De una pequeña puerta sale una señora con 200 gramos de jamón y 150 de queso. Una mañana en la que llovía a mares se ha desplazado a los ultramarinos La Diana, uno de los dos locales de este tipo que sobreviven contra viento y marea en el casco histórico de El Puerto. El propietario José Sánchez, a sus 79 años, sigue atendiendo desde el mostrador de este negocio situado en la calle Palacios, esquina con San Bartolomé.
Lleva 65 años de su vida entre conservas, chacinas y legumbres. En 1955 entró y nunca salió del diminuto establecimiento repleto de productos de alimentación ordenados perfectamente en las estanterías. No cabe ni un alfiler en aquel rincón vetusto que rebosa de singularidad e invita a recorrer con la vista el amplio surtido que presenta. José comenzó “de chiquillo, con 14 años, nada más que falté el tiempo de la mili, entré supliendo a un muchachito que se puso malo y ya me quedé aquí hasta hoy”, cuenta.
Aunque desconoce quién fundó el negocio, sabe que un tal Antonio Camacho le entregó la propiedad a Isidro Gómez Recalde, el dueño de la tienda cuando él llegó. “Él fue pasándolo a varios muchachitos por aquí, pasó un hijo de él, un dependiente y después pasé yo”, recuerda el portuense que se hizo cargo del ultramarinos después de regentarlo la viuda del propietario, Pilar Jiménez, “me lo dejó en vitalicio”, dice.
Desde que tiene uso de razón el local desde donde conversa con lavozdelsur.es “siempre ha sido de negocios”, concretamente, menciona cuando, junto a la tienda, “había un bar, aquí a la derecha, pero de esto hace muchos años, eh”, advierte José. “Dicen que debe estar abierto desde hace por lo menos 120 años”. No lo tiene claro, pero está convencido de que el edificio donde se encuentra, “tiene 200 y pico de años”. Una placa colgada en la fachada lo confirma. Curiosamente, el ultramarino se ubica justo al lado de la casa en la que vivió el conocido escritor norteamericano Washington Irving en el otoño de 1828. El romántico universitario aterrizó en España allá en el siglo XIX y merodeó por la acera que pisa José cada mañana para abrir el local.
En su interior, “está más modernito y se ve un poquito más llenito, antiguamente no estaba como está hoy”, sostiene el que con los años ha mantenido el ultramarino con buena cara pero con la esencia de siempre. Según el portuense, “de especialidades siempre hay algo, tenemos buenas legumbres, buenas cosas y por ahí es donde vamos un poquito más fluidos. Se vende, garbanzos, habichuelas, ahí vamos tirando”. Miel pura del pinsapar, conservas, bacalao, una hilera de jamones, botellas de vino, quesos y botes con fabes de todo tipo llenan cada hueco. “He trabajado casi de todo”, añade mientras pasa sus manos por el babi que conserva y que “antiguamente todo el mundo lo llevaba”.
José destaca el pimentón, pero también las lentejas guardadas en recipientes que venden empaquetas y también a granel. Él las sigue preparando como se ha hecho siempre, envueltas en un papel de estraza. “Si queréis yo lo lío delante de ustedes, que eso no lo hay ya”, comenta el que rápidamente coge un puñado de lentejas y las introduce en una hoja. Cuando termina explica que siempre lo ha hecho así y así continuará.
La Diana rebosa de encanto. Con el tiempo se ha convertido en un sitio muy característico que atrae a muchas personas. “Los que vienen de fuera me sacan fotos, yo he recibido fotos hasta de una china que estaba haciendo un recorrido sobre los vinos, paró aquí y se sacó una foto conmigo y todo, y me mandó una copia”, dice el que también ha notado una bajada en las ventas en los últimos años, acentuada por la dichosa pandemia.
“Antiguamente esto estaba mejor que ahora, vendíamos más y teníamos una clientela diferente. Antes teníamos a muchas familias que lo dejaban fiado que pagaban por semana o por meses y había señores que pagaban hasta por año, la gente de campo”. La nostalgia se nota en la voz de José, que defiende el comercio local a capa y espada. Antes venía la gente del centro, pero, según siente, “ya no hay barrio, todo el mundo está en barriadas, muy lejos, y las ventas están más bajas, con las grandes superficies ha bajado todo”.
Además, ha notado la crisis, “ahora por las tardes estoy abriendo muy poco porque no hay nadie”. Pese al bajonazo y al devenir de los tiempos, José valora a su clientela fiel, la que lleva comprando en la tienda toda la vida y le da un empujón para resistir. “Incluso de Vistahermosa vienen por jamón y muchas cositas todavía”, expresa el propietario que siempre ha prestado su ayuda a los pobres que “no tenían para comer y venían a pedirme”. Otro establecimiento con solera que tiene la suerte de no ser todavía un recuerdo más de los portuenses.