Hay una ferretería en Arahal que, posiblemente, sea el comercio más antiguo de la provincia de Sevilla. Antes fue tienda de ultramarinos o colmado y perteneció a los bisabuelos del actual propietario, José Antonio Revilla. Tiene un documento de 1895 que autentifica el dato de su origen, aunque, aseguran que, antes de pertenecer a esta familia, ya había abierto en el lugar una tienda más pequeña que perteneció a otros comerciantes de la localidad. El establecimiento se conserva tal como era hace más de un siglo, aunque hace tiempo que dejó de vender productos de alimentación y mercería.
Entrar en Ferretería Revilla es como hacer un viaje en el tiempo hasta llegar al siglo XIX cuando eran pocos los comercios abiertos en los pueblos, no existían las grandes superficies comerciales y se pagaba a dita, es decir, pago a plazo en pequeñas cantidades. Es también la época en la que vendían a granel, en cartuchos de papel de estraza o en botellas recicladas que se usaban una y otra vez. El plástico casi no existía, las mujeres llegaban con cestas de esparto o hechas con trozos de tela sobrante.
En este establecimiento, situado en la calle Doña Luisa en Arahal, en pleno centro histórico, puedes todavía pedir las antiguas monodosis de tinte para la ropa de la marca Iberia o puedes encontrar el primer paquete de polvos para lavar que comercializó Ariel; un velo negro de encaje de los que usaban las mujeres para ir a misa, aceite o brillantina para el pelo o pimienta en grano en sobres pequeños de papel en el que indican el nombre del exportador en letras grandes, Francisco Aragón Espinardo de Murcia, y su coste, 10 céntimos de peseta, la moneda oficial en España en aquellos años. Todo metido en grandes cajas de latón de ‘Las Tres Rosas. Flor de Andalucía’. Envases que han sido desbancados por otros más actuales con un marketing adaptado a las nuevas modas y con nombre inglés, packaging.
Si pides a José Antonio Revilla que ahonde un poco en los cajones de madera que aún conserva la tienda, con la pátina del uso y del paso del tiempo, el propietario encuentra desde catálogos de productos descritos con una máquina de escribir Olivetti o a plumilla, a botones de todas las clases y colores, y otros curiosos productos de mercería que antes formaban parte de cualquier costurero que se precie, como los huevos de madera de zurcir calcetines.
"Primero había en el mismo lugar una tienda más pequeña, Casa Soria (prendas de vestir, hoy todavía existe muy cerca de esta ferretería), y también fue una ferretería que se llamaba ‘El Llaverín’, de un empresario de La Puebla de Cazalla. Todo antes de que la comprara mi bisabuela, María Elisa Marín González, fue la que amplió el establecimiento y lo convirtió en colmado donde vendía de todo". Aún hoy en día sigue el mismo mostrador, el peso y un dispensador de aceite conectado con un bidón que está en el subsuelo. Y, en otra zona, está también enterrado el bidón de hidrocarburos, muy vendido en los primeros años del siglo XX para rellenar las lámparas con las que alumbraban los serenos o los trabajadores nocturnos. Estanterías y cajoneras de madera rodean las paredes del establecimiento dividido por secciones, en un lado la alimentación, en medio la mercería y, en el otro lado, todo lo que era ferretería y productos relacionados con maquinarias diferentes.
La tienda ha estado a punto de cerrar antes de que el actual propietario, perteneciente a la cuarta generación, decidiera hacerse cargo de ella. José Antonio Revilla dice que cada vez lo tienen más complicado. Para empezar, la zona en la que está situado el comercio, no tiene aparcamientos, servicio con el que cuentan ya todas las empresas de la competencia. Y eso, que Ferretería Revilla ha sido capaz de adaptarse a los tiempos y sobrevivir vendiendo lo que no se encuentra en ningún otro establecimiento de estas características.
“Vendo mucho menaje, pero si alguien llega pidiendo un repuesto para las antiguas ollas Magefesa, también lo tengo, y, además, las arreglo”. En este antiguo comercio hay piezas de repuesto que ya no se encuentran en ningún lugar y otras con las que se pueden adaptar, por ejemplo, las antiguas ollas a las nuevas cocinas de inducción. Colgados y colocados por toda la tienda tiene también todo tipo de calderos y cacharros de hierro y hojalata.
Bucear por la tienda de Revilla es ver con letra de perfecta caligrafía el nombre de distinto material de mercería en pequeños carteles anclados en los tirados de alargados cajones de madera. Parches, flexómetro de 8 y 10 milímetros, cinta, anillas… Mobiliario que recuerda lo que ha sido esta tienda a lo largo de los últimos 130 años, cuando se compraba a granel el azúcar o la colonia y, los polvos de maquillaje para la cara, eran un artículo de lujo que pocas mujeres podían adquirir.
Y guarda secretos en su interior que José Antonio Revilla va desgranando conforme se visitan todas las estancias de la tienda y la trastienda, donde reúne parte de la historia de su familia, como un cartel de una corrida de toros donde aparece el nombre de su tío, el novillero José Antonio Torres Revilla, algunas fotos antiguas y copias de actas plenarias. "Este farol del pasillo estaba en la antigua fonda de la Plaza Vieja, posiblemente alumbró al escritor Washington Irving cuando se hospedó en ella a su paso por Arahal". Saca el cajón de los velos de encaje para la cabeza y aparecen varias páginas dobles de una antigua edición de ABC Sevilla en papel donde escriben sobre el "sentido refinadísimo" del crítico literario e historiador español Agustín González de Amezua (1881-1956) o anuncian los vinos amontillado y fino de Garvey.
¿El futuro? Se presenta incierto porque José Antonio Revilla se jubila en cuatro años y, de momento, no sabe qué pasará, pero de lo que sí está seguro es de ser el último de la familia que estará al frente del establecimiento. "Mi padre murió con 87 años en la tienda, con la botella de oxígeno y aquí estaba todos los días. Mantenía incluso una tertulia sobre sus aficiones, la cría de palomos, canarios y gallos".
Pepe Revilla ha sido el miembro de la familia que más años ha estado en la tienda. Para toda una generación de arahalenses, el lugar reunía el trato cercano y cordial, el buen servicio, no había nada que no lo tuviera o pudiera conseguir Revilla; un horario amplio y la constancia de saber que aquellas cuatro paredes formarían parte de los recuerdos de generaciones de vecinos que entraban y salían buscando la complicidad y condescendencia de Pepe. Entonces no se cerraba por vacaciones, ni los días malos de lluvia y frío. Las luces de la esquina de Doña Luisa que salían de su establecimiento, eran el farol de la calle que conectaba Morón con Pozo Dulce y, día a día, sin ser consciente, esta familia ha ido escribiendo una de las páginas más importantes de la historia del más típico comercio local español de una época.
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