Pintora desde niña
Lidia Iris Masferrer (Alicante, 1979) solo era una niña cuando descubrió lo mucho que le gustaba pintar. Admiraba cómo su hermano mayor trazaba unas sencillas líneas de las que salían, como por arte de magia, preciosos dibujos que luego ella coloreaba. Lidia se enfadaba muchísimo y rompía el dibujo si el trazo del relleno se salía del margen. Pero fue en el colegio donde descubrió su vocación, pintando en las páginas de los cuadernos, mientras los profesores, en la pizarra, explicaban las asignaturas y que a ella no le resultaban interesantes.
La imaginación volaba en su cabeza y tiraba para su mano, y de la mano al papel, dejando plasmada la hora de matemáticas con un bosque de hadas.
Lidia crecía y su pasión por la pintura lo hacía a su lado. Entonces dejó de ser un pasatiempo para convertirse en un modo de vida al que hoy, dice, "no piensa renunciar".
Soy una amante de los pequeños detalles. Creo que eso es lo que termina bien el dibujo.
El carácter perfeccionista lo tengo en el dibujo, pero después, en la vida, no. A mí me hace disfrutar ese perfeccionismo, en el detalle, porque es donde encuentro realmente el goce. Yo pinto la casita, el fondo. Pero después entro en el detalle: la sombra de la teja, el gatito que está en la ventana con los bigotes. Eso es lo que más me gusta.

"El perfeccionismo me hace disfrutar de la pintura"
A través de Cruz Roja estuve pintado durante dos años en Puerto II. Allí hay muchísimas cosas que los presos hicieron conmigo. Creo que fue el mejor trabajo de mi vida, fue muy bonito. Tengo un gran recuerdo de todo eso. Cuando los presos se enteraron de que acababa mi contrato, recogieron firmas y se las llevaron al director para que no me fuese.
Sí, sí. Por parte de mi padre también había mucha vena artística. Y mi tío igual, hace forja artesana. Yo, en el colegio, me pasaba muchas clases pintando.
Cuando empiezas a pintar, te das cuenta de que eso hace un recorrido por sí solo. De hecho, tengo que decir que yo decidí de pequeña ir a la escuela de Bellas Artes. Mi madre lo consultó con un profesor y el profesor dijo que no. La respuesta a mi madre fue que no para que no dejara el sello que yo tenía. Ya lo tenía marcado desde entonces.
Aquello fue sobre todo un despertar cuando estuve trabajando en la prisión con los internos. Hubo muchísima gente que empezó a ver lo que yo hacía y comenzaron a llegarme encargos; pero uno tras otro. Me di cuenta de que, de verdad, lo que yo hacía, gustaba mucho. Que no era solo para mí y para mi disfrute.
Me quedo con la acuarela, sí. El óleo se me hace pesado. Soy impaciente para ello. Necesita tiempo, más secado. Es verdad que el óleo lo tocaba, pero cuando me quedé embarazada de mi primer hijo, como los olores son más fuertes, lo tuve que dejar. Empecé entonces con la pintura al agua. Me resulta mucho más rápida.
Es cierto que no es fácil desde el punto de vista económico, pero si no eres muy ambicioso en ese plano y tu felicidad se llena con las pequeñas partes de las que se compone, pues compensa. Después, si hay trabajos para el colegio de mi hijo, sobre la igualdad o lo que sea, y me lo pueden pagar, pues perfecto. Pero si se acaba esa partida, yo sigo yendo a pintar porque mi goce está en pintar, no en la recompensa económica. Esos niños que pasan, que abren la puerta y que te dicen: "Yo de mayor quiero ser pintor, como tú". Eso no está pagado con nada.

"Que los niños te digan que quieren pintar como tú cuando sean mayores, no está pagado"
Yo creo que va un poco todo a partes iguales. Cuando tengo algún encargo, me piden un boceto. Yo les digo que no hago bocetos, porque al pintar sé cuándo empiezo, pero no cuándo acabo. Si empiezo con un boceto, y de pronto veo que al personaje le pega que le ponga una flor en la boca, pues se la pongo. Pinto sobre la marcha.
Yo creo que se puede hacer. Estoy convencida, de verdad. Por supuesto, habrá una parte con la que se nazca, pero si te enseñan, te aplauden y de pequeño no te encorsetan para que tu pintura sea de una forma determinada, todos podemos pintar con nuestro estilo.
Normalmente, me voy a la tienda taller de una amiga, La casa de los sueños, en Ronda. Allí ocupo una mesa. Enfrente puede haber señoras haciendo ganchillo y charlando. Así suelo trabajar: rodeada de otras personas, pero me abstraigo y no me acuerdo ni de la hora.