Quienes ignoran la historia están condenados a repetirla, dice un viejo adagio. Más grave es que la historia de una sociedad sea ignorada por sus intelectuales, por quienes tienen voz pública. En ese caso, empujan a sus conciudadanos por el despeñadero de un desconocimiento que tiene graves consecuencias cívicas. Xavier Martínez Celorrio ha firmado recientemente, como profesor de Sociología de la Universidad de Barcelona, un artículo sobre el pueblo gitano titulado Violencia eterna entre linajes que, aunque hace alusión a la historia, ignora la investigación historiográfica existente: son ya bastantes los trabajos hechos desde universidades europeas y americanas que muestran cómo las comunidades romaníes del mundo han servido históricamente a las sociedades mayoritarias para construir una imagen del “otro” con la que reforzar sus propias normas y modelos. Un contra-espejo útil para marcar los límites de la autollamada civilización, para instruir en lo que se debe ser y lo que no se debe ser; un discurso y unas representaciones que han castigado secularmente a sus protagonistas involuntarios.
El pueblo gitano llegó a España a finales del siglo XV, en uno de tantos movimientos migratorios de los que han nacido las actuales poblaciones europeas. En ese tiempo, la mayoría de los Estados del viejo continente estaban empezando a poner en marcha medidas radicales de homogeneización cultural en aras de una mayor cohesión política: expulsiones como las de los judíos y moriscos son solo algunas muestras de la orientación que tomó la construcción del Estado-nación moderno. En España, como en Europa, una larga colección de leyes y medidas se dedicó a perseguir a los gitanos durante los siglos XVI, XVII y XVIII, buscando supuestamente su integración. Memorialistas e historiadores de distinto signo dieron argumentos eruditos para la violencia estatal. La iniciativa más extrema, la Gran Redada, fue un proyecto de exterminio de la población gitana puesto en marcha por el marqués de Ensenada en 1749 que sacó de sus casas a los gitanos avecindados en muchas localidades del país (tómese nota: los avecindados), separó a sus familias y les quitó sus propiedades antes de llevarlos a lugares de trabajo forzado. Al cabo de los años, una parte de los encarcelados fue puesta en libertad; otra cosa era rehacer sus vidas. Es una historia que ha sido bien estudiada por Gómez Alfaro y Martínez Martínez, cuya lectura recomendamos.
Con el siglo XIX pareció llegar la paz, pero lo que llegaron fueron los estereotipos. Escritores, pintores, fotógrafos, viajeros de clase acomodada “descubrieron” a los gitanos y los tipificaron como exóticos, arcaicos, diferentes, interesantes de observar… Y, puestos a observar, los científicos se erigieron en los más adecuados diagnosticadores de una realidad social que construían a la vez que estudiaban: en este escenario, en la estela de los anteriores arbitristas, nos encontramos ahora con los primeros antropólogos y sociólogos, médicos, eugenistas, criminólogos y una amplia panoplia de profesiones que los Estados del siglo XIX y principios del XX auspiciaron con el objeto de controlar y moldear la vida social de acuerdo a los principios de gubernamentalidad de la época. Se definió entonces una catalogación de pueblos organizada según un modelo blanco de civilización, que implicaba una jerarquización racial de gran utilidad para el proyecto colonial de fin de siglo. La ciencia colaboró a instituir “la desigualdad de las razas humanas”, según rezaba el título del famoso libro de Gobineau, por mucho que la voz de otros como Anténor Firmin denunciara la ilegitimidad de esa clase de antropología y afirmara que otra bien distinta era posible.
En un siglo en el que la ciencia se convirtió en la nueva fe para las sociedades occidentales, la mayoría de las disciplinas que estudiaban al hombre en sociedad aceptaron el supuesto implícito de la existencia de una jerarquía “natural” de naciones o pueblos. También se construyó la figura del “enemigo interno”, referida en este caso ya no a los “otros” que vivían en las lejanas tierras de África o Asia sino a aquellos “otros” vecinos que vivían dentro de las sociedades blancas.
Al final de aquel camino, recogiendo argumentos de unos y otros, los científicos raciales —y racistas— del nazismo definieron a los gitanos como un pueblo genéticamente delincuente y amoral, que no debía mezclarse con la bonita raza aria. El 70% de la población romaní del territorio europeo controlado por el III Reich, desde Francia a Rumanía, fue asesinado en el Holocausto. Dio igual haber sido ciudadano alemán durante muchas generaciones, dio igual haber participado en las glorias deportivas de la nación, dio igual incluso haber servido en el ejército alemán… El campo de concentración fue el destino de un gitano sinto como Walter Winter, cuyas memorias de Auschwitz también recomendamos a cualquier interesado en la historia del siglo XX. La confianza en que estaban cumpliendo con sus deberes como ciudadanos (y que eso les permitiría tener derechos) llevó a más de un gitano alemán a recorrer el mismo camino. Como en la Gran Redada española, los vecinos que cumplían con las normas de la sociedad mayoritaria fueron la presa mayor de las políticas de exterminio.
En España, como en Europa, una larga colección de leyes y medidas se dedicó a perseguir a los gitanos durante los siglos XVI, XVII y XVIII, buscando supuestamente su integración
Creemos que, si se conocen estas y otras historias, se puede concluir que las comunidades gitanas no han tenido muchos motivos para confiar en la acción salvífica del Estado y de la cultura oficial. En vez de criminalizar a todo un pueblo sin considerar la variedad de sus integrantes en todos los momentos históricos, el conocimiento de la historia ayuda a entender por qué los gitanos en conjunto lo han tenido más difícil que ninguna otra minoría nacional, por qué tiene especial mérito lo que están logrando recientemente con mucho esfuerzo las gitanas y gitanos en este y otros países, por qué la bota del pasado les aplasta aún en los niveles inferiores de bienestar económico, sanitario y educativo, a pesar de esas supuestamente benéficas “modernidad y políticas de integración” de las que habla el articulista de El Periódico.
El artículo de Martínez Celorrio se lee rápidamente, pero en este caso reproduce una ciencia fácil y acrítica. Mediante atajos culturalistas, reviste de categorías sociológicas lo que en cambio son explicaciones esencialistas: cuatro estereotipos sirven para distinguir arcaicos de modernos y para identificar a toda una comunidad. Se generalizan así rasgos puntuales, existentes también en otras formaciones sociales, castigando con una imagen esencializada a todo un pueblo cuya diversidad queda invisibilizada. Al final, todo se resume en la manida acusación del “no quieren integrarse”; y que un científico la mantenga tiene importantes efectos sobre la opinión pública de la sociedad mayoritaria, que además se ve así exonerada de cualquier responsabilidad con respecto a la llamada “cuestión gitana”.
Entendemos, en cambio, que esta misma opinión y esta misma sociedad deberían antes bien saber que, en tiempos recientes y en democracia, algunos grupos de lo que Martínez Celorrio llama la sociedad paya (su “nosotros”) han reaccionado bajo lógicas no precisamente “modernas”, violentamente y fuera de la ley, a la hora de tomarse la justicia por su mano e incendiar viviendas gitanas, como sucedió en Martos y otra amplia lista de localidades de la geografía española. Hay trabajos dedicados a analizar estos casos de violencia grupal de las mayorías (ya sean estructuradas por linajes o como masas terroríficas) contra los derechos fundamentales de minorías.
Invitamos a Xavier Martínez Celorrio a reflexionar sobre las condiciones y climas de opinión que fomenta la materialización violenta de prejuicios contra los gitanos, como el que acusa a todos/as sin distingo del recurso a la violencia familista y les deja esta tarjeta de visita como única forma de presentación en sociedad. Es importante reflexionar sobre el daño que causan las palabras. Artículos como este dificultan y frenan los resultados de trabajos de muy largo radio que desde distintos lugares se vienen desarrollando para mejorar la vida (y la imagen, algo que está estrechamente relacionado) de personas reales. Reales y diversas, porque son muchas las formas de ser gitana o gitano a pesar de la insistencia en encerrarlos a todos en la jaula de una única identidad colectiva descrita como clánica y atávica. Creemos que asignar a toda una comunidad –en palabras de Martínez Celorrio– unas “identidades adscriptivas y conservadoras que no permiten evolucionar y revisar la etnicidad gitana desde otros modelos más plurales basados en las libertades individuales” es un acto de violencia simbólica, profunda e injusta para quienes intentan superar el estigma aun sufriéndolo en forma de discriminaciones cotidianas.
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Artículo de María Sierra, catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Sevilla; y Manuel Ángel Río Ruiz, profesor de Sociología de la Universidad de Sevilla. Ambos son investigadores del proyecto de I+D Historia de los gitanos: exclusión, estereotipos y ciudadanía.
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