“Acepto mis obligaciones con la sociedad, asumo los errores que haya podido cometer y pido perdón a las personas que se hayan podido sentir decepcionadas o afectadas”. Es la entrada de Rodrigo Rato a la cárcel de Soto del Real. Un Rodrigo Rato vestido con pantalones vaqueros y un chaleco sin mangas, un Rodrigo Rato sin campanilla en una mano y sin copa de champagne en la otra. Un Rodrigo Rato, en fin, disfrazado de humano. Hay quien ve sinceridad en las palabras de arrepentimiento del ex vicepresidente del Gobierno. También hay a quienes creemos que, para alguien acostumbrado a jugar con ventaja, el arrepentimiento es una posición ventajista más: pedir perdón público es la mejor opción personal cuando no hay más movimientos que hacer sobre el tablero. Sea como sea, hay algo tierno en los personajes que, habiendo vivido por encima del bien y del mal, acaban mostrándose, haya o no sinceridad en ellos, como humanos heridos, desprendidos del gen ganador.
Si algo tiene ese gen ganador que le convierte a uno en titán de la política y la economía, suele ser la falta de escrúpulos. Andrés Calamaro cantaba que una guerra no se podía ganar con amor y, además de una buena letra, es el capítulo uno en el libro de cómo ser uno de esos elegidos que surfean la vida mirándola desde lo más alto, sin importar lo que suceda por abajo. ¡Es el mercado, amigo! Ese gen ganador es el que les impide, por muchas víctimas que dejen a su paso, descabalgar el caballo hasta que el caballo, como las víctimas, desfallece. Ese gen es el que les lleva, como lleva a los animales a correr cuando perciben que viene un terremoto, a negar airada y públicamente hasta el último minuto la comisión de sus cacicadas, sin importar el ridículo que supone ver a alguien con las manos llenas de barro, negar que haya estado jugado en un charco. El ridículo, la vergüenza, la decencia, la honestidad, son códigos que sólo entendemos los perdedores. En los reservados en los que viven los ganadores son valores que no cotizan en bolsa.
El momento de deshacerse del gen ganador que te ha acompañado toda la vida para vestirte de humano y comportarte como tal, no debe de resultar sencillo. Se me ocurren ejemplos en los que el ganador, el superhombre por encima del bien y del mal, nunca, ni con la partida acabada y sin movimientos posibles, se vestiría de humano. No puedo imaginarme al que fuera jefe de Rodrigo Rato, José María Aznar, pidiendo perdón, vistiendo esos vaqueros y ese chaleco sin mangas. “Pido perdón por aquellos crímenes de guerra horribles e irresponsables, por haber saqueado mi país a base de privatizaciones, pido perdón por manipular la opinión pública con muertos aún calientes en los andenes, lo siento por todos los afectados”. Imposible. Los bustos no piden perdón, los bustos posan. Los bustos no son humanos. La entrada de Rodrigo Rato a prisión nos descubre que, entre los ganadores también hay clases. Y, tengo que reconocerlo, me provoca cierta ternura descubrir que un ganador es humano. Quizá sea porque los perdedores empatizamos con perdedores, vengan de donde vengan. Los perdedores somos capaces de ponernos en la piel del que da el paso al otro lado, al nuestro. Rodrigo, tu cara no es de bronce, se acabó la fiesta, se dijo mirándose al espejo que en otro momento le devolvió la imagen de un gánster intocable. Qué le voy a hacer si me genera empatía. Los perdedores somos así, qué le vamos a hacer.
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