La economía internacional sigue desenvolviéndose en medio de grandes incertidumbres. Aunque la inflación sigue manteniéndose en primer plano —algo contenida en materia energética, pero con grandes tensiones en productos básicos que hacen mucho daño, sobre todo, a las economías familiares— lo más relevante sigue siendo que está sometida a tensiones estructurales a las que no se hace frente con determinación.
Los bancos centrales siguen empeñados en dar un tratamiento de demanda, subiendo los tipos de interés, a subidas de precios que tienen más que ver con problemas de oferta y eso está limitando las posibilidades de plena recuperación, además de amenazar con la recesión en las economías más avanzadas y, por extensión, en las más empobrecidas y endeudadas.
Las medidas de oferta y control de precios se han manifestado exitosas en los ámbitos en que se han tomado, como ha ocurrido en España sin ir más lejos, mientras que las subidas de tipos de interés más rápidas de hace décadas no logran contener los precios en proporción parecida.
Con la mirada puesta en la inflación y, además, dándole una respuesta inapropiada, es lógico que sigan sin resolverse las tensiones verdaderamente peligrosas, las amenazas más graves a las que se enfrenta la economía mundial: el efecto disruptivo que pueden tener el cambio climático, unas finanzas tan en desorden que hacen que los bancos centrales estén registrando pérdidas de cientos de miles de millones de dólares, la desigualdad creciente y sin contrapesos en medio de un progresivo deterioro de la democracia, la deuda galopante y una globalización que se ha mostrado incapaz de hacer frente con eficacia al riesgo y a los shocks inesperados que, antes o después, es inevitable que se produzcan.
Andalucía no está enfrentándose al problema que supone el cambio climático. Pareciera más bien que se considera —si es que eso realmente sucede— como algo de otro mundo
Todas ellas, por una razón o por otra afectan de algún un modo a Andalucía, no sólo por nuestra ya estrechísima vinculación con la economía internacional, sino porque se manifiestan muy directamente en nuestra economía como males a veces seculares y como problemas a los que apenas se le dan soluciones o incluso que ni siquiera se ponen sobre la mesa.
Andalucía no está enfrentándose al problema que supone el cambio climático. Pareciera más bien que se considera —si es que eso realmente sucede— como algo de otro mundo, una cuestión si acaso planetaria que no afecta a nuestras competencias.
El desprecio hacia el medio ambiente con el que se gobierna, los pasos atrás que se están dando en su protección y la falta de centralidad de la defensa y conservación de nuestros recursos naturales en las políticas de la Junta de Andalucía son una verdadera desgracia. No solo porque una gran parte de nuestra economía depende todavía del medio natural sino porque somos quizá la porción de tierra europea en donde más gravemente y antes puede que se manifiesten los efectos destructores del cambio climático. Proteger nuestras cosas y acuíferos debería ser una cuestión de Estado y, sin embargo, es raro leer una referencia del consejo de gobierno de la Junta en la que no se mencione alguna medida que lesione nuestro ecosistema.
Que los dirigentes políticos y empresariales andaluces sigan creyendo que es posible llevar a cabo cualquier tipo de reforzamiento de nuestra economía (no digo ya en un sentido más o menos progresista sino en cualquiera) sin disponer de un sistema financiero propio es una ingenuidad tan grande que se acerca a la irresponsabilidad. Mucho más, cuando el presidente de la Junta alardea de andalucismo y reivindica "poder andaluz".
Si la crisis financiera se desata, como es inevitable que ocurra antes o después, nos enfrentaremos a grandes dificultades. Y, mientras tanto, las empresas y la economía andaluza en general seguirán careciendo de la financiación específica y especializada que requiere cualquier proyecto económico de nuevo tipo.
Es inconcebible también que no se entienda que la desigualdad, en nuestra tierra expresada también como desvertebración y como desequilibrios no solo de renta personal sino en todos los ámbitos de la vida económica, es una rémora insalvable para nuestra economía y no solo un asunto moral. No hay nada que afecte más negativamente a nuestro mercado interno, siempre débil y por eso incapaz de convertirse en motor efectivo de actividad productiva, que la concentración del ingreso y la riqueza. Es curioso que las empresas que debieran ser las que más firmemente reclamaran políticas que impulsaran el consumo sean, sin embargo, las que primero se revuelven cuando se toman medidas (el Gobierno central y no el autonómico que es a quien más falta le hacen) que impulsan la demanda y sostienen las ventas. Única forma, junto a la de poseer un sistema financiero propio y al servicio de la actividad productiva, de combatir con eficacia la deuda que va a explotar en nuestras narices más pronto que tarde.
Tampoco se está haciendo gran cosa para aprovechar la gran oportunidad que, paradójica y afortunadamente, proporciona a economías como la nuestra la crisis de la globalización.
La falta de resiliencia de la globalización neoliberal, la inseguridad y el riesgo acumulado que esa carencia conlleva, están haciendo que miles de empresas se replanteen no solo su localización sino su forma de aprovisionarse, producir y distribuir sus productos. Vivimos, desde antes de la pandemia, una auténtica crisis industrial global de la que apenas se habla y Andalucía no está haciendo nada para aprovecharse de ello.
Deberían ponerse en marcha acuerdos y planes transversales, entre el sector público y las empresas, para poder atraer el nuevo tipo de capital y de relaciones industriales que se están poniendo en marcha para superar los problemas que el propio capitalismo está generando a las empresas capitalistas.