Junio es el mes en el que Jerez recuerda (o debería) una de las mayores represiones contra el asociacionismo obrero en España. Siete trabajadores, entre ellos un maestro, fueron ejecutados por asesinar en nombre de La Mano Negra, crimen que jamás cometieron.
Juan Ruiz no llega a los 40 años. Ha llegado hasta lo que hoy es San José del Valle desde su Écija natal y se dedica, aun no siendo maestro titulado, a enseñar a leer y a escribir a los hijos de los braceros. E incluso a los propios jornaleros, quienes en muchos casos son incapaces de ir más allá de la cuenta de la vieja para calcular el salario de miseria que reciben tras extenuadas jornadas de sol a sol en el campo. Una compañera, María, y tres hijos le acompañan en su travesía como maestro en los cortijos, cultivando un huerto y criando animales para subsistir dado que apenas recibe unas monedas por sus lecciones.
El maestro tiene ideas, las comparte, entrega periódicos sociales y habla a los campesinos de la armonía universal. Y les mete en la cabeza que cualquier propiedad que no sea para uso personal es un robo, lograda a base de expropiar el sudor de los desheredados. Es secretario de la Sociedad Obrera de Jerez a finales de 1882. Año y medio después, una mañana de junio, es ejecutado a garrote vil en plena plaza del Mercado. Junto a un trío de verdugos, hay seis compañeros más en el cadalso. Ninguno de ellos cuenta con estudios, todos son campesinos: Pedro y Francisco Corbacho, Cristóbal Fernández, Bartolomé y Manuel Gago, y Gregorio Sánchez. Todos ellos, condenados por ser miembros de una asociación obrera clandestina y sanguinaria que había cometido en ese tiempo asesinatos y atrocidades en la campiña. Juan Ruiz es señalado como el cerebro de la trama, el inductor de aquellos violentos indignados pertenecientes a una sociedad a la que dan en llamar La Mano Negra.
Activistas y propagandistas debían tener claro que se jugaban la vida si iban contra un sistema quebrado.
No hay resquicio para la duda más de 130 años después de lo que sucedió realmente. Todo fue un montaje. Imperfecto, chapucero y burdo, pero un montaje que segó la vida de siete trabajadores aquella mañana de junio. Un asesinato legal basado en una conspiración político, judicial, empresarial y mediática que no dudó en reclutar una cascada de pruebas prefabricadas y declaraciones bajo torturas para lograr el objetivo final. No era otro que obtener un golpe de efecto ejemplarizante como mecanismo que refrenase no solo el estallido social latente sino la reactivación y nueva efervescencia del movimiento obrero ligado a la Internacional socialista. Activistas y propagandistas debían tener claro que se jugaban la vida si iban contra un sistema que ya había dado síntomas claros de estar quebrado. Fue una década y pico antes, también en Jerez, con el Motín de las Quintas.
Con decenas de publicaciones y estudios a sus espaldas, José Luis Gutiérrez Molina es uno de los investigadores más prolijos del anarquismo y de la historia social andaluza. El historiador gaditano, infatigable restaurador de la memoria democrática, autor del libro La construcción de un mito: La Mano Negra, no duda en trazar paralelismos entre ese ayer y la actualidad: “Hoy día hay muchos elementos que nos recuerdan al siglo XIX en España. Ha habido cambios estéticos, algunos fundamentales, pero cambios que de 7 años para acá están cayendo en picado. Ese estar juntos pero no revueltos a nivel social sigue estando muy presente hoy”.
“Hoy día hay muchos elementos que nos recuerdan al siglo XIX en España. Ha habido cambios estéticos, algunos fundamentales, pero cambios que de 7 años para acá están cayendo en picado".
¿Qué fue La Mano Negra? “Contra el asociacionismo obrero no ha habido nada igual en España en cuanto a represión, y de hecho a nivel periodístico adquirió fama nacional e internacional”, asegura Gutiérrez Molina. Todo surge a finales de 1882, cuando se produce un fenómeno que “pone los pelos de punta al poder dominante y que no está dispuesto a aceptar: la organización obrera”. Si en otros países europeos se encauza y se convive con ello, en España se utiliza el “palo y tentetieso, la represión pura y dura”. En una patronal “tan especial” como la jerezana, explica, “aquello era una cuestión de orden público, y permitir la organización obrera iba a traer más inconvenientes que ventajas”. Aquel latifundismo jerezano hundía las raíces de su poderío en la gracia de Dios. Sin ascensor social alguno, el pobre solo esperaba morir siendo pobre o vivir algo más holgado gracias a la charity heredada de la cultura anglosajona que tanto marcaba a aquellos terratenientes y señoritos. Esto, según el doctor en Historia, “seguimos viéndolo hoy en día a nivel general, con remedios más cosméticos que soluciones reales a situaciones lacerantes en la población”.
El caso es que el movimiento obrero se reactiva con especial énfasis en Cataluña y Andalucía. Pero en ambas tierras de indignados habrá división de opiniones en la forma de proceder para reclamar trabajo, techo y comida: una corriente “legalista” y otra “clandestina” en el seno de la recién creada Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE). Esa escisión es aprovechada por el Estado y los poderes fácticos, que creían superado estos movimientos tras la ilegalización de la Internacional obrera, pero que ahora creen que “la mejor defensa es un ataque”. Habrá que crear miedo y confusión entre la población. “El Estado y los patronos serán lo que sean pero tontos no son, y todo eso lo van a utilizar. Aquellas sociedades clandestinas redactan estatutos más o menos violentos, airados en su redacción, lo que aprovechan para, basándose en esos estatutos, modificarlos, sin que ni siquiera se conozcan los originales, y hacerlos aparecer, bajo las piedras, para que lleguen hasta la Guardia Civil”.
Intoxicada la población, atemorizada por estos asaltantes y criminales que queman cortijos y arrasan panaderías, solo había que orquestar una cadena de sucesos que conmocionaran de verdad a la opinión pública. Que sembraran el pánico. Era 1883 y no fue el crimen del ventero Juan Galán y su esposa, ni el de la venta portuense del Empalme. El proceso judicial con mayor relevancia de todos los que hubo fue el conocido como crimen de la Parilla, en el que dieron muerte a Bartolomé Gago Campos, el Blanco de Benaocaz. Por asesinar a un teórico traidor a la causa obrera en aquel cortijo de El Valle fueron procesados 17 trabajadores, siete de ellos condenados a ejecución en Jerez. Uno de ellos era Juan Ruiz, aquel maestro llegado de la provincia de Sevilla que criaba animales, cultivaba su huerto, y enseñaba a los braceros y a sus hijos a sumar, leer y escribir.
Los poderes dominantes van a tener muy claro que uno de los elementos más peligrosos del mundo obrero es el maestro.
“Se perseguirá igual al señor que va a una huelga que al que se le presupone que está entre los promotores que están en ese tipo de asociaciones, como son los maestros. Los poderes dominantes van a tener muy claro que uno de los elementos más peligrosos del mundo obrero es el maestro, ya que éste no da solo información ideológica sino práctica: un obrero que sabe leer y escribir va a ser más difícilmente manipulable por el amo”, argumenta Gutiérrez Molina. La ejemplaridad que se lograba era doble, aunque las pruebas inculpatorias no fuesen reales. Hasta tal punto llegó el montaje que las investigaciones en las últimas décadas han probado que el cadáver hallado en el campo no fue el del llamado Blanco de Benaocaz, que no solo estaba “vivo y coleando” en Barcelona sino que además se encargó de atestiguarlo con una carta. No se aceptaron esas pruebas y los procesos judiciales posteriores siguieron adelante sin que ni siquiera fuese llamado a declarar.
Todos los historiadores que se han acercado al caso, algunos prestigiosos como Manuel Tuñón de Lara, Josep Termes, Clara Lida, entre otros, han desmontado la versión oficial. "El único delito que cometieron fue aspirar a cambiar la sociedad. Los que están en el poder nos quieren callar otra vez, pero lo están haciendo de otra manera", apuntaba una bisnieta de los hermanos Corbacho en el acto anual de homenaje a los obreros represaliados que la CNT organiza en la plaza jerezana del Mercado. El historiador Diego Caro Cancela, catedrático de la UCA, tiene claro que el proceso no fue más que "una estrategia de intimidación, miedo y represión por parte del Gobierno monárquico que, aprovechando una serie de asesinatos y unos procesos plagados de irregularidades, buscaba desarticular el pujante movimiento obrero andaluz".