A sus 83 años, nadie diría que este marchenero es un anciano. No lo es: ni marchenero ni anciano. Porque Jesús García Solano nació en la localidad cordobesa de Aguilar de la Frontera en plena posguerra y no lo trajeron a Marchena hasta los siete años. La ancianidad, por su parte, es una etapa de la vida más pasiva que nada tiene que ver con la actitud creadora y saltarina de este señor al que simplemente no le incomoda tener el pelo blanco. Su memoria sigue intacta: su padre era practicante y su madre, confitera. Pero al saltar de una provincia a otra por esos sueños progresistas de la época, la familia, con cuatro hijos y que ya en Marchena tuvo a la niña, se vio al exclusivo amparo de las inyecciones del cabeza de familia, de modo “que aquí no había dineros para los estudios”, recuerda Solano ahora, tres cuartos de siglo después.
“Para la gente pobre solo había entonces dos salidas formativas: o meterte a cura o ingresar en el ejército, y a mí lo primero no me iba demasiado”, sonríe, y recuerda asimismo su paso por la madrileña base aérea de Cuatro Vientos, donde estudió lo que le dejó el primer impulso de su juventud y terminó allí de ayudante de informador de Meteorología. “No duré ni un año”, evoca ahora que la vida le tenía preparadas tantas vueltas y revueltas hasta convertirse en lo que es hoy: un poeta, investigador y hasta inventor de instrumentos musicales que no ha renunciado a tener su propia carpintería como una fábrica de sueños; un conferenciante sobre los más variopintos asuntos arqueológico-musicales del que su propia esposa, la maestra de escuela marchenera Mari Carmen, sonríe entre la admiración y la retranca para decir: “Yo lo que hubiera querido es un marido normal”.

Con el extraordinario Solano, tuvo dos hijos y se hicieron una casona a la medida de su incesante creatividad, es decir, como para convertirse en el mayor museo de instrumentos innovadores que uno pueda imaginar. Pero, por detrás de aquel deslumbrante personaje, siempre hubo un mago de la palabra con un exquisito poder de convicción que aplicó su natural talento en el laberinto de las aceitunas que lo estaba esperando en su propio pueblo de acogida, adonde regresó de Madrid sin oficio claro y mucho menos beneficio para que su padre lo volviera a poner en manos de una conocida fábrica local de aceitunas rellenas que, silenciosamente, le iba a cambiar la vida. “Yo entré en la Marciense sin saber muy bien a qué dedicarme allí”, recuerda ahora quien iba a ser su principal comercial por toda la Península, “pero como soy de natural curioso enseguida me empapé de todos los tipos de aceitunas del mundo, de las que se hacían aquí, de sus características, de su proceso de maduración, manipulación y envasado y los dueños enseguida me fueron dando responsabilidades”.
Solano sabía vender, que era lo principal. “Es que en la vida tú puedes hacer lo que sea como el mejor del mundo, pero si no sabes venderte, no sirve de nada”, aconseja ahora este jubilado de todo menos de la ilusión por seguir aprendiendo, desde una mecedora de su patio. El caso es que lo nombraron representante de la Marciense, aquella gigantesca fábrica de aceitunas de todos los tipos y tamaños deshuesadas y rellenas de pimientos, de anchoas, de cebollas, jalapeños o almendras. “Empecé a viajar, sobre todo para ir nombrando representantes de ventas de nuestras aceitunas en todos los rincones de España”, cuenta, entusiasmado por ese don de gentes que nunca ha perdido. “Yo enseguida me daba cuenta de si el tipo valía o no. En cuanto empezaba a charlar con él, ya sabía yo si aquel hombre iba a vender aceitunas o no, porque eso se nota”.
Solano se llevaba entonces semanas, meses, fuera de su casa, viajando al olor comercial de sus aceitunas rellenas, que fueron las que le permitieron “ganar mucho dinero” para dedicarse a lo que siempre le había apasionado: “la literatura y la música”. Él mismo se fabricaba sus ratos de descanso para investigar en las bibliotecas de allá por donde pasaba como un comercial aceitunero que, en rigor, era un poeta “con unas ansias infinitas de aprender”. “Ha sido siempre mi pasión: investigar lo que sea y llegar al fondo de sus causas”.
El hombre orquesta
“Yo nadaba en el dólar”, reconoce Solano, acordándose de las posibilidades que le dio la fábrica de aceitunas Marciense no solo para conseguir dinero, sino tiempo libre que emplear en sus auténticas pasiones. Aficionado a la música desde siempre, hechizado por los misterios matemáticos del compás y la armonía, entusiasta de acariciar diversidad de instrumentos sin saber interpretar ninguno, Solano pudo devorar libros, recibir clases incluso de maestros de la talla del gran pianista flamenco José Romero y experimentar las posibilidades de mejora de cuantos instrumentos caían en sus manos. Hoy por hoy, sabe tocar unos 60, desde el clarinete a la armónica y desde el piano al oboe, pasando por otros muchos artefactos musicales de viento y madera y, por supuesto, toda esa gama de instrumentos más o menos primitivos que él mismo ha concentrado en su cencerrófono pastoril y atonal con el que está en disposición de explicar, en la teoría y también en la práctica, “la música primigenia de los sentimientos prehistóricos de los hombres”.

En ese mueble sonoro y móvil, situado en el patio central de su propia casa y terminado de facturar hace solo dos años, Solano concentra campanas, campanillas, cencerros, esquilas, conchas marinas, cañas, huesos, pieles, piedras, caparazones de tortuga, tamboras, timbales, metales y cuernos con los que es capaz de ofrecer un concierto de los sonidos más básicos y tremendos que en el mundo han sido, desde las llamadas de alerta hasta el sonido del agua, desde el aullido de la madre tierra hasta el terror de los bombardeos.
Pero si hay unos instrumentos -en plural aunque en rigor sean uno- del que Jesús García Solano es un auténtico maestro son las castañuelas. Y todo empezó por un accidente en el bar de su pueblo. Se cayó de espaldas y se partió el radio a la altura de la muñeca. Aunque tuvo la paciencia mínima para la convalecencia y luego se dispuso a la rehabilitación clínica, como su mente es un auténtico volcán regurgitador de ideas, enseguida se le ocurrió pedirle a su mujer las viejas castañuelas que ella tocaba en su juventud. “Ahí están”, me dijo, “y me las coloqué en cada pulgar sin mucha esperanza”. Lo que seguramente no imaginaba Solano entonces es que no solo aprendería a tocarlas a la perfección, sino que aquel particular sonido de crótalos acompasados lo llevaría a indagar en su origen hasta arribar en la prehistoria. Para colmo, se aficionó a la colección de castañuelas hasta el punto de que, una vez que el ejercicio continuado de su particular interpretación le devolvió la movilidad de las manos –“pareció un milagro, pero era real”– se aficionó al coleccionismo de castañuelas de todas las formas y colores y, cuando en casa se fueron a dar cuenta, tenía varias decenas.
El 'castañófono'
Fue uno de los más afamados constructores y vendedores de castañuelas de Sevilla, por cuya tienda iba Solano tanto, quien le dio la idea de uno de sus inventos mejor perfeccionados. Juan Vela, de la casa Castañuelas del Sur, hijo de Filigrana, le enseñó una especie de tabla en la que había fijado por medio de su propio cordón siete u ocho castañuelas a un clavo, de manera que, con los dedos, podían tocarse alternativamente, con el único problema de que los cordones se destensaban muy rápidamente y había que volver a atarlos con determinación. Solano se llevó la idea y la masculló durante meses, hasta que presentó en sociedad y en la oficina de patentes un castañófono mucho mejor construido, con una palometa trasera que regulaba la tensión, la altura y el volumen que quería imprimirle a cada castañuela, con mayor número de ellas y embutidas en un mueble mucho más decente al que él, por ciertos encontronazos dialécticos con las herederas de Juan Vela, llamó enseguida “castañófono sinfónico”.

“Esto es lo que hacía falta, me reconoció Juan”, cuenta Solano ahora, satisfecho de haber dado con las teclas necesarias. “Yo no voy a negar nunca que la idea me la dio Juan, ni mucho menos, pero el invento lo perfeccioné yo para que suene como lo hace y además lo patenté”, insiste Solano, mientras hace una demostración de cómo suena este nuevo instrumento de exquisita percusión cuyas castañuelas están dispuestas en orden descendente de gravedad y con las que el intérprete no necesita ni uñas porque se sirve de una gotita de aceite de máquinas de coser en cada superficie para imprimirle una pátina resbaladiza que facilita la velocidad de ejecución.
Desde lejos, el instrumento parece un piano, pero cuando uno se acerca descubre que, en vez de teclas, son castañuelas. El castañófono lo ha llevado luego por decenas de foros interpretando el instrumento y dando conferencias al respecto, del invento y de la historia de las castañuelas. Porque, además, resultó que la pasión por las castañuelas no lo abandonó y siguió coleccionando las que encontraba por todas partes, hasta el punto de que en León, cerca de Astorga, descubrió un anticuario que tenía muchísimas y con siglos de antigüedad. Solano no solo se las compró todas, sino que él mismo construyó unos gigantes estuches para ir clasificándolas según tamaño, procedencia, uso y ornamentación. Actualmente, tiene alrededor de 500 pares de castañuelas, la mayor colección del mundo.
Al principio fue Joaquín Turina
El niño Jesús García Solano llegó a Marchena el mismo año en que el compositor sevillano Joaquín Turina, al que él tanto admiró desde que aprendió piano, moría en Madrid, 1949. Algunas décadas después, cuando el niño Jesús ya era un respetado comercial de aceitunas por la capital de España, descubrió que al compositor apenas lo recordaba nadie, de modo que toda su obsesión investigadora se centró en focalizar su vida y obra y en ponerse a disposición de la familia madrileña del músico.

Publicó tantos estudios sobre Turina e incluso dio tantas conferencias sobre el genio, acompañadas de instrumentos musicales y voces, que cuando en la sevillana Expo del 92 se le hizo un homenaje en el Maestranza fue la propia familia de Turina la que exigió que allí estuvieran Solano y su esposa. Aquel mismo año inolvidable para Sevilla también lo fue para él porque consiguió dirigir los viernes poéticos de la Sevilla Universal en la Casa de las Columnas, con poetas de ambos lados del Atlántico. Luego, cuando el entonces recién nacido periódico Diario de Sevilla quiso publicar unas páginas especiales sobre Turina, en el 50º aniversario de su muerte, también fue la familia del compositor, desde Madrid, la que tuvo que indicar que tenían muy cerca de la capital hispalense al experto ideal para que las escribiera.

Para entonces, Solano avanzaba hacia su jubilación laboral y labraba su futuro como escritor, apoyado por la editora de un periódico granadino. Ya había publicado poemarios como A orillas del bronce, Jirones de sentimientos o Cantos de espera, pero le faltaban la mayoría: algunos sobre flamenco, coplas olvidadas o saetas, como Al compás de mis duendes o Quejíos de amor, y otros muchos que aprovechaban su doble pasión músico-literaria, como De la música al verso, ya de 2008, o Cuando la luz vuelve, de 2003. Y como había encontrado tiempo para sacarse el título de técnico profesional en reflexología podal y el título de musicoterapeuta en la Universidad Antonio de Nebrija de Madrid, aquella nueva formación le abrió un nuevo universo de posibilidades investigadoras. Así que unió la poesía, la música, los instrumentos y su formación como terapeuta para darle salida a ese último perfil suyo que piensa exclusivamente en mejorar la vida de los músicos, empezando por los guitarristas.
La guitarra más ergonómica del mundo
Fue por la buena acogida del guitarrista Niño Elías, de Alcalá de Guadaíra, con quien Solano mantenía una relación artística gracias a sus conferencias ilustradas, por la que pudo confiar plenamente en que la guitarra que estaba diseñando iba a servir realmente para acabar con las patologías de los guitarristas. Se lo confirmó igualmente El Niño de Pura, que quedó maravillado con las modificaciones que el investigador marchenero había ido implementando en el instrumento.
“Por el sobreuso, observé que los guitarristas son músicos que tienen más patologías que el resto, aunque concretamente destacan tres: la parte metacarpiana de la mano izquierda, por la postura que tiene que realizar la muñeca para los acordes de cejilla; luego, al abrazar la guitarra, la parte cubital sufre la presión que hace que la mano derecha tenga calambres, y por último, cuando el guitarrista clásico tiene que levantar la pierna izquierda para apoyar la guitarra, la espalda sufre un desequilibrio que repercute en la columna, pudiendo llevarlo a hernias discales”.

Lo dice un amante y conocedor de miles de instrumentos en la tierra de Melchor de Marchena que se dispuso enseguida a inclinar el diapasón para que la mano del guitarrista llegue más cómoda al bordón y doblar la tapa armónica para que el nervio esté más descansado. Solano, entre su carpintería particular y la del guitarrero de Gilena Jesús de Jiménez, que accedió a mejorar sus bocetos con materiales de primerísima calidad y teniendo en cuenta la volumetría del instrumento, ha creado numerosos modelos de guitarra ergonómica, entre los que destaca el flamenco, el clásico y el mixto.
Solano pasa en su casa de unos modelos de guitarras a otras, saca su última ocurrencia para hacer conciertos de percusión urbana o sorprende con una mezcla de cajón y bongo, o con un enorme cuerno de antílope que él mismo se ha ofrecido a tocar en las sinagogas judías y que saca, toca con maestría y vuelve a guardar en una funda, pero jamás se sienta tranquilamente como un anciano de 83 años en su casa de Marchena. Quizás porque, aunque lo parezca, no es un anciano y tampoco es de Marchena. Justamente por eso la ciudad lo acaba de nombrar Hijo Adoptivo.