Isaac López es transportista y solía hacer viajes hasta los Países Bajos, por lo que pasaba mucho tiempo fuera de casa. Un día, volviendo de trabajar, se encontró su casa vacía. Su mujer y su hijo, de siete años, no estaban. Se fueron a Galicia, a casa de los padres de ella. “Estaba harta de decirme que lo dejara y yo no le hacía caso, hasta que se fue”, cuenta él, quien confiesa que se llegó a “descontrolar” por su adicción a la cocaína, sobre todo tras la muerte de su madre.
“Siempre he sido consciente de que era un cocainómano. Eso no me ha costado asumirlo. Consumía y sabía lo que era, lo que me costó fue dar el paso para venir”. Isaac habla tranquilo, agachando la cabeza cada pocas palabras, quizás asumiendo las consecuencias de sus actos. Hace dos meses que no ve a su mujer y su hijo, el tiempo que lleva internado en las instalaciones donde la asociación Brote de vida tiene su comunidad terapéutica, frente al Palacio de Deportes de Jerez.
A sus 41 años, Isaac está experimentando un cambio vital con el que espera recuperar la estabilidad en su vida profesional y personal. Ahora se encuentra de baja, para cumplir el programa residencial de la entidad, tras el que espera salir rehabilitado. “Estoy cambiando bastantes cosas que antes no hacía”, dice. “Me encuentro mejor física y mentalmente. “Ahora tengo horarios, hago todas las comidas, antes ni merendaba…”.
Isaac, como muchos de su generación, empezó a consumir durante la adolescencia, por lo que llevaba más de dos décadas, sobre todo, con cocaína los fines de semana o los días que no trabajaba. “Es duro estar aquí, pero sé que es lo mejor para mí”, cuenta. “Ahora le doy las gracias a mi mujer, siempre se las daré, porque me empujó a venir”, agrega. En Brote de vida, una comunidad terapéutica gestionada por cristianos evangélicos, Isaac espera dejar atrás su adicción. “Jesucristo es el único que me puede ayudar”, sostiene.
Cuando cumpla tres meses en la comunidad, a finales de año, Isaac podrá empezar a salir los fines de semana. En ella, además de Isaac, están en terapia otras once personas, que además de rehabilitarse de sus adicciones, ayudan en el mantenimiento de la comunidad, cocinando, pintando, cuidando el huerto o el jardín.
“Aquí no se fuma, por supuesto no se consumen drogas y se impone una rutina con horarios”, cuenta José Manuel García, miembro de Brote de vida, y anteriormente usuario, en los años 80, por su adicción a la heroína. “Estamos coordinados con sus médicos de familia para controlarles la medicación”, agrega, sobre todo para saber administrar la metadona a los internos que lo requieran.
“Siempre hago hincapié en que la drogodependencia es una enfermedad que está ahí para siempre y que depende del estilo de vida que tú crees”, incide José Manuel. “El drogodependiente tiene que crear una nueva vida, con otras amistades, con un tiempo de ocio distinto, asumiendo que la noche y el alcohol tienen que desaparecer”, señala. Él mismo lo llevó a cabo cuando ingresó como usuario en Brote de vida hace más de 30 años, y ahora aconseja a quien ingresa en la comunidad.
“Para mí no hay drogas duras o blandas, hay drogas y punto. No puedes intentar salir de las drogas sin renunciar al alcohol, al hachís o a la marihuana”, señala García, quien explica que “rehabilitarse no es dejar de tomar una sustancia, eso es abstinencia, sino darle un giro de 180 grados a tu vida”. Para José Manuel, “el primer factor de recaída es el alcohol”, que lleva a consumir otras sustancias.
En la cocina de la comunidad terapéutica de Brote de vida, que tiene unas amplias instalaciones con huerto propio o taller de carpintería, entre otra estancias, echa una mano Manuel Lozano, de 21 años. Él lleva unos cinco meses residiendo en la comunidad, procedente de Logroño. Un día, por culpa de las drogas, se vio durmiendo en la calle, sin nada, y tocar fondo le hizo reflexionar. “Siempre veía a personas tiradas en la calle y no llegaba a entender por qué no eran capaces de salir de ese mundo, hasta que me vi con ellos sentados en un banco”, relata.
Manuel asegura que sus problemas empiezan con diez años, cuando empieza a hacer pequeños robos. “No lo veía como robar, sino como quitar”, dice. Sus padres lo pillaron en una ocasión, por lo que fue castigado. “Pero ese pensamiento siguió en mí”, agrega el joven, que luego pasó a los porros, al alcohol, y también a la cocaína, el speed y las pastillas. “Yo siempre decía que no iba a tocar las drogas duras, porque les tenía mucho respeto, pero se tocan. Yo toqué la cocaína estando en mi casa, no la consumí, pero me vino el pensamiento de querer probarla”.
Con 16 años, Lozano se fue de casa, con su hermana llorando, rogándole que no lo hiciera. “Me dio igual en ese momento, pero esa imagen nunca se me olvidará”, confiesa. Manuel echa la vista atrás y recuerda que tenía un grupo de amigos de gente “responsable y buena”, hasta que entraron en contacto con chicos mayores. “Ellos eran más guais por consumir drogas, los conocía más gente y yo quería llegar a ser así. Y llegué”, recalca, por esas “creencias erróneas” que tuvo durante su adolescencia.
“Me he criado en una familia en la que ha tenido de todo, mis padres han estado detrás mía, me han cuidado, me han dado buena educación…”, dice Manuel, a quien las drogas le han marcado toda la adolescencia. A pesar de todo ello, hasta llegó a aprobar selectividad, y sueña con retomar sus estudios y matricularse en Bellas Artes algún día. “Hasta en eso me ha hecho daño la droga, porque el mundo del artista está muy asociado a las drogas”, reseña.
“Todo se basa en querer. Éste es un centro cristiano y yo nunca he sido de creer, ni aún me considero creyente, pero sé que quizás sea Jesucristo quién, sobre todo a mi familia, le haya dado felicidad”, cuenta Manuel Lozano, quien hacía mucho tiempo que no escuchaba un “cariño” de boca su madre, ni la veía sonreír. “Eso es muy bonito”, dice el joven, ayudante de cocina en Brote de vida. “Antes no sabía ni freír un huevo, estaba negado”, confiesa.
Cuatro décadas rehabilitando a drogodependientes
Brote de vida nació en 1984 cuando, en pleno boom de la heroína, Andrés Sánchez comenzó a recorrer barrios marginales de Jerez. “En Málaga había una comunidad terapéutica de la que volvían muchos chavales rehabilitados”, cuenta José Manuel. Y en ella se inspiró Sánchez para crear la entidad jerezana. Ahora es su hijo, Josué Sánchez Torralba, psicólogo, quien preside la asociación.
“En los inicios se trataba sobre todo a heroinómanos”, relata José Manuel García, uno de los primeros usuarios de Brote de vida. “Con el tiempo fue entrando la cocaína, y desde hace cuatro o cinco años hemos vivido un aumento de la heroína, pero no como antes, sino en forma de rebujo —heroína y cocaína—”, relata García.
De un primer local ubicado en la zona Sur de Jerez pasaron a las actuales instalaciones, donde están desde 1993, además de contar un piso de reinserción en la barriada España. Allí se encuentra la sede de admisiones, donde los drogodependienes suelen acudir con familiares. Es Tatiana Romero, trabajadora social de Brote de vida, quien recaba información sobre las drogas consumidas, sus trayectorias de consumo, y quien explica el funcionamiento del programa de rehabilitación
“Tenemos varias entrevistas en las que vamos indagando los orígenes de cada persona para elaborar un informe psicosocial con el que conocer en profundidad al usuario, para poder trabajar los aspectos de su vida que le han podido llevar al consumo”, relata Romero. “Hay elementos familiares que pueden ser motivo de recaída, por eso se les educa en hábitos de vida saludables”, añade.
A través de los Centros de Tratamiento Ambulatorios (CTA) adscritos a la Consejería de Salud y Familias de la Junta de Andalucía también les derivan usuarios a Brote de vida, que cuenta con la posibilidad de admitir a presos de centros penitenciarios de la provincia, que concluyen su condena en la comunidad terapéutica, cuando le quedan pocos meses. “Mientras terminan la condena están haciendo nuestro programa de rehabilitación”, dice la trabajadora social.
“Hay drogodependientes de consumos diarios, de fines de semana, de BBC (bodas, bautizos y comuniones), de todos los estratos sociales…”, incide José Manuel García, quien cuenta que a las familias se les asigna un educador, que trabaja con ellos. “Hay que enseñarles que el programa hay que sacarlo adelante entre la asociación, el adicto y la familia”, señala. “A lo mejor la familia tiene un problema y fruto de ese problema hay un hijo drogodependiente. Hay una parte del iceberg que se ve y otra debajo del agua que no y que es la más gruesa”, dice.
“Hay profesionales preparados pero hay sensaciones que solo entendemos lo que hemos pasado por ahí”, insiste García, quien es el vivo ejemplo de que “se puede” salir de las drogas, algo que sirve de inspiración para usuarios como Manuel o Isaac.