En una sociedad sana, la afición del Rayo habría recibido dos premios al mérito deportivo por el caso Zozulya. El primero, por negarse en 2017 a que un jugador que coquetea con el fascismo vistiese la camiseta de un club de barrio empeñado en ser diferente en un mundo, el del fútbol, decidido a replicar lo peor de la sociedad en sus gradas en demasiadas ocasiones. El segundo premio, por recordárselo. En una sociedad en la que Javier Tebas es presidente de la Liga de fútbol, lo que el Rayo Vallecano recibió no fue un premio, sino la primera suspensión de la historia del fútbol español por insultos durante un partido.
En mayo de 1993, Wilfred Agbonavbare, portero del Rayo Vallecano nacido en Nigeria, hacía uno de los partidos de su vida en el Santiago Bernabéu. Aquel partidazo suyo contra el Real Madrid en el que le detuvo un penalti a Michel y le complicó el campeonato al vecino rico, le costó una avalancha de insultos por parte de la grada. Que se marchara a recoger algodón como negro que era fue uno de los cánticos más originales que Wilfred escuchó aquella tarde. Aquello no tuvo repercusión más allá de la anécdota y del reconocimiento público a la capacidad creativa de los nazis del fondo sur del Bernabéu: rimar cabrón con algodón no está al alcance de todos los nazis. Eran otros tiempos. Unos tiempos en los que los presidentes de los equipos de fútbol pagaban los viajes de los líderes de los grupos ultraderechistas que animaban tras la portería. Unos tiempos en los que futbolistas de la selección española, la de todos, se fotografiaban sonrientes sujetando símbolos fascistas. Entonces todo el mundo era un poco Zozulya. El mundo del fútbol, junto al Valle de los Caídos, era un reducto a conservar. Con el tiempo la cosa cambió.
El “recoge algodón” contra los jugadores negros se convirtió tras un concilio de la FIFA –la Santa Sede del fútbol mundial– en un más sofisticado “uh, uh, uh”, en imitación al mono. Porque, como todos sabemos, entre un nazi y una persona de raza negra, la más parecida a un mono es la segunda debido al color de su piel. Con el tiempo los insultos racistas se sofisticaron y nuevos insultos contra distintos colectivos aparecieron. La grada sur del estadio del Betis coreaba hace un par de años una canción en honor a uno de sus delanteros, acusado por violencia machista. Según los compositores de la rima, el delantero hizo bien en golpearla porque la chica “era una puta”. En este caso, creo recordar que la rima era asonante. Con el tiempo, además de nuevos insultos, aparecieron las agresiones de siempre. Si en los 90 Aitor Zabaleta, hincha de la Real Sociedad, perdía la vida en los aledaños del Vicente Calderón de un navajazo nazi por no disimular ser vasco, hace sólo unos años el mismo grupo ultra asesinaba a Jimmy, hincha del Deportivo de La Coruña al que golpearon y lanzaron al río Manzanares donde murió ahogado. Ni en los 90 ni en los años diez del nuevo siglo aquellos partidos fueron suspendidos. Cosas del fútbol.
Ayer todo cambió. Cuando parecía que toda la violencia del mundo era incapaz de hacer que un partido de la Liga de fútbol española se suspendiera, una parte del estadio de Vallecas le recordó al jugador ucraniano sus vínculos nazis y todo se movilizó, medios de comunicación deportivos incluidos, para garantizar que se respetaba la integridad moral del… jugador nazi ucraniano. Dos años antes, el mismísimo presidente de la Liga de fútbol, Javier Tebas, de pasado también ultraderechista –o, como se conoce a ese tipo de espécimen a día de hoy, demócrata de toda la vida– salía en defensa del futbolista ucraniano vetado por la afición del Rayo y, sin pretenderlo, nos daba pistas de dónde nos encontramos y por qué: “En el Rayo no quieren nazis, ¿y si mañana otro equipo no quiere homosexuales?”.
Javier Tebas representa a la perfección, quizá por eso esté ahí, el mundo del fútbol español. Un mundo hipócrita, desde los despachos hasta el césped pasando por los periodistas deportivos, capaz de combinar mensajes de tolerancia por orden FIFA –los anunciantes mandan– con blanquear a los intolerantes o castigar a quienes los señalan. Un mundo, el del fútbol, tan acostumbrado a la insolidaridad y la élite de la burbuja millonaria que hace un par de meses ni siquiera fue capaz de mirar a la cara a sus compañeras, las mujeres futbolistas, que reivindicaban un salario digno.
Lo que pretendían los aficionados del Rayo, los mismos que en otro tiempo han mostrado pancartas de solidaridad con las mujeres víctimas del machismo o han condenado los ataques contra homosexuales, más allá de los insultos específicos contra el jugador ucraniano, era mandar un mensaje: aquí somos diferentes, aquí señalamos a un nazi. Por eso se les castigó con la primera suspensión de un partido en la historia que, cuando se retome, será a puerta cerrada. No vaya a ser que alguien le vuelva a recordar al sensible nazi que es un nazi. O al fútbol de élite sus vergüenzas. Cuando se premie a aficiones como la del Rayo en lugar de castigarlas, el fútbol será un lugar mejor, menos cínico, más de la sociedad. Mientras tanto, Vallecas será una isla y Zozulya una víctima que posa con un rifle junto a una bandera ultraderechista y un par de ochos que no dicen precisamente Haya Humanidad.
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