El padre de Antonio, desde muy pequeño, quiso que fuera tabernero y heredara el negocio familiar, pero él no se veía trabajando detrás de una barra, por lo que lo descartó pronto, para disgusto de su progenitor. En su lugar, quiso vivir del arte. Hacía dibujos y manualidades, pero después de intentarlo y malvivir una temporada, encontró su verdadera vocación: construir chozas. Fue por casualidad. Por aquel entonces, a finales de los 80, se dedicaba a hacer mermeladas y bizcochos y a venderlos en mercados ecológicos. Un día necesitó sombra para el género y construyó un sombrajo, lo que le dio la idea. “Al principio no apostaba nadie por mí, me veían con el coche cargado de cañas y me decían que estaba loco”, rememora Antonio Saborido Gandano, que ahora es maestro chocero, con casi 30 años de experiencia a sus espaldas.
Antonio dice que es un enamorado de la naturaleza, por eso no se le ocurre “cortar un árbol” para realizar su trabajo, a pesar de que los materiales que utiliza los consigue en un radio máximo de unos 15 kilómetros del lugar en el que se ubica la choza. La de este reportaje está en una finca situada a las afueras de Medina Sidonia. Para llegar a ella hay que cruzar una verja y pasar por un estrecho y empinado camino de tierra, con curvas, tras el que se descubre una verdadera maravilla. La choza en cuestión, para uso residencial, tiene unos 40 metros cuadrados de superficie aprovechable en planta, y un cuarto situado en una entreplanta, con terraza incluida con vistas a la Sierra de Cádiz y a la Bahía. “Así da gusto trabajar”, proclama Antonio, que tiene a su cargo a unos cinco trabajadores, que tardarán unos seis meses en concluir la obra, que está bastante avanzada.
El interior de la choza. FOTO: MANU GARCÍA.
Él y su cuadrilla se encargan de todo. Primero inspeccionan el terreno en el que se va a construir la choza —estudian los litros de agua que caen al año, la orientación del sol…— y lo acondicionan, para luego hacer los cimientos con cantos rodados —“para evitar la humedad”, explica Antonio—. A continuación se le da consistencia al suelo, se construye un zócalo de piedra que queda a media altura —“para evitar humedades”—, se realiza el encofrado con cañas, las paredes se van rellenando con adobe, se monta la estructura de madera que sostiene el techo, que lleva unos 30 centímetros de pasto, se enfosca, se suela y se blanquea con cal, por fuera y por dentro. Además, también se amuebla. Un proceso, grosso modo, que lleva en torno a medio año, en función de las características de la choza.
Uno de los trabajadores de Antonio. FOTO: MANU GARCÍA.
“Aquí hemos dado la espalda a lo nuestro”, sostiene este vecino de la localidad de Arcos, gran defensor de las tradiciones y del medio ambiente. “Soy un bohemio, sigo siendo un soñador y un aventurero”. Lo dice alguien que estuvo cinco años viviendo en el castillo de Castellar, el último refugio hippie de la provincia, donde cuenta que conoció a la piedra “más profundamente”. “Para dedicarte a esto tienes que tener conocimiento botánico”, abunda. A él se lo proporcionaron el contacto con la naturaleza y los saberes que le transmitieron pintores y escultores que residieron en Castellar. “Me sirvió para aprender, fue una etapa preciosa”, rememora, aunque también recuerda a quien considera su gran maestro, Pepe el pastor, con quién construyó una choza que albergó una de las primeras discotecas de Arcos. “También hacíamos sombrillas para la playa”, reseña, en los que fueron sus primeros encargos.Antonio, que ha viajado por todo el mundo en busca de otros modos de construcción de chozas, asegura que las mejores las ha visto en Sudáfrica y Alemania. Aunque también ha pasado por Tailandia, Vietnam, Camboya, Panamá, varios países africanos… “El 60% de la población mundial vive bajo una cubierta de choza”, señala cuando se le pregunta por los motivos del pequeño boom de un sector al que se dedica en cuerpo y alma. De hecho, imparte cursos y conferencias para compartir sus conocimientos. Eso sí, avisa del riesgo que pueden tener: “Algunos van una semana a un curso y se creen que saben construir chozas, y no es así”.
Gandano asegura que no les falta el trabajo y que no hay más demanda “porque falta gente que se dedique a esto”. De hecho, no conoce a nadie más que lo haga. “La gente cada vez quiere menos ladrillo”, dice, y enumera las ventajas de vivir en una choza: “Aísla el ruido, en invierno está calentita y en verano es fresca”. El constructor relata que para sus creaciones no utiliza "nivel ni plomada". "No puedo hacer una vivienda rígida", añade, en lo que llama "la perfecta imperfección".
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