Hoy bastante desolada, la calle Levante era a mediados del siglo pasado una de las más abigarradas de Jerez. Una calle que parecía diseñada por un niño travieso. En su breve trayecto se sucedían los juguetes de El Tornero, los caramelos de Joaquín Perea, los tebeos de la Joaqui (Joaquina López), el almacén de plátanos y, antes de llegar a la bicicleteable plaza de las Angustias, una pequeña lechería donde en su día se formaban colas para tomar vasos de leche con canela.
Se podrían contar muchas historias de esta calle. Por ejemplo, aquel día que un cargador se quedó encerrado en una cámara frigorífica de Los Plátanos y murió en su interior porque se abrían desde fuera. O esa Joaqui que quedó soltera e inestable tras haber sufrido en sus carnes una “broma” al estilo de la película Calle Mayor: el día de la boda, el novio se carcajeaba con los amigos a kilómetros de distancia. Nos centraremos hoy en la austera lechería del principio. La vida de su propietaria, siempre de negro, con su delantal almidonado de lechera, era cosa de leyenda, y, en según qué versiones, poco más que una leyenda. Se trata de mi bisabuela María Luisa Barranco Hurtado (1907-1988), vulgo ‘María la lechera’.
Los hermanos de María Luisa murieron todos en la infancia, por enfermedades o travesuras (uno fue lanzado en un tonel por el llamado Salto del Cabrón). A finales de 1930, casa con Manuel Moreno Durán, que trabajaba en la hoy supercentenaria sombrerería González y se autodescribía como “un enamorado” del anarquismo. Aunque ella parece preferir a Lerroux, la pareja se involucra en el movimiento vegetariano-naturista y asiste a eventos a mediados de la década, uniéndose a la Sociedad de Vegetarianos jerezana fundada en marzo de 1936 y, probablemente, al casi simultáneo Ateneo Cultural ‘Estudios’.
En julio estalla una guerra civil y España se vuelve automáticamente un polvorín de ajustes de cuentas y denuncias rastreras. En agosto, un camión de falangistas aparece en la finca La Canariera de la Cartuja, donde se escondía la familia y habían enterrado un lote de libros. Preguntan por Manuel Moreno Durán, dice la leyenda que mientras se afeitaba (tópico de los relatos de persecuciones del 36). Este escapó por la puerta trasera, que daba al patio, saltó la alambrada y salió corriendo por los campos. Pasó el día oculto en algún escondrijo de los alrededores, pero al amparo de la noche regresó. Solicita un revólver, que María ha de recoger en casa de un conocido.
El antiguo naturista partió con su arma de fuego, esperando sobrevivir en un mundo drásticamente cambiado. No iba solo: un grupo de jerezanos caminaba junto a él en la noche cerrada. El objetivo era alcanzar Málaga “la Roja” por la sierra. Días o semanas más tarde, un hombre se aparece por casa y comunica que ha muerto en una emboscada en la sierra. Cinco meses más tarde, nace muerta la tercera hija de ambos.
Los padres de María Luisa, que pasó de única hija a hija única, siempre se desvelaron por que no se expusiera a riesgos, brindándole una educación de señorita. El cambio en su vida será drástico. Con dos hijos a su cuidado, sin hermanos que pudieran echar una mano, se ve forzada a abrir una lechería en febrero de 1937. Terminado el reposo del reciente embarazo, adoptó una espartana rutina que mantendrá durante cuatro décadas. Siete días a la semana tras el mostrador (luego seis y medio, luego seis...), de 7 a 21 horas, con breve pausa al medio día. La jornada comenzaba recibiendo a los lecheros cada día a las seis. Traían bidones de zinc y se pasaba el contenido a un gran barreño. A las siete llegaba el panadero y más tarde el recovero con los huevos, el tercer producto del modesto despacho. Se hacía queso si sobraba mucha leche, hasta que los lecheros empezaron a usar botellas de vidrio.
Pero una pequeña lechería no siempre bastaba. En aquellos años cuarenta de escasez crítica, María Luisa se involucra en el estraperlo. Cajas de jabón en barra, que había que partir en tacos, harina que vender a una peseta y teleras de pan blanco de Alcalá. En aquel entonces vivía en una casita del Pelirón, donde había construido expresamente un hueco oculto para tostar café. La famosa economía del estraperlo, que era más femenina de lo que se recuerda y generaba complicidades entre desconocidos. Una señora llamada Francisca tostaba café crudo en su azotea de la calle Doña Blanca. Con él María fabricaba en su casa paquetitos de café (1 peseta) y cebada tostada (malta, 1 real), tras haber logrado evadir el fielato del puente de la calle Arcos.
También probó a tostar café ella misma en su azotea cuando vivía en la calle Évora. En una ocasión el olor llegó a la nariz de un policía y tuvo que correr a esconder sacos de café y azúcar en casa de una vecina. Resultó multada con 100 pesetas y arresto domiciliario de tres meses, que no podía permitirse teniendo la lechería como principal sustento… por lo que puso la multa a nombre de su madre, que estaba encamada.
María Luisa, la viuda milagrosa, estaba siempre a un paso de la pobreza, sorteándola con todas sus tretas. Ayer soñaba con una sociedad más sana; hoy todos sus pensamientos los dirigía a mantener a su familia simplemente sana. Y, durante un tiempo, al menos, consiguió su objetivo.
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