La bendita locura de ser campanero en Utrera

Entre el Corpus Grande y el Corpus Chico, la ciudad del mostachón vive jornadas de ajetreo para los aficionados de un oficio que, después de siglos de anécdotas y familias enteras con sus hogares en las torres, se han constituido en asociación ante su propio peligro de extinción

El campanero Antonio Cabrera Carro, que aquí toca bronce, se preocupa por la continuidad de esta tradición.
El campanero Antonio Cabrera Carro, que aquí toca bronce, se preocupa por la continuidad de esta tradición. MAURI BUHIGAS

Franco agonizaba, o estaba a punto de hacerlo, cuando el Quícalo, que acababa de regresar a Utrera de su larga emigración laboral por Alemania, fruncía el ceño mirando las campanas de Santa María desde abajo. La chiquillería no paraba quieta, entusiasmada en los prolegómenos de subir a la torre. Los adolescentes se creían mayores porque aquel hombre al que no conocían los iba a ver saltando las campanas hasta el palo, hasta el bronce o haciendo balanza. Así que una vez en el cuarto de campanas, cuando a uno de ellos se le encarruchó la soga, nadie esperaba que el forastero se hiciera notar.

Joaquín Ramírez Vera se montó en el poyete de un salto gatuno, desenredó la cuerda y volteó la campana con tal elegancia, que todos los presentes se quedaron boquiabiertos porque, para colmo, la dejó en balanza con la habilidad de quien lo hacía a diario. Subido sobre la cabeza de la campana y asomado desde tanta altura al porche en el que se había criado, la gente empezó a reconocerlo desde abajo antes que quienes habían subido con él al cuarto de campanas. "¡Ese es el Quícalo!”, gritaron, "¡El Quícalo! ¡El Quícalo!", corearon todos. En efecto, lo estaban reconociendo por su modo inconfundible de tocar las campanas y solo entonces los mayores cayeron en la cuenta de que, aunque cambiado por los años, el Quícalo seguía siendo el mismo. 

La anécdota —esa mágica revelación del Quícalo por su manera de tocar las campanas como a Cristo lo reconocieron los discípulos de Emaús al partir el pan— la cuenta en Utrera más de un campanero de los que, hace justamente medio siglo, no eran más que muchachos envalentonados con esa manera tan arriesgada de tocar las campanas –como otra suerte de toreo- que ha pervivido aquí durante siglos. "A él no le gustaba mucho que lo llamaron Quícalo", rememora José Giráldez Sousa, uno de los campaneros más antiguos de Utrera que, hace ahora veinte años, escribió el único libro que se ha publicado sobre repiques y tañidos, basado en la escasa documentación conservada al respecto y en su propia experiencia de campanero fino como ya hay pocos.

CAMPANEROS UTRERA NÍCALO
Estampa histórica del Quícalo haciendo balanza.

"Lo de Quícalo venía de cernícalo, un ave rapaz de las que frecuentaban los campanarios", explica Antonio Cabrera, historiador utrerano y también campanero en su juventud. Su hijo, Antonio Cabrera Carro, forma parte de otra generación de campaneros, más reciente y que ha vivido ya la crisis de esta afición a punto de extinguirse si a comienzos de este siglo no se hubiera constituido una Asociación de Campaneros de Utrera (Acamu). Él no recuerda ya a Joaquín el Quícalo, pero sí al propio José Giráldez muchos años antes de que este decidiera no volver a subir al campanario, con la honrosa excepción de haber roto aquella promesa por cortesía con lavozdelsur.es.

"Parece que estoy viendo a José quitándose los zapatitos y colocándolos con cuidado a un lado", evoca Antonio, trasladándose a su infancia. "Era otra manera de tocar, saltando muy elegante, como un pajarito, hasta el bronce, teniendo mucho oído, porque esto es un verdadero arte entre quienes tenían esa cadencia y conservaban el ritmo especial de esa musicalidad de las campanas", insiste Antonio, verdaderamente admirado ante el autor de La singular historia de las campanas de Utrera, libro editado en 2003 por la entonces recién constituida asociación de campaneros y apenas unos meses antes de que ocurriera la segunda tragedia en toda esta historia campaneril, que acabó con la vida José Pérez Cela, también conocido en Utrera como el Pumbi cuando se disponía a echar la primera cuerda del segundo repique el domingo del Corpus de 2004.

La primera desgracia mortal tuvo lugar en 1694, cuando una campana aplastó a dos muchachos. En el caso del Pumbi, con 30 años de experiencia, ocurrió porque probó con una campana demasiado pequeña que, en pleno repique, lo despidió hacia el interior del campanario y cayó al suelo, desnucándose desde cuatro metros de altura. Todavía apartan de un manotazo el recuerdo quienes vivieron cómo al Pumbi, moribundo, hubo que bajarlo por aquella eterna escalera de caracol… Ahora, 20 después de la tragedia, sus compañeros campaneros le han dedicado el cartel de los repiques programados durante todo el fin de semana con motivo de los cultos en honor al Santísimo Sacramento en la parroquia de Santiago el Mayor…

CAMPANEROS UTRERA 14 ANTONIO, DIEGO, ALEJANDRO Y JUANJO
Las nuevas generaciones de campaneros mantienen viva la tradición: Antonio, Diego, Alejandro y Juanjo.   MAURI BUHIGAS

Contra lo que pudiera parecer, estos dos sucesos luctuosos, con más de tres siglos de diferencia, son los únicos registrados en una historia mucho más larga de esta tradición del toque manual de campana convertida por la Unesco en Patrimonio Inmaterial de la Humanidad en 2022. Hay otras ciudades españolas donde la tradición –aunque distinta- se mantiene aún contra esa lógica del progreso que ha puesto a voltear ya todas las campanas a base de electricidad, pero el caso de Utrera es exclusivo en toda Andalucía. Al margen, como material legendario, está la campana castigada —la del Cristo— en la torre de Santiago porque en el siglo XIX, cuentan, arrojó a un campanero hacia el Castillo en el momento de saltarla. Desde entonces está inmovilizada…

Días de volteo y tres generaciones de campaneros

En plena primavera, con dos jornadas de Corpus Christi, una desde la Parroquia de Santa María el domingo pasado y otra desde la Parroquia de Santiago este próximo domingo, la nueva generación de campaneros en Utrera anda en sus días señalaítos, porque no solo ha de tocarse antes de cada misa, sino incluso durante toda la procesión. Antaño hubo muchos más, porque el código de las campanas, religiosa y civilmente, era una manera de que el alma de la ciudad se hiciera sentir en toda circunstancia: para las misas, para el Ángelus o por el año nuevo, pero también por el toque de tinieblas del Miércoles Santo o por el toque de sermón, por los repiques de Gloria o por la Candelaria, por el Cristo de Santiago, por la Resurrección, por la Ascensión, por la Asunción de la Virgen, por Consolación, por Todos los Santos, por la Inmaculada o por la Natividad, e incluso como toque de queda, toque de rebato o toque de fuego.

Las campanas implicaban tal trabajo, que Utrera tuvo siempre familias completas viviendo en las torres de sus principales iglesias, la de Santa María de la Mesa, a cuyos parroquianos se les conoce como lechuzos, y la de Santiago el Mayor, a cuya gente se le llama mochuelos… Piques entre feligresías que, sin embargo, no pueden vivir la una sin la otra; al fin y al cabo, dos siglos duró aquel pleito para dilucidar si la parroquia más antigua era Santa María de la Mesa o la de Santiago el Mayor… Toda aquella liturgia no solo ha pervivido, desmigajándose algo, a través de los siglos, sino que incluso inspiraron a los literatos más célebres que ha dado Utrera en estos últimos: los hermanos Álvarez Quintero, que incluyen interesantes conversaciones con el argot campaneril en famosas comedias como Malvaloca…

CAMPANEROS UTRERA 16 IGLESIA DE SANTIAGO EL MAYOR, VISTA DESDE EL CAMPANARIO DE LA IGLESIA DE SANTA MARÍA DE LA MESA
Espectacular visión de la parroquia de Santiago el Mayor desde el campanario de Santa María de la Mesa.   MAURI BUHIGAS

La juventud usa ya menos estos calificativos entre cariñosos y guasones. Y en el triduo previo al Domingo de Corpus de Santa María aparecen por la torre, junto a campaneros experimentados como Antonio Cabrera, adolescentes aprendices. Juanjo cree haberse lesionado en el descanso de un partido de fútbol y opta por llamar a Diego y a Alejandro, amigo de ambos, para aprovechar que hay dobles. Los tres suben sin apenas descanso los 123 escalones de la escalera de caracol. José Giráldez, que hace muchísimo que no sube, se recrea en el antiguo campanario con los vanos vacíos y otras paradas, y sale a la azotea en la que él conoció a Rosa la campanera, heredera de otra campanera más antigua llamada Consuelo Colchero Rivas, de aquella saga de los Colchero que inició un tal señor Juan que se encargaba, en la segunda mitad del siglo XIX, del campanario de Santiago… 

De aquel viejo campanero decimonónico se cuenta que pidió permiso al párroco de entonces para que los novios de sus hijas pudieran entrar y salir por una puerta doméstica que abrieron como si la torre fuera su casa. Y es que lo era, pues las familias campaneras de entonces, como la de los Agroba, no solo vivían de la torre cobrando por los repiques de tantas fiestas señaladas, por doblar en los entierros o por darle cuerda al reloj, sino también por limpiar la torre y adecentar los retablos, por mantener encendidas las lámparas de aceite o colocar velos morados que ocultaran las imágenes durante la Cuaresma… Aquellas familias campaneras lavaban y tendían la ropa en la azotea aledaña a la propia torre, y allí hacían de comer y allí charlaban y allí mismo hacían sus necesidades en un pequeño aseo junto al espacio reservado en el que criaban gallinas y palomos para el consumo propio… 

La mirada como al vacío de José Giráldez parece resucitar aquella algarabía de campaneros de oficio de hace más de medio siglo, mientras Cabrera señala un rincón donde se advierte la silueta de la letrina… Los jóvenes han echado las cuerdas ya en las campanas con nombres de santos y vírgenes: la Gorda, de 2.649 kilos, se llama Santa María, como la titular del templo, pero la segunda lleva el nombre de Santa Bárbara y pesa menos de la mitad. Y luego están los esquilones, algunos de los cuales, como el San Juan o el San José (a las campanas se las nombra en masculino) son los que mejor suenan de toda Utrera, a decir de los entendidos, quienes saben por las inscripciones en el bronce y también por el libro de Giráldez que las hizo el fundidor alemán Zacharías Ditrich allá por 1785… Luego están las otras campanas que también llevan nombres de santos pero que esconden, disimuladamente, el nombre de quienes las donaron. Y así la San Rafael, por ejemplo, fue donada por Don Rafael Adame Peña, y la Santa Domingo, pues por Don Domingo Alonso Carballo, gente potentada del lugar de hace siglos o de hace solo unas décadas…

A los jóvenes campaneros de ahora les interesa menos la nomenclatura y mucho más la habilidad de saltar en el momento oportuno, entrenados muchos de ellos con el badajo entrapado para que no suene, orgullosos de la gesta como quien practica un deporte de cierto riesgo o un arte de altura, atentos a cuando la campana sigue girando por inercia después de que la cuerda se haya desliado completamente y comience a enrollarse de nuevo en el brazo. Alejandro guía la cuerda para que se vaya liando ordenadamente, mientras Juanjo espera para poder parar la campana en pino, es decir, bocabajo. Los tres chicos observan a Antonio, mucho más experimentado en estas lides campaneras, y preocupado precisamente porque el oficio no caiga en el olvido, que es justamente lo que procura la asociación de campaneros que desde hace unos meses vuelve a presidir Juan Carlos Moreno.

"La asociación nació en 2001", explica este enamorado de la tradición, "desde que se empezaron a recibir subvenciones y hubo que manejar ciertos fondos, pero la tradición de los campaneros es antiquísima", y recuerda un dato del que los utreranos se sienten especialmente orgullosos: la campana más antigua que conserva la ciudad está fechada en 1493 y conmemora el final de la Reconquista. Aquella campana formó parte del primer reloj de campana que tuvo Utrera. Y tiene su lógica si se piensa en las campanas como símbolos de la sonora cristiandad contra el Islam…

CAMPANEROS UTRERA 15 JOSÉ GIRALDEZ SOUSA AUTOR LIBRO "LA SINGULAR HISTORIA DE LAS CAMPANAS DE UTRERA"
José Giráldez Sousa escribió en 2003 el único libro que compila la historia y los ritos de las campanas en Utrera.   MAURI BUHIGAS

Campaneros para la Historia, gracias al cura Padilla

La historia de Utrera está tan unida a sus campanas como al flamenco o al toro bravo. Al fin y al cabo, las tres disciplinas precisan del arrojo que se sobreentiende en personajes como el Canca, aquel campanero de Santiago que perdió un brazo al intentar poner una campana en balanza. Ser manco no le impidió seguir frecuentando la torre ni tampoco saltar la campana valiéndose del único brazo que le quedaba, en competencia con otro campanero de los Colchero, este de Santa María, que llegó a saltar una campana agarrándose a la soga con una sola mano mientras en la otra lleva a su hijo Joaquín en brazos. Muchos años después, aquel chiquillo de cuatro o cinco años habría de sorprender a sus paisanos al volver de Alemania sin que lo reconocieran más que cuando saltó aquella misma campana. Lo llamaban, a su pesar, el Quícalo

Y buena parte de la historia vinculada a los campaneros se hubiera perdido sin el interés por la ortodoxa tradición de un maestro carpintero inolvidable, Curro Peña, a la sazón mayordomo de la Sacramental de Santa María que incluso reparó la campana Santa Catalina y enseñó a muchos aprendices, entre ellos a Francisco Camacho, el último campanero que vivió en Santa María, hasta 1982… 

En la misma calle donde tenía su carpintería, la Antón Quebrado, el carpintero Peña había sido depositario directo del reglamento de toques y repiques escrito por el párroco de Santa María hasta 1922, don Juan Padilla, natural de Las Cabezas de San Juan pero utrerano hasta la médula por su compromiso con la ciudad y su pasión por las campanas hasta el punto de estar siempre atento a la ejecución de los campaneros para corregirlos desde abajo o subiendo hasta la mismísima campana si hacía falta… 

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Campaneros de Utrera.   MAURI BUHIGAS
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Antonio Cabrera desenreda la cuerda del brazo de la campana.   MAURI BUHIGAS

Del cura Padilla recuerdan los más antiguos sus tertulias al fresco del porche ("la playa de los pobres", como lo llamaba el coadjutor, don Cristóbal Hidalgo), en sendos sillones con su colega Francisco Parra, el párroco de Santiago, rematadamente sordo y usuario de una trompetilla de metal con la que procuraba enterarse de algo hasta que Padilla se hartaba de repetirle lo mismo para nada. Era la época en que los campaneros se disputaban por campanear el San Juan, la campana de más delicioso sonido en Santa María, o el Socorro,  la mejor de Santiago, durante la víspera del Día de Difuntos y durante toda aquella madrugada que solo el anís o el coñac —con castañas y nueces— ayudaban a sobrellevar… 

De aquellos tiempos y de aquellos fríos, y del afán por conservar los sonidos de los metales y su gramática a través de una asociación que organice jornadas de puertas abiertas en las torres de las iglesias y reparen campanas en mal estado no saben demasiado los jóvenes campaneros de hoy, pero sí los jóvenes de entonces, eslabones que no se pierden por la conciencia de lo que son, como José Manuel Carnerero López, por ejemplo, que supo aglutinar a medio centenar de aficionados para el nacimiento de la asociación cuando estos jóvenes campaneros de hoy no habían nacido y todavía eran jóvenes, o mucho más jóvenes, Pedro Villores, Juan Carlos Gamero, Javier Vidal, José Vázquez, José Suárez, Andrés Caraballo, Jesús Quesada, Javier Moreno, Eusebio Sosa, Juan Carlos Pérez, Antonio Valderrama… nombres que resuenan hasta 80 veces con la contundencia del badajo cuando se pone solemne según en qué campanas antes de emprender el vuelo sonoro por estos aires de la campiña…

También estas campanas utreranas hubieran podido inspirar al gran novelista Gabriel Miró aquel capítulo dedicado a las de su tierra valenciana, en donde "el fondo del cielo y de los campos se llena de un temblor de campanillas de estrellas y de élitros". Aquel delicioso texto de prosa poética terminaba así: "Poco a poco se van volviendo de plata bajo la luna. Entonces, la torre adquiere una belleza de juventud, precisamente cuando cada sillar se queda desnudo en toda la gracia de su vejez. Madre hermosa con el pelo blanco que se pone su arcaico vestido de bodas para que la vean las hijas. La torre es humana y vegetal, alzada como un brazo que sube de un racimo de uvas de luna. Ahora las campanas son la paz del pueblo". Y ese campanario que va a seguir construyendo el pentagrama aéreo de toda la semana bien pudiera ser el de Santa María o el de Santiago, que tanto monta monta tanto.

Sobre el autor:

Álvaro Romero Bernal.

Álvaro Romero

Álvaro Romero Bernal es periodista con 25 años de experiencia, doctor en Periodismo por la Universidad de Sevilla, escritor y profesor de Literatura. Ha sido una de las firmas destacadas, como columnista y reportero de 'El Correo de Andalucía' después de pasar por las principales cabeceras de Publicaciones del Sur. Escritor de una decena de libros de todos los géneros, entre los que destaca su ensayo dedicado a Joaquín Romero Murube, ha destacado en la novela, después de que quedara finalista del III Premio Vuela la Cometa con El resplandor de las mariposas (Ediciones en Huida, 2018). 

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