sevilla) fuera perdonado en el último ínterin de su vida solo porque confesaba su arrepentimiento para descansar eternamente con su amada doña Inés.
Al año siguiente, en 1845, a Próspero no se le ocurrió hacer lo propio con Carmen, seguramente porque ella, a diferencia del Tenorio, había nacido para la literatura como mujer, gitana y pobre, una triple condición que en aquel momento parecía más fácil amalgamar en la síntesis de mujer fatal que aquí se entendía como bruja.
La historia, según habría de relatar el propio Mérimée, ni siquiera se le había ocurrido por completo a él, sino que se inspiraba en algo que le había contado la condesa de Montijo, durante la visita del escritor a España en 1830, sobre una cigarrera sevillana… Ya lo de convertir a aquella empleada de la tabacalera de Sevilla en gitana fue cosecha del propio francés, porque en aquella época del romanticismo español (que era postromanticismo europeo) se había puesto de moda que toda la rebeldía del indomable pirata inglés, por ejemplo, se tradujese aquí en valientes bandoleros y toreros hechizados por asilvestradas gitanas.
En 1824, el ruso Aleksandr Pushkin ya había compuesto un poema narrativo, titulado Los gitanos, en el que su protagonista huye de la sociedad civilizada para encontrar su libertad, y para ello se une a una tribu gitana. El escritor inglés George Borrow, por su parte, escribió en 1841 Los Zíncali (Los gitanos de España).

Y tanto se escuchaba el sonajero de lo gitano en el folklore construido desde fuera que otro francés, Georges Bizet, que ni siquiera pisó nunca España y que habría de morir con apenas 37 años sin conocer la fama de su composición, se atrevió a convertir en ópera la novela de su paisano. La ópera, de 1875, fue un rotundo fracaso en París, y abundaba en todos los tópicos posibles incluso 15 años antes de que aquí, concretamente en Barcelona –por donde habrían de entrar los gitanos en la Península por primera vez, hace ahora 600 años- se tradujera al castellano la novela de Mérimée.
Aquella primera traducción a nuestro idioma de una historia que ya estaba bastante manoseada en francés, la hizo Cristóbal Litrán en 1890. Y fue por tanto a finales del siglo XIX -cuando ya se habían publicado 23 ediciones de la novela- cuando en España empezamos a enterarnos del argumento que implicaba a una trabajadora de la tabacalera de Sevilla pero que, de súbito, apenas trabajaba y era una mujer fatal de raza gitana que volvía locos a los hombres…
La trama, bien conocida, implica a Don José, un exmilitar de origen navarro que cuenta su terrible historia personal después de haberse enamorado de una gitana sensual llamada Carmen y que no solo lo apartó del Ejército, sino que lo arrastró hacia el delito convirtiéndolo en un bandolero como el marido de la propia Carmen, apodado El Tuerto… Don José tolera hasta entonces ese matrimonio, pero ya le parece inaguantable el repentino romance de la gitana con un torero llamado Lucas. Y es entonces cuando el exmilitar, en plena corrida de toros, acuchilla a Carmen y la entierra, si bien no puede con la mala conciencia, se entrega y es condenado a muerte. Tragedia total, por tanto, por culpa de una gitana irresistible.


De cigarreros exigentes a cigarreras que mecían
La realidad del pueblo gitano, y de las empleadas de la tabacalera, era sin embargo bastante más prosaica, dura y cruel, aunque nadie hubiera hecho hasta entonces ninguna obra de arte con ella. Las primeras semillas de tabaco que llegaron a España para ser plantadas lo hicieron por orden de Felipe II en 1577. El botánico Francisco Hernández de Boncalao ordenó plantarlas en los alrededores de Toledo, en la zona conocida como Los Cigarrales porque solía ser invadida por plagas de cigarra. Y por eso a los cigarros, que fueron inicialmente elaborados por hombres, se les empezó a conocer con ese nombre.
Desde el siglo XVII, cuando la población se había hecho tan esclava del vicio del tabaco, se había encargado el Estado de su industrialización y Sevilla empezó a contar, ya desde 1610, con la primera industria tabacalera de toda Europa, establecida en un principio en una casona cerca de la iglesia de San Pedro.
La demanda creció tanto que la Hacienda Real pensó en los impuestos, hasta que se generalizó con la llegada de los Borbones a comienzos del XVIII, cuando la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla funcionaba a pleno rendimiento y se empezó a exigir más calidad del producto, como los que sí tenían los cigarros traídos directamente de Cuba o incluso los que elaboraban las cigarreras de Cádiz, donde sí se había generalizado que contrataran a mujeres. En Sevilla habrá que esperar a 1812 –el año de La Pepa, curiosamente- para que se cambiaran a los cigarreros por cigarreras. Los problemas laborales de aquellos trabajadores habían provocado la suspensión del trabajo de la fábrica un año antes, y el despido de casi 2.000 empleados.
Así que cuando la Real Fábrica de Tabacos volvía a abrir fue con la novedad de la contratación de mujeres, que se habían granjeado buena fama en otras fábricas del país, sobre todo porque su mano de obra era más barata –pues sus salarios eran inferiores al considerarse un complemento del de sus maridos- y estaban menos acostumbradas a las exigencias y más hechas a la disciplina. En 1880, las cigarreras contratadas en la fábrica sevillana eran casi 6.000.
Su trabajo a destajo originó a la larga las primeras organizaciones sindicales e incluso las primeras huelgas que pusieron contra las cuerdas al propio Estado, pues su trabajo generaba una valiosa fuente de ingresos y por tanto su descontento solía desembocar en un problema de orden público –de ahí su fama de que hasta el propio rey les tuviera miedo-, pero también supuso, como recordará José Luis Ortiz de Lanzagorta, el invento de la cuna, pues las chicas empleaban cajones vacíos que rellenaban con plantas y allí colocaban a su sus pequeños, y los ponían debajo de sus mesas de trabajo para mecerlos con los pies.

En esto último se fijaba más bien la gente socialmente comprometida de aquí, aunque el mito de las cigarreras y el de Carmen ya fuera imparable tan lejos de Sevilla… Será en el siglo XX cuando la mirada local desmonte el mito francés de una cigarrera gitana y fatal… Porque Flora Bilbao, la hermana del famoso pintor sevillano Gonzalo Bilbao y que en aquel momento formaba parte de la junta de damas protectoras del consultorio de niños de pecho de Sevilla, le expone a su hermano la problemática realidad de unas trabajadoras cuyas larguísimas jornadas laborales les impedían conciliar con sus vidas familiares, y eso que su trabajo se presuponía que era solo un complemento en sus hogares…
Así fue como Gonzalo Bilbao concibió el más famoso de sus óleos, el de Las Cigarreras, que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Sevilla porque la viuda del pintor, María Roy Lhardy, curiosamente hija de un banquero francés, lo donó en 1939, unos meses después de haber muerto su marido. Bilbao hizo hasta once bocetos distintos de un cuadro que iba a granjearle la gloria. Uno de ellos lo adquirió la Junta de Andalucía en 1994.
Su consejera de Cultura actual, Patricia del Pozo (PP), valora ahora, 110 años después, que lo que “el gran pintor sevillano hizo con Las Cigarreras fue rendir homenaje a las trabajadoras de la Fábrica de Tabacos de Sevilla, cuya figura había sido ampliamente idealizada y mitificada a lo largo del siglo XIX”. “Lejos de centrarse otra vez en el tópico romántico de la Carmen transgresora, Gonzalo Bilbao plasmó en su monumental óleo las verdaderas condiciones de trabajo que estas mujeres obreras tenían en ese momento”, añade Del Pozo.
No en vano, al contrario que Mérimée, que viajó con ojos de turista romántico por nuestro país, o que Bizet, que ni siquiera lo pisó, Gonzalo Bilbao acudió durante cinco años a las galerías de la Fábrica de Tabacos que hoy es sede de la Universidad de Sevilla para retratar a aquellas mujeres con quienes terminó trabando una relación de amistad. Las conocía bien y estaba al tanto de su dura realidad cotidiana.
“La aparente amabilidad de la escena retratada en primer plano del cuadro, en la que la cigarrera amamanta a su hijo ante la mirada de sus compañeras, refleja la triste realidad de una situación de falta de conciliación familiar y laboral de estas trabajadoras”, insiste la conservadora del Museo de Bellas Artes de Sevilla, Lourdes Páez. La denuncia, a través del cuadro, de esta situación resulta manifiesta igualmente en la elección del gran formato del lienzo, que mide tres metros de alto por cuatro de ancho. No se trata de un cuadro para adornar, sino para elaborar un discurso denunciador, “con carácter épico y con aire velazqueño”, señala Páez, “porque nos recuerda a la pincelada suelta de Las Hilanderas”.

Profeta en su patria chica
Gonzalo Bilbao había viajado por Francia con ojo más analítico que los franceses por España. De hecho, después de haber terminado la carrera de Derecho para no ejercerla jamás, como premio a sus notas, su padre le costeó un viaje precisamente por Francia e Italia acompañado por el pintor José Jiménez Aranda, y durante su estancia en París visitó numerosos museos y galerías o estudios particulares, y ya entonces se interesó por las nacientes tensiones entre el proletariado y la burguesía que también iba a focalizar el Realismo literario por aquellas últimas décadas del siglo XIX.
Muchos años después, en 1915, Bilbao exhibirá el cuadro de Las Cigarreras que acababa de terminar en la Exposición Nacional de Bellas Artes celebrada en Madrid. Toda Sevilla esperaba que su pintor se trajese la Medalla de Oro, y especialmente las cigarreras de verdad, tal era la expectación que el cuadro había levantado entre críticos y público en general. Bilbao era ya un hombre maduro, de 55 años, que se había marcado en su carrera de pintor un antes y un después con aquella obra, “y el cuadro había supuesto incluso un punto de inflexión en la pintura sevillana del momento”, señala la directora del Museo de Bellas Artes de Sevilla, Valme Muñoz.
Sin embargo, el cuadro no ganó la medalla. Y la sociedad sevillana, como en desagravio, recibió multitudinariamente al pintor cuando volvió a la Estación de Córdoba. Hay fotos estremecedoras, por el cariño que desprenden, del pintor junto a las cigarreras de veras, que acudieron en grupo para recibirlo. “Muchas de ellas habían sido modelos del pintor para la obra”, recuerda la directora del Bellas Artes, que ya ha concebido un programa de actividades musicales y artísticas con epicentro en el Museo sevillano.
“Las actividades las vamos a organizar con el Teatro Maestranza de Sevilla”, ha explicado Muñoz, consciente de que en 2025 se cumplen 180 años de la novela de Mérimée, 150 de la ópera de Bizet y 110 del gran óleo de Bilbao. “Están previstas varias charlas musicadas, y por supuesto recorridos por los escenarios de la ópera, que comenzarán delante del cuadro, icono del Museo y de nuestra ciudad”, ha explicado.
El discurso de la mentira
Así tituló el articulista y poeta Joaquín Romero Murube su ensayo de 1943, pensando precisamente en los constructores de tópicos desde fuera y en sus palmeros aquí. El conservador del Alcázar se refería ya, hace más de 80 años, “al fabuloso y grotesco descubrimiento que ingleses y, principalmente, franceses, hacen de Andalucía en las primeras décadas de aquel siglo”, en referencia al XIX, pues “vienen a su avío”. “A los franceses lo que les encanta, y ellos elevan al primer rango de sus producciones, son los gitanos, las majas, los toreros, los mendigos, los contrabandistas y demás comparsas. Y surge la gran españolada a base de Andalucía y, principalmente, de Sevilla”.
En aquel mismo libro, señala Murube que “no olvidemos que Carmen surge por la búsqueda arqueológica del lugar geográfico donde pudo ocurrir la batalla de Munda. Pero este es un matiz finísimo y de los más avisados. En términos absolutos, aquí no hay más que un objetivo: bailarinas, gitanos y contrabandistas”, y añade: “Que creyesen todo esto en el extranjero es lamentable. Pero allá ellos, que tienen tan hermosas tragaderas… (…) Lo que indigna es que por catetería espiritual, por incultura, el capricho romántico e interesado de los franceses haya sido tomado como pasto espiritual por algunas gentes. Y los escritorcillos de tres al cuarto; el sainetero madrileño sin pudor y sin respeto hacia Sevilla, hacia Andalucía; el coplero catalán o sevillano, ¡que es lo peor!, al cabo de un siglo, aún nos estén dando versiones de Carmen, o la historia íntima de toreros que ya no son ni toreros”.


Hoy existen rutas del mito de Carmen por Sevilla, pero conviene discernir lo que ha marcado la novela de lo que exageró la ópera y de la realidad que inspiró el marco más fantasioso. Entre la plaza de toros y el barrio de Santa Cruz, su reinterpretación artística ya en el siglo XX ha alcanzado a la zarzuela, al flamenco y al cine, donde se registran hasta 82 versiones sobre la leyenda de Carmen solo en el siglo XX.
Su figura servirá de inspiración a la Generación del 27 e incluso para que, años después, Sanchís Sinisterra escribiese la obra teatral ¡Ay, Carmela! La copla “Carmen de España”, de Quintero, León y Quiroga, ya en pleno franquismo, aprovechará la figura para nacionalizarse restándole silvestrismo y añadiéndole una decencia igualmente artificiosa que poco tiene que ver con la cigarrera real: “Carmen de España, manola. / Carmen de España, valiente. / Carmen con bata de cola / pero cristiana y decente”. El común denominador ha sido, en todo caso, escribir sobre Carmen sin preguntarle a ella. Por eso el cuadro de Gonzalo Bilbao se erige ahora como una ventana a su realidad, y tal vez asomarse a ella, sin paños calientes, siga siendo lo más revolucionario.