Antes de reproducir la entrevista, hace falta una explicación. Quienes siguieran las andanzas de mi colega El Figa por las calles de Madrí sabrán que su corazoncito hipster colapsó el verano pasado en la Colonia Fin de Semana, la Finisterra de la capital. Lo di por disipado y a mí me di por loco. “La clásica crisis de pánico por el vacío informativo de agosto”, me dijo una psicóloga y me recetó un duro régimen de reposiciones de Al rojo vivo. “Funcionará aunque sean repetidos”, atajó mis dudas, “es solo estimulación sensorial: es a la información lo que Matrix a los humanos de incubadora, o sea, una simulación. Escribí un paper que…”, me sopló 50 pavos por el consejo y me pasó un pdf de su estudio que no le pedí en ningún momento.
El caso es que a mitad de julio El Figa me escribió una carta. “Con este manuscrito quiero…”, empezaba. Se expresaba de manera más incomprensible que de costumbre. El papel estaba lleno de vaguedades. No se entendía lo básico. A saber: dónde cojones estaba y qué idem me proponía. Decía cosas como: “Estoy donde nada llega”, “donde habita la verdad”. En todas las misivas colaba de algún modo la palabra manuscrito: se le ponía la letra más aguileña al escribirla. La posdata de la cuarta o quinta carta me aclaró las cosas: “He podido tocar la felicidad”. Acabáramos: El Figa se ha metido a espiritual.
Explicándole algunas disertaciones personales sobre anuncios de hemorroides, conseguí bajarle un poco a la tierra y que contara por qué me había contactado.
—Tengo una sección. Tú calla—anotó como si yo pudiera interrumpirle—. Voy a entrevistar muertos ilustres de la historia de España. Ya he hablado con Alfonso XIII y he quedado con Millán Astray.
—¿Y cómo hablas con ellos? ¿Tienes bluetooth en el chakra o algo?
“Me cago en tus muertos, así, manuscritamente”, contestó. Y lo hizo con propiedad porque, de hecho, acababa de conocer a mis muertos. Pedí pruebas y fue irrefutable. Me dijo que mi abuela le había contado que me sorprendió a los 11 años en plena exaltación con una foto de María Abradelo, que era como la Xuxa que teníamos en Valencia. Me avergoncé y me rendí a la evidencia, aunque sin reconocérselo abiertamente: los escépticos solo aplaudimos las pruebas que nos interesan. Total, que El Figa me puso una condición: mi papel debía limitarse a transcribir tal cual lo que mandaba. Y yo, que en el momento de responder andaba un poco despistado pensando en la Abradelo, le dije que sí. Así será.
Desayuné un café moca con sirope de agave y leche de avena. Bebí tres vasos de agua templada, realicé varias respiraciones. No lo hice porque fuera a entrevistar a un rey; es mi rutina, me ayuda a sentirme sólido. Nadie, en este país, sabe lo que es entrevistar a un rey. Digo entrevistar, punzar, no barnizarle la corona.
Me esperó en Sol, llegó demasiado puntual. Estaba apoyado en la peana del Oso y el Madroño. Vestía sus galones, como en los cuadros, y posaba. Inclinaba la cabeza “Señorita”, al paso de niñas que no llegaban a los veinte, “Sééñorita”, sorprendiéndose con cada una, cada vez más esdrújulo. Me acerqué: “¿Alfonso León Fernando María, eeh, Borbón?”. “¡Don Figa!”, y me ofreció su mano blanda como esperando que yo supiera qué hacer con ella. Sonrío mucho. Olía a huevos podridos. Pensé que sería del mismo estar muerto, y me supo mal hacérselo notar. Pero luego leí en un blog que el rey sufría halitosis, y que la República le arrebató el trono y la carta blanca en los burdeles: las putas, mientras era el jefazo, se lo tomaban tapándose la nariz como un jarabe, pero, desaparecido el cetro, empezaron a escaquearse sin disimulo.
Estaba entusiasmado. Se alegraba de verme. Dio dos palmadas en el pie de la estatua del Oso, miró al animal, le hizo una carantoña. “¿Has visto? ¿eh?”. Nos movimos para buscar un bar: “Acabo de desayunar: tengo hambre”, sentenció. En el camino fue señalándome edificios, estatuas, calles. Le sorprendían a él más que a mí. Llevaba casi un siglo sin pasear por la capital, pero me la mostraba como un orgulloso propietario: “Mira qué bonito tengo el Teatro Odeón”. “Calderón”, le corregí. “Ah, eso, eso”, aceptó, afable. Las puntitas del bigote le vibraban cuando le subía el contento.
—Diría que se alegra usted de verme. Es raro—le dije.
—Hombre, don Figa, es usted el primero que me convoca.
Me explicó que el más allá funciona por instancias. Un muerto solo regresa a la tierra (durante un día) si un vivo lo solicita, y él había visto cómo todos los monarcas de uvas a peras eran llamados al más acá. Incluso los reyes godos bajaban de vez en cuando: “El periodista ese, Jiménez Losantos, un sábado de cada dos se pide un rey godo. Y eso que los Alaricos son unos paletos”, se quejó. “La envidia”, añadí por decir algo, y se paró en seco y me miró como si yo fuera el oso del madroño. “La envidia”, suspiró.
“Bueno, ¿y de qué quería hablar?”. Le expliqué que me interesaba su papel como pionero del porno en España. “Ah, ya, las películas sicalípticas”, recordó, cauteloso. “Pero, ¿esto dónde va a salir?”, remoloneó. Le dije que en CTXT: “Cetequisté”, pronuncié.
—Suena a enfermedad de la piel.
—Eh, no. Es un periódico de ahora, son anarquistas o algo de eso—improvisé, la verdad es que no leo periódicos.
A Alfonso se le ensoñaron los ojos. Mencionó a Mateo Morral y explicó que la bomba aquella le supo mal porque él se consideraba bastante anarquista. “Bueno, me mató un par de caballos, pero me dolió más el gesto”. Le recordé que en el atentado murió también una veintena de personas, pero siguió a lo suyo, relatando que él no tenía problemas con congraciarse con la chusma.
—¡Yo bebía con el pueblo! — reivindicó— Y mire cómo me lo pagó el pueblo.
—Se refiere al 31, ¿no? A la República.
—Sí, la maldita República… ¿Y esas viandas, van o qué? — gritó al camarero— Pero, fíjese, no me importó tanto el trono como que ya no pudiera beber más con el pueblo, con lo que a mí me gustaba beber con el pueblo. Virgen santa cómo me bebía al pueblo…
—Cuándo habla de beber con el pueblo, quiere decir con la puebla, ¿no?
—¿Cómo?
—Que usted está hablando de follar, digo.
—Sí, sí, joder, de follar, de follar… ¡Va ese ciervo!
El dueño del bar trajo un plato tembloroso y humillado de lacón. El rey olisqueó, alzó el plato de un borde y lo dejó caer haciendo ruido. “¡Usted se cree!”, se le descolgó el belfo y expulsó bocanadas apestosas mientras se quejaba. Opté por respirar por la boca, pero desistí: su aliento no solo olía, también pesaba en la boca. Vio el susto del camarero y se relajó. “Bueno, bien, bien, ciervo hervido”, atajó y me guiñó un ojo para presumir de bonhomía. “Yo es que he sido siempre muy indulgente”, dijo en alto para que el otro lo oyera al retirarse.
—Pues vuestro cine sicalíptico es infame. Yo tuve una visión y la habéis echado todo a perder. Yo sabía que había que contar historias—disertaba con el tenedor en alto como punzón de catedrático—. ¿Y ahora qué? Veo lo que se hace porque en el cielo hay wifi. Wifi malo pero wifi. Hay que esperar dos días para un vídeo de media hora, pero teniendo por delante la eternidad, ya ves... Y, coño, no te cuentan nada. ¿Dónde está la inspiración, el ritmo narrativo, dónde la búsqueda del erotismo humano, la revelación del deseo? El hecho de que se enmarquen los vídeos en páginas específicas… todo está revelado de antemano, sabes que de una forma u otra acabara en fornicio. ¡Así no funciona la vida, así no! —golpeó la mesa.
—¿Conoce usted a Garci?
—Yo contaba historias que importaban— me interrumpió y siguió conferenciando, ofendido—. La señorita limpiando y llega el confesor y la seduce mientras suena el piano. Esa música se escogía con intención, era parte del relato, joder.
Se detuvo, tomó aire, ansioso. “Respire con el estómago. Así canaliza la energía”, le aconsejé. Pero se encenegó más. “Y otra cosa son las señoritas”, empezó a pelearse con el trozo de lacón, “yo escogía actrices repletas, fulgurantes, con buenas carnes”, apuñaló el filete rosa, arrancó un pedazo, se llenó la boca; siguió hablando. “Cuerpos generosos que se daban, un espectáculo, don Figa, eso era para verlo”. Perdí el hilo de la conversación, en su colgante labio inferior se acumulaban trazas de lacón, parecía una bandeja de canapés.
Dejé que corriera el tema hasta que le dio el bajón. No recuerdo a santo de qué, pero me desveló una versión muy distinta de sí mismo: “Es muy injusto, muy injusto”, se entristeció mientras volvía a hablarme del más allá.
Meditó sobre el error divino de congregar a los reyes en el paraíso. Expuso que el poder del rey en la tierra, su exclusividad, consiste, básicamente, en que los reyes anteriores hayan muerto. “Nosotros somos el faro, la guía, el mejor hombre. Solo la muerte nos revela, dejamos el cargo porque desaparecemos, no porque perdamos nuestra gloria. Pero en el cielo somos todos eternos. Hay mucha competencia”. Confesó que los Austrias bullean a los Borbones. “Se burlan de nosotros, nos llaman principitos de Andorra”. Felipe II es, por lo visto, el peor. Alfonso teme cruzarse con él.
—Solo respetan a mi abuela Isabel, que un día cogió a Carlos I de la barba y le dijo que como lo volviera a oír diciendo sandeces le iba a apagar las luces con la mano abierta: “Vas a ver tú cómo sí se pone el sol en tu imperio”, le amenazó.
Salimos del bar. Pagué yo. Dejamos el tema y paseamos. Transcurrieron muchos minutos en silencio. El rey señalaba plazas con ternura. Seguía presentándome una ciudad que yo conocía mejor que él. Comimos en un kebab. Le dije que era una creación nueva, muy madrileña. Cuando durante el café, en Ópera, le dije que aquello del Durüm era comida turca, casi vomita. “¿Moriscos? ¿Moros?”, preguntaba entre toses. Acabó aceptando la broma de buen grado. Nos reímos muchísimo. Luego caminamos más, y le explique que yo entregaría el artículo manuscrito y un periodistilla lo transcribiría.
Alfonso alucinó con las pantallas de Callao: “Oye, pues no las imaginaba tan grandes”.
Merendamos churros y nos sentamos a mirar el Parque del Oeste. El día se acababa, su día se acababa. Debía volver al más allá. De pronto, noté que me miraba fijamente. Me giré. Se le había puesto la carita suplicante como a un galgo. El bigote, aflojado, ahora le colgaba por las comisuras.
—¿Podemos, eh? — parecía avergonzado, tímido; la egolatría y el carácter se habían ido esfumando ante la certeza del regreso— ¿Podemos merendar otra vez, eh?
—Claro que sí, majestad—le apreté el hombro— Claro que sí.
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