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Juan Begines, a punto de convertirse en octogenario, estrenó su mayoría de edad con una bicicleta de segunda mano que disfrutó más por restaurarla y exponerla como un apreciado tesoro que por las carreras que había dado con ella. Este palaciego, apodado El Santito, recuerda aún, con la misma lucidez prístina que aplica a la explicación de cada una de las decenas de miles de piezas que guarda en su particular museo, la tarde aquella en que venció la negativa de su padre a comprarle una bici nueva y su primera determinación de hacerse coleccionista de todo.
“Desde entonces no he parado de restaurar cosas viejas hasta convertirlas en piezas de museo”, dice mientras abre la primera cortinilla que tapa la planta baja de su propio domicilio, dedicada al fascinante universo de los vehículos desde mucho antes de que empezara a configurarse su propia memoria, porque algunos de los monopatines que conserva en perfecto estado de revista son de la época de sus padres o abuelos, de cuando el siglo XX empezó a desperezarse sin que nadie sospechara aún el sino bélico que le aguardaba, por ejemplo, a ese otro camión de la época de la II República que encontró despedazado y ruinoso en Figueres y que él se trajo, cargado de motocicletas herrumbrosas, cuando su trabajo en Telefónica lo fue llevando con el hilo conductor del cable coaxial por el Levante español… “Yo me llevé más de veinte años trabajando por toda España, no hay rincón que no haya visto”, dice, “y de todas partes me traje algo que encontré o que me dieron porque nadie daba una peseta por las cosas viejas”.
En ese camión de Figueres, que llegó a Los Palacios y Villafranca hecho un amasijo de hierro tenebroso, “trabajamos mis hijos y yo más de ocho años hasta ponerlo como está hoy”, dice orgulloso Juan, arrancándolo y con el codo en la ventanilla, como si fuera por la carretera a ochenta kilómetros por hora como de hecho siguió circulando con él durante años, hasta para pasarle la ITV en Utrera tres cuartos de siglo después de que el camión hubiera cargado tantos cuadros del Museo del Prado en aquel rescate de urgencia que hicieron los intelectuales republicanos cuando las bombas de la guerra civil.
“Este camión tiene su historia”, ratifica Juan, mientras contiene una lágrima porque también recuerda la suya propia, aquellos años en que sus hijos Juan Pedro y Óscar le ponían la misma pasión que él a esa resurrección que iban aplicándole a cuantas bicicletas, triciclos, ciclomotores, motos, vespas y coches caían en sus manos con la esperanza de una vida nueva, acharolada y destinada tal vez a los desfiles extraordinarios de tantos novios que soñaban con un coche de época para el día de su boda. Su hijo Óscar falleció en un accidente cuando tenía la misma edad que Juan al iniciarse en la pasión por el coleccionismo. Y aquella muerte prematura a finales del pasado siglo empujó a El Santito a aferrarse con más ahínco en su propia obsesión rescatadora.
En esa planta baja de su propia casa, en la que Juan y su mujer han reservado solo 90 metros cuadrados para la vivienda en sí, no solo se amontonan en un minucioso orden que aprovecha cada centímetro coches de época que encierran historias de propietarios que no los sobrevivieron, de cónsules americanos y de trabajadores a los que el Seiscientos o la Guzzi les marcó la existencia, sino herramientas de la prehistoria mecánica y cientos de coches de juguete, en riguroso orden de formas y tamaños, que conservan en su preciosismo centenario la ilusión intacta de niños que hoy tienen la edad de Juan o que la tuvieron hace ya mucho tiempo. La sección de juguetes, en todo caso, se extiende por rompecabezas, muñecas, carritos, aros, balones, caballitos de cartón, scalextrics, futbolines, combas y cromos de cuando la chiquillería jugaba todavía en la calle.
Vanas promesas sobre la vida de nuestros bisabuelos
Recorrer el museo de El Santito es hacer un viaje al pasado, pero tan intrincado y largo que siempre se abre una nueva puerta cuando uno piensa que ha llegado al final. Se necesitarían días completos para apreciar cabalmente la infinita riqueza etnográfica y tecnológica desparramada a lo largo y ancho de sus dos plantas, y parece mentira que todo se comprima en 500 metros cuadrados. También parece mentira que, en todo lo que llevamos de siglo XXI, los sucesivos gobiernos municipales le hayan estado prometiendo a Juan, como con el cuento de la buena pipa, ese sueño de un local público, con un espacio tres o cuatro veces más grande que permita colocar en condiciones, y con una catalogación más didáctica y rigurosa, los cientos de miles de piezas con que aquí puede reconstruirse la vida de nuestros bisabuelos en todas sus facetas. “Me lo prometió Antonio Maestre hace ya un montón de años”, dice Juan en referencia al ex alcalde socialista que salió del Ayuntamiento en 2011…, “y a mí no me gusta criticar a nadie ni meterme en política, pero la realidad es que todo sigue igual entre quien entre”.
El actual alcalde, Juan Manuel Valle (IP-IU), también llevó en su primer programa electoral el proyecto del museo público de Juan Begines, pero pasó una legislatura y otra y otra, con sus sucesivas mayorías absolutas, y la idea del museo solo reaparece, como el Guadiana, cuando se acercan las elecciones y hay que fabricar ilusión en la realidad virtual de los mítines. Al menos para los últimos comicios municipales se señaló un terreno concreto, el que se liberó tras el derribo de las antiguas casitas de los maestros, en el barrio de El Pradillo, y se recuperaron los metros de las garras de un fondo buitre. Pero el terreno sigue ahí, tan inhóspito que ni siquiera aparcan los coches por la irregularidad de su firme. “Yo no he sabido nada más”, dice Juan con un gesto de resignación que se mezcla con el vértigo de cumplir 80 años sin que ninguna institución, ni pública ni privada, haya hecho el mínimo amago de reconocer la labor de su vida entregada a esta causa.
“Me han llegado varias ofertas de Dos Hermanas, con naves espaciosas, para que me lleve el museo allí”, advierte Juan, “pero a mí me da una pena enorme sacarlo de aquí porque el museo debe ser de Los Palacios”. Lo dice él, y lo repiten los partidos de la oposición, que igualmente han llevado en sus programas electorales –solo palabras- fantásticos proyectos de un futuro museo que sería la envidia de otros muchos municipios que ya quisieran contar con esta riqueza. De hecho, cualquiera de los museos de costumbres populares de Andalucía, ni siquiera el de Sevilla, le llega al de Juan Begines a los primeros peldaños de su escalera. El museo es, sin duda, una referencia para estudiantes, investigadores y profesores universitarios, para curiosos coleccionistas y amantes del pasado, para los departamentos de Tecnología de todos los institutos de la comarca, que hacen visitas con su alumnado cada curso, para el renovado asombro de todas las sedes provinciales del programa del Aula de la Experiencia de la Universidad de Sevilla y para ese escaso perfil del turista que viene a Los Palacios y Villafranca a algo más que a comer excelentemente en sus restaurantes. “Pero nadie es profeta en su tierra”, sentencia un vecino cuando Juan echa el cerrojo de su museo, el de un macizo portón centenario “que me traje de Jerez” y a cuyo extraño candado “tuve que fabricarle yo mismo la llave”.
La Cultura que se puede tocar
El museo de El Santito contiene miles de libros de todas las disciplinas imaginables, pero esa desperdigada biblioteca es lo de menos en un templo del saber que empieza a entender la cultura por los cubiertos con que se come. Repartidas por secciones, las piezas del museo se coronan por la primera de cualquier ámbito que llegó a Los Palacios y Villafranca: el primer surtidor de combustible, donde repostaban los escasos vehículos que pasaban por la travesía a la altura de Los Cuatro Vientos porque aquí se contaban los coches con los dedos de una mano; la primera torre eléctrica que impulsó la energía para las primeras bombillas allá por 1910; la primera centralita telefónica situada en la calle Arenal y que daba acceso a los 49 números telefónicos en la época en que todos los números de España cabían en un libro gordo como el de Petete; la primera gramola que aterrizó en el pueblo con el son romántico con que los bailarines no podían agarrarse aún; el primer aparato de optometría, el primer juego de probetas de laboratorio, la primera bomba encontrada tras la guerra, la primera radio y el primer televisor, el primer termo para calentar el agua, la primera máquina de escribir y la primera caja registradora, el primer proyector de aquel cine Alegría que tiraron desde bien alto porque ya no servía y Juan fue a recogerlo, como todo, para reconstruir con la paciencia de un alquimista medieval nuestra propia historia hecha añicos por el olvido.
Y en ese universo de novedades, hoy convertidas en reliquias, el visitante –que paga dos euros por casi dos horas de recorrido- se va encontrando vestigios vitales que ayudan a construirnos una idea de cómo vivían nuestros antepasados en esa larga madrugada que se extiende desde el siglo XVIII hasta el final del franquismo: los instrumentos del campo y de la casa para terminar de manufacturar los alimentos, los molinos, las pesas, las esportillas, los fuelles, las llaves, las sogas, los anafes, la vestimenta y sus modas, las mantelerías, los baúles, los aperos de animales, el básico instrumental para los partos, las armas de caza, los discos de vinilo o de pizarra, la cartelería, la prensa y la propaganda, las cámaras fotográficas, los catalejos y el tabaco, las embarcaciones, las diapositivas y los negativos, los relojes y los sifones, los toneles y la cacharrería de barro, los ventiladores y el material escolar y deportivo, las camas y la orfebrería y los santos y las palanganas y los trajes de fiesta y los instrumentos musicales, todo ello en un rosario de ejemplares paulatinos que nos hacen viajar a través de las décadas para obligarnos a comprender que la evolución de cada invento es también nuestra propia evolución y que la aparatosa tecnología de nuestros antepasados fue menguando en tamaño y creciendo en eficiencia hasta este presente en el que todo lo controla la obsolescencia programada para que siempre volvamos a empezar.
La eternidad amenazada
Juan Begines sorprende a cada paso por su museo como en un juego de muñecas rusas, porque a cada paso por una habitación se abre otra que reconstruye un salón decorado según la moda modernista y en el salón se tiene acceso a un dormitorio de la misma época, con la cama de aquella Narda que eternizó el escritor palaciego Joaquín Romero Murube acordándose de su paisano Joaquinillo Pizarro en Pueblo lejano, y el dormitorio, con lámparas de película muda, incluye un baño con los sanitarios de cuando él mismo nació, con la palangana en que lo lavaron por primera vez en 1946, y al lado se abre la puertecilla de una bodega con prensa para vino o para aceite y así hasta el infinito que parece concentrado, multicolor, en la recreación de la tienda de ultramarinos que tenía su propia madre cuando él vino al mundo… “Aquí está el resultado de toda una vida recogiendo tesoros que parecían inútiles, y no sé qué va a pasar cuando yo falte”, dice él, que mantiene el conjunto con una pulcritud difícil de entender si no fuera porque él mismo explica que dedica cada día de cuatro a cinco horas solamente a limpiarlo todo, por fases, y si no fuera porque uno lo oye ofreciendo cumplida información del origen, del significado y de la utilidad de cada objeto que el avasallado visitante va señalando con el dedo con los ojos abiertos como platos y el corazón al ritmo de cabalgadura que solo puede imprimirle la nostalgia.
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