Hay en Portugal un viejo dicho popular, muy viejo, que dice “de España, ni buen viento, ni buen casamiento”. Las lectoras y lectores de estas notas que viven en España captarán, así lo espero, la existencia de alguna prevención inscrita en la historia y en las percepciones populares de la única nacionalidad ibérica que no ha estado sometida al poder de Madrid a lo largo de la historia del último milenio. Y también lo que este dicho manifiesta. Literalmente, quiere decir que los vientos venidos de España (del este) son raros, pero perjudiciales para la agricultura. Asimismo, recuerda que las bodas entre las casas reales de los dos Estados se tradujeron en problemas dinásticos, diplomáticos y militares. Cuestiones que, de hecho, condujeron al único periodo en el que Portugal estuvo integrado en el reino de Castilla, entre 1580 y 1640. De ahí el “ni buen viento, ni buen casamiento”.
Claro que sobre esto los contemporáneos no tendrán nada más que una divertida curiosidad. Pero el consejo puede ser interpretado de forma moderna, sugiriendo que cada historia tiene su tiempo y su modo, lo cual sirve a ambos lados de la frontera. Y, si me permiten un consejo, tal vez sea mejor que en el debate político español tampoco se imponga alguna simplificación sobre el “ejemplo” o “modelo portugués”, tal y como lo usa de forma interesada en su estrategia de negociación el presidente en funciones Pedro Sánchez.
Sería conveniente que en España no se fíen demasiado de los vientos portugueses y tal vez menos aún de las bodas fortuitas que puedan atravesar la frontera. El riesgo de lecturas instrumentales de los acontecimientos específicos de cada país o de estrategias políticas diversas es demasiado grande, sobre todo en tiempos de emociones fuertes y conflictos duros como los que se viven en las Cortes en las votaciones sobre el futuro gobierno. Lean por eso estas notas como una simple información o interpretación acerca de lo que ha sido estos cuatro años y de las diferencias entre Portugal y España.
Dos países diferentes, dos historias distintas
Comienzo por lo que es obvio para quien lee estas líneas. Hay varias diferencias que imponen modos de realización de la política y de expresión electoral o de las opiniones públicas que son distintas entre Portugal y España. Creo que son, sobre todo, tres.
Primero, Portugal vivió una transición postdictadura marcada por una crisis revolucionaria (de abril de 1974 a noviembre de 1975). La consecuencia más importante, para lo que nos interesa aquí, fue la forma de reconfiguración del sistema político: el principal partido de la derecha en Portugal –el Partido Popular Democrático/Partido Social Demócrata (PSD)– nace de un ala disidente del partido de la dictadura, que estaba en conflicto abierto con el gobierno sobre cuestiones democráticas, y separada de él, a todos los efectos, cuando se llega a 1974. Así, cuando cae la dictadura, la burguesía se reorganizó en torno a este nuevo partido y a otra fuerza reaccionaria, pero con mucho menor peso, el Partido del Centro Democrático Social-Partido Popular (CDS). El aparato político de la dictadura fue destruido en gran parte. Esto permitió imponer una Constitución que reconocía amplios derechos populares, leyes electorales democráticas y otras reglas (incluso la ley de huelga aún hoy es esencialmente la de 1975).
En España, por el contrario, el PP constituye una prolongación tardíamente adaptada del aparato franquista. Como consecuencia de todo esto, el sistema partidario portugués es más abierto. Y, tal vez por eso, el Bloco de Esquerda (BE) fue el primer partido europeo de convergencia de la nueva izquierda, nació en 1999 por razones políticas. En España fue necesario, sin embargo, un poderoso movimiento social, muchos años después, para dar origen a Podemos. Así, solo en los últimos años ha sido cuestionada en España la alternancia entre la derecha y el centro socialdemócrata. Y fue de repente, mientras que en Portugal este bipartidismo ha sido lentamente desgastado desde la emergencia del Bloco hace veinte años.
Segundo, Portugal es un país homogéneo, mientras que España es un mapa de nacionalidades. Eso determina en España múltiples formas de expresión política, bajo la forma de varios partidos y de gobiernos autonómicos o regionales. Estas además formatean, al mismo tiempo, la amenazadora rigidez del poder central –y hasta el papel de la monarquía y de las Fuerzas Armadas– y una maleabilidad de negociación, que los gobiernos del PSOE y los del PP aprovecharon, con el PNV o con CiU y otras fuerzas. O sea, España tiene un poder central más violento, pero más articulado con negociaciones regionales.
En tercer lugar, Portugal fue más castigado directamente por el programa de austeridad y por la humillación de la presencia gobernante de la troika durante los años del ‘ajuste’, de 2011 a 2014. En España se aplicó la misma orientación –de hecho está genéticamente inscrita en las reglas del euro–, pero en un contexto de mayor margen de maniobra y preservando el halo de la autoridad política nacional. España es una economía mayor, más desarrollada e integrada, y tiene más poder político en la UE. Para quien lee estas líneas en España, le recordaría que el primer ministro de derechas en Portugal llegó a afirmar explícita y valientemente que su objetivo era “empobrecer Portugal” y que era necesario tomar “medidas más allá del programa de la troika”, para demostrar la conformidad nacional con la austeridad y el poder de los acreedores.
Ya se darán cuenta de a dónde quiero llegar con estas tres anotaciones. Si la población portuguesa tenía la sensación y la experiencia de un programa de austeridad económicamente destructor, que se asociaba el gobierno de las derechas (PSD-CDS), y se esperaba una solución política, esta solo podía depender de los partidos de izquierda –Bloco y Partido Comunista de Portugal (PCP)– y del de centro –Partido Socialista (PS)–, como resultado de las elecciones 2015 . Dado que estas condiciones hacían inviable la alternancia tradicional entre la derecha y el centro, que había estado vigente hasta entonces, el “modelo portugués” de acuerdo sobre puntos concretos programáticos para permitir el nuevo gobierno de António Costa se impuso por la voluntad aplastantemente mayoritaria de las bases de estos tres partidos.
Ese modelo fue preparado por una osada iniciativa de Catarina Martins, la coordinadora del Bloco, en su debate televisivo, durante la campaña, con el secretario-general del PS, a quien desafió a aceptar condiciones elementales para abrir la puerta a un acuerdo. Eran condiciones básicas: no continuar congelando el valor de las pensiones, renunciar a leyes que facilitaran el despido y no reducir las contribuciones patronales a la seguridad social. O sea, anular tres medidas que entonces constaban en el programa del PS. Por resumir una larga historia, el mismo domingo del recuento electoral ya comenzaron reuniones informales entre los dos partidos para coordinar estas condiciones y otras, como el aumento del salario mínimo, por ejemplo.
En ese proceso, no tenían en frente ni una derecha unificada, ni difíciles cuestiones difíciles sobre orden constitucional (como las nacionalidades en España), ni alternativas de juegos políticos con varios partidos. En base a los resultados electorales, el PS solo tenía dos opciones: o dejaba la derecha (con el 38%) gobernar o, con su 32%, se entendía con los partidos de izquierda (el Bloco, 10%, y el PCP, 8%)[1]. Escogió la “solución portuguesa”.
El modelo portugués
Hubo así un entendimiento, registrado en acuerdos por escrito. No voy a resumirlos, están publicados y fácilmente disponibles. Su peculiaridad más importante era incluir, por un lado, una lista de medidas a cumplir: parar las privatizaciones y reversión de las que ya se habían dado en el sistema de transportes públicos; aumento del 20% del salario mínimo; aumento de salarios y pensiones y reducción de impuestos directos sobre trabajo; mejoría de la cobertura en la lucha contra la pobreza. Y por otro, dejar a cada partido libertad de posición sobre el resto de temas, como cuestiones europeas y financieras, por ejemplo.
Ni el PS lo propuso ni los partidos de izquierda plantearon su participación en el gobierno. Sé que a partir de aquí tengo que escribir con todo el cuidado del mundo, pues no quiero que ninguna lectora o lector interprete mi testimonio como una sugerencia sobre lo que debe suceder en España. En el nivel de acción política en que me sitúo, y se sitúa quien toma decisiones y participa en el debate público que se quiere determinante, es preciso conocer y vivir los detalles, tener el corazón experimentado y un conocimiento profundo de cada contexto para comprender las dinámicas y las relaciones de fuerzas. Y yo no pretendo ni proponer ni ser leído como alguien que insinúa algún tipo de conclusión para las elecciones políticas españolas. Lo que escribo se refiere únicamente a Portugal: no quisimos formar parte del gobierno y sabíamos, de hecho, que, dada la historia de una convergencia inédita, ese camino era impracticable.
Para ambas partes, la solución encontrada fue la más conveniente. Para el PS, ciertamente, pues podía presentar su Gobierno en la Unión Europea como una continuidad de sus compromisos políticos esenciales. Era solo parcialmente verdad, dado que el PS podía asegurar que cumpliría los objetivos macroeconómicos de reducción del déficit, pero algunas de las medidas más importantes que la UE continuaba intentando concretar quedaron bloqueadas por el acuerdo con la izquierda, como nuevas leyes para facilitar los despidos o la reducción del coste patronal con la seguridad social de los trabajadores. En el momento en que el nuevo gobierno fue amenazado con sanciones europeas –paradójicamente, porque las cuentas del anterior gobierno se habían desviado un 0,3% del PIB en relación con el objetivo de déficit–, esa relación positiva del PS con Bruselas fue utilizada para argumentar en contra de un nuevo enfrentamiento a la griega. Pero era también ventajoso para los partidos de izquierda, que mantuvieron su independencia y pudieron oponerse al gobierno en cuestiones fundamentales, ganando en algunos casos, como cuando el ejecutivo intentó alterar las condiciones de financiación de la seguridad social, y perdiendo en otros, como la financiación de la banca comercial tras una crisis o las modificaciones de la ley laboral para aumentar el periodo de prueba en un empleo.
Pienso que todos hicieron la elección correcta. La izquierda y el PS no tenían un nivel de entendimiento programático y de experiencia de trabajo en común que permitiera una cooperación gubernamental. De hecho, si esta hubiera ocurrido, el gobierno se habría deshecho en pocas semanas: el ejecutivo tomó posesión en noviembre de 2015, e inmediatamente en diciembre, presionado por la Comisión Europea, vendió un pequeño banco, el BANIF, al Santander, gastando en la operación tres mil millones de euros, lo que la izquierda no aceptó. Si en ese momento hubiera habido ministros de los partidos de izquierda, estos habrían salido del gobierno y el acuerdo no habría durado un mes. La presencia en el ejecutivo exige una relación de fuerzas determinante, además de capacidad social de movilización inmediata, preparación técnica y una estrategia política coherente. Pero no puede ser un juego de corto plazo, tiene que ser una disputa consistente por la hegemonía social.
Los resultados de la “solución portuguesa”
No me detendré mucho sobre los resultados de la “solución portuguesa”, que son suficientemente conocidos. Esta se benefició de tres condiciones favorables: petróleo barato, intereses bajos debido a las inyecciones de liquidez del programa de quantitative easing (compra de títulos de deuda pública y privada) del BCE y, además, un cierto aumento de la expansión de la demanda europea en la tímida recuperación que vivimos. Esta evolución permitió, por primera vez en los veinte años del euro, una convergencia real con la media europea, una balanza comercial positiva y la reducción de la balanza de pagos gracias a emisiones de deuda de corto y medio plazo con intereses negativos.
En consecuencia, la tasa oficial de desempleo se redujo a la mitad (6%); y la subida de los ingresos fiscales y de la seguridad social, la reducción de los gastos del desempleo, más un inadecuado ajuste de la inversión pública, permitirá un déficit cercano al 0% en 2019. En todos los criterios actuales coexistentes, estos resultados son considerados positivos: para las reglas presupuestarias ortodoxas, es un caso notable; para trabajadores y pensionistas, fue un alivio importante; para la presión de los intereses de la deuda soberana, es un éxito, al menos a corto plazo; para la gestión macroeconómica, tiene el beneficio de una expansión, aunque sea limitada.
La audacia de los partidos de izquierda, ante el carácter tan restrictivo de los acuerdos escritos, permitió ir más lejos de estos. En cada presupuesto anual, fueron aprobadas otras medidas que no estaban inicialmente previstas. Ese proceso de presión y negociación fue esencial para extender algunos derechos y para crear nuevas soluciones. Fue así como se definió una tarifa social de la energía a precios bajos para una décima parte de la población nacional; se creó un programa especial para garantizar contratos de trabajo estables a decenas de miles de trabajadores precarios en la Función Pública; hubo aumentos anuales extraordinarios para las pensiones más bajas, o se redujo el precio de las matrículas en la universidad pública.
En otras cuestiones, se agravaron los conflictos entre la izquierda y el Gobierno. En particular, en la recuperación de la antigüedad laboral congelada de los profesores, en los salarios de los funcionarios públicos o en la gestión público-privada de los hospitales públicos. En algunos casos, estos conflictos y las soluciones alternativas fueron cuidadosamente preparadas para que la izquierda obtuviera resultados. El mejor ejemplo es el de la Ley de Bases de la Salud. Un antiguo coordinador del Bloco de Esquerda, que desempeñó esa función tras mi último mandato, João Semedo[2], elaboró con un fundador del Partido Socialista y su presidente honorario, António Arnaut[3], una ley para reorganizar la estructura y las políticas de salud. Publicaron su propuesta en un libro que obtuvo un notable impacto, orientando el debate en el país. Ese trabajo de confluencia marcó la política portuguesa. El gobierno inicialmente apoyó la propuesta –el primer ministro y varios miembros del gobierno participaron en su presentación–, después decidió presentar una alternativa y le encargó la tarea a una exministra que representaba a la derecha del PS.
Después abandonó esa propuesta y buscó un acuerdo con la izquierda. Luego, presionado por los grupos financieros con intereses en este ámbito, buscó un acuerdo con el principal partido de derecha. Finalmente, fracasadas todas estas maniobras, acabó por aceptar un acuerdo de última hora con los partidos de izquierda. El resultado es una ley progresista y la existencia de un debate fuerte sobre la experiencia de la gestión privada de los hospitales públicos –hay tres hospitales con ese modelo–. Para el Bloco de Esquerda, este proceso es una demostración política interesante, ya que nunca había sucedido en la política portuguesa. En primer lugar, el que se diese una propuesta común de dirigentes históricos del PS y del Bloco. Y en segundo lugar, el que el Bloco condujese un debate intenso que condicionó al gobierno; mantuviese siempre su coherencia; consiguiese resistir a la presión de las grandes finanzas; y, ante el fracaso del gobierno, impulsase las reglas para un acuerdo que alcanzó la mayoría del parlamento. Toda la política es disputa.
Nunca simplifiquemos lo que es complicado: este es un gobierno minoritario de un partido de centro, el PS; no es un gobierno de izquierdas; tiene una base parlamentaria mayoritaria con acuerdos y compromisos importantes para la población y que deben ser cumplidos; responde a una exigencia inmediata de viraje político y fue, por eso, un camino esencial para Portugal.
Las tensiones entre el PS y la izquierda
Este proceso ha estado marcado por tensiones y acuerdos y por la aprobación mayoritaria de presupuestos anuales, que consagraban estos equilibrios difíciles. Pero el mapa político de la “solución portuguesa” evolucionó y se complicó, como no podía dejar de suceder.
En esos cuatro años, a pesar de que los dos partidos de izquierdas hayan estado muy alineados en cuestiones presupuestarias, fiscales, económicas y laborales –divergen en cuestiones sociales; el PCP se opone las propuestas del Bloco a favor de la paridad entre hombres o mujeres, o de la legalización de la muerte asistida– y hayan conseguido en conjunto importantes concesiones del gobierno, el PS ha definido respuestas diferentes a los desafíos propuestos por los dos partidos de izquierdas. La estrategia del primer ministro socialista se ha basado en una distinción entre los dos partidos: favorecer al PCP (cuyo electorado se considera muy estanco en relación al del PS) y ser agresivo con el Bloco (que aparece como un partido con más posibilidades de establecer puentes y diálogo con los electores del PS).
Esa política, sin embargo, ha perjudicado al PCP y ha favorecido al Bloco: en las elecciones presidenciales de 2016, la candidata del Bloco obtuvo el triple de votos que el candidato del PCP; y en las europeas –en las que en 2014 el PCP consiguió tres escaños y el Bloco solo uno–, el Bloco volvió a rebasar al PCP, como ya había sucedido en las legislativas de 2015. Los sondeos de este mes de julio, dos meses antes de las nuevas elecciones, previstas para el de octubre de 2019, parecen indicar la posibilidad de alguna subida de los resultados del Bloco de Esquerda. La política es disputa.
Como siempre, nadie tiene la última palabra. La historia no ha acabado. Para la izquierda portuguesa, habrá victorias y derrotas y no siempre la orientación correcta significa victorias. Es la vida. La política es un ajedrez con muchas variables y muchas de ellas dependen de fuerzas que no controlamos ni anticipamos. Pero cuanto mejor conocemos a nuestra gente y a nuestros adversarios, mejor preparados estamos para responder a las responsabilidades inmensas de los tiempos presentes: garantizar seguridad a quien teme por el empleo y por el salario, disputar la sostenibilidad de la seguridad y de la protección social frente a las finanzas, impedir la uberización y precarización del trabajo, rechazar el individualismo extremo que afirma el programa neoliberal en la vida cotidiana, construir una cultura de movimiento colectivo, intensificar el aprendizaje democrático contra el autoritarismo. Y, si una cosa aprendí con la experiencia de Podemos, fue que es preciso vivir y mostrar una política inclusiva, alegre, movilizadora y sin rencor. Somos gente normal luchando por los nuestros, codo con codo entre todas. Esa es la fuerza de la izquierda.
Notas:
1. Al contrario de la convergencia en la izquierda española en una lista unificada entre Podemos e IU, Unidas Podemos, en Portugal los dos partidos, Bloco y PCP, han mantenidos identidades muy distanciadas y poca cooperación entre sí. La propuesta del Bloco de que las reuniones de trabajo de la mayoría parlamentaria incluyeran a los tres partidos fue siempre rechazada por el PCP, que prefirió negociar por separado con el PS y se negaba a cualquier reunión que incluyera el Bloco, dando por lo tanto al PS un espacio más amplio de negociación paralela con los dos partidos de izquierdas.
2. João Semedo fue miembro del Comité Central del PCP. Tras abandonar el partido en 1991, volvió a su actividad profesional como médico y fue director de un hospital en Oporto. Más tarde se unió al Bloco y fue su coordinador entre 2012 y 2014.
3. António Arnaut fue fundador del PS. Como miembro del gobierno en 1979, fue el ministro responsable de la creación del Servicio Nacional de Salud . Siempre ha sido considerado y venerado como el “padre del Servicio de Salud”. Tanto Semedo como Arnaut fallecieron algunos meses antes de la conclusión del debate legislativo iniciado por la ley que propusieron.
Artículo de Francisco Louçã, profesor catedrático de Economía en la Universidad de Lisboa. Fue fundador y diputado del Bloco de Esquerda (1999-2013) y su coordinador (2005-2012). Actualmente es miembro del Consejo de Estado, elegido por el parlamento.
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