“Ya está el lorenzo en la calle”. Con este grito de guerra prorrumpido por el coordinador de la recolecta, todos se ponen en marcha. Son casi las doce del mediodía, comienzan un poco más tarde de lo habitual debido a la caprichosa niebla de esa mañana de primeros de otoño. Por fin ha desaparecido el rocío, y en la vega del río Guadalete, en las cuatro hectáreas que conforman la parcela Rofer, una de las 12.000 que en Cádiz destinan a este cultivo, se disponen una decena de personas a cosechar el algodón, sembrado en la última quincena de abril y cuya campaña finiquita a finales de octubre.

Trabajan en régimen de cooperativa para reducir costes. A diario, el coordinador y los camioneros rotan de finca en finca recolectando esta fibra. En los ochenta dejó de cosecharse a mano. “Yo me crié debajo de una mata de algodón”, espeta José Luis Ibáñez, secretario de organización de COAG Cádiz. “Era un espectáculo. Veníamos toda la familia, las mujeres, los niños...”, rememora Antonio Rodríguez, de 49 años, quien se ha dedicado al campo, y es pisador desde hace más dos décadas. Él y sus cinco compañeros se han convertido en los verdaderos protagonistas de este proceso, son los encargados de prensar el algodón en los camiones antes de ser trasladado a la desmotadora. Como su nombre indica lo hacen a pie, compactan todo lo recogido por las máquinas para que la carga sea la mayor posible, ocupando el mínimo espacio. Antonio trabaja el resto del año en distintos cortijos, en las viñas, los olivos, almendros… Encadena las distintas campañas.

Para ser pisador, dice, “se necesitan buenas piernas y tener ganas de trabajar. Más vale moverse en el algodón, ir todos a una”. Dada la dureza de la labor, a este jornalero le extraña que la juventud de hoy llegue a pisar en el futuro. “Puedes acabar a las nueve, a las doce o la una de la noche. Está bien pagado, echamos muchas horas, pero sacamos el sueldo”. Obviamente el panorama laboral tampoco ofrece una amplia gama de oportunidades, de modo que, “si los jóvenes no tienen trabajo, tendrán que meter el cuello como lo estamos metiendo nosotros ahora”, apostilla.

Y parece llevar razón. Junto a él, en la cuadrilla de los seis pisadores, se encuentra Antonio García, de 29 años, natural de La Barca. Podría definirse como “jornalero profesional”. Acaba de obtener el “título de agricultor”, presume. Hace referencia a los  módulos exigidos por la Comunidad Europea para incorporarse al campo. Hijo de agricultor, bromea: “Voy a heredar las trampas”. Al igual que otros muchos jóvenes de su generación, dejó el instituto para trabajar en la construcción. Con la llegada de la crisis “me arrimé al campo con mi padre”. Ahora no se arrepiente, le gusta su trabajo, lo conoce y prefiere dedicarse a cultivar antes de abandonar su tierra, como se han visto en la obligación de hacer la mayoría de sus amigos. “Ser pisador es como un trabajo cualquiera, hay que apretar bastante las piernas y aguantar, que es lo que hay. Es duro, pero que no se vaya a perder porque entonces nos caerán más moscas encima”.

“Ser pisador es como un trabajo cualquiera, hay que apretar bastante las piernas y aguantar, que es lo que hay. Es duro, pero que no se vaya a perder porque entonces nos caerán más moscas encima”.

Andrés, es el pisador más veterano, tiene 62 años. Sus gemelos duros y fuertes como el acero delatan que lleva desde muy joven prensando algodón. Además, práctica kárate en su tiempo libre, es cinturón marrón. Ni su edad, ni su alto grado de conocimiento en artes marciales conlleva ningún tipo de concesión, ni privilegio. “Soy uno más”, afirma. Aunque el benjamín de la cuadrilla asegura que “más respeto sí se le tiene”.

En el tajo permanecen unas doce horas al día, de las cuales ocho las pasan pisando el algodón. Cuando llegan a casa pueden hacer poco más aparte de comer y descansar. El jornal merece la pena sobre todo si realizan bien su trabajo. Los pisadores ganan una 1,5 pesetas el kilo —sí, pesetas, no euros—. El total puede variar en función de la cosecha pero oscila entre los 60 y 90 euros. A pesar de lo anacrónico que resulta verles trabajar, la existencia de los pisadores es cuestión de rentabilidad. En este caso, “una plancha que realizase la labor de ellos, no llegaría a ser amortizada nunca, aunque en otros países trabajan con ellas desde hace muchos años”, asegura Ibáñez, secretario de organización de COAG Cádiz.

En esta zona las cosechadoras manejadas por cooperativistas enganchan la fibra. Tras colmar los camiones de algodón compactado —que puede alcanzar el metro y medio de altura sobre el límite de la batea—, es transportado a la desmotadora, próxima al término municipal de Lebrija (Sevilla). En esas instalaciones limpian la fibra y le quitan la semilla que se encuentra en el corazón del algodón. En la desmotadora se quedan con el algodón y venden la semilla como alimento de ganado. “Si la semilla no se utilizara, el algodón tampoco existiría porque el precio sería bajísimo”, subraya Ibáñez.

Andalucía es la región algodonera de España donde se siembran unas 60.000 hectáreas, de las cuales 12.000 se encuentran en Cádiz. En la provincia, concretamente en la vega del Guadalete –donde se siembra desde hace más de 60 años— entre 900 y 1.000 familias solicitan las ayudas de la PAC (Política Agraria Común) de algodón. Su cosecha cada vez está menos humanizada. “La última vez que cogí a mano el algodón con mis padres estaba el kilo a 50 pesetas. Ahora esta variedad se está entregando a 90 pesetas el kilo, y la mitad se va en costes. Con la reforma de la OCM que introdujo las ayudas por hectárea, lo hace aún menos rentable”, explica José Luis Ibáñez. En Andalucía, este cultivo genera unos 800.000 puestos de trabajo fijos (cooperativas, casas de fitosanitarios, técnicos agrícolas), de manera directa o indirecta, y estacionales como el de los jornaleros, entre quienes se encuentran los pisadores.

El aterrizaje de las cosechadoras conllevó la desaparición de las mujeres en los cultivos de algodón. En la parcela Rofer, los camioneros, los maquinistas y los pisadores son hombres. La perito de la organización COAG es la única presencia puntual en la parcela. “Hay mujeres en la cooperativa, pero lo habitual es verlas en las campañas de recolecta de hortalizas”. La presencia femenina prácticamente se reduce en el cultivo más tradicional de la zona a los nombres otorgados a las diferentes variedades del algodón, a las se les asigna nombres de mujer como Celia o Carmen. Al menos, queda la esperanza de que mientras sobreviva el cultivo del algodón en la vega del Guadalete, existirán los pisadores, insustituibles.

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María Luisa Parra

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