Ataviado con unas botas y una camisa, un hombre remueve Dama Blanca en pleno parque natural Bahía de Cádiz. No es una lechuza, ni tampoco una avoceta, especie de pecho blanco elegante a la que debe el nombre, es un producto que empezó a comercializarse hace apenas 15 días. La puesta de sol se acerca en la salina de la Esperanza, en Puerto Real, donde Juan Carlos Sánchez Delamadrid, sevillano de 55 años, cosecha la sal. Sal marina virgen. “El año pasado sacamos 30.000 kilos”, dice sujetando la vara con la que trabaja.
A su lado, Iván García, isleño apasionado del skate que ha vivido en Estados Unidos, recoge la sustancia más usada durante siglos en la gastronomía. No hay máquinas ni excavadoras. Nada industrial. Solo manos y sudor que sacan adelante esta salina artesanal que cuenta con el certificado de producción ecológica.
“Desechamos mucha sal porque a veces los tajos tienen barro, pero no nos importa perder un 10% porque queremos una sal excelente”, comenta con los ojos entornados por el sol. Juan Carlos no es salinero ni le viene de familia y, hace tres años, desconocía lo que era la flor de sal. Es fotógrafo y gestor cultural, nada que ver con este nuevo mundo en el que se sumergió después de la pandemia.
Las visitas en el museo El Dique de Cádiz, espacio que gestionaba, cayeron en picado. “Como pertenecíamos a la asociación de turismo, un día nos invitaron a mi mujer y a mí a un despesque en una salina y, al final, nos vendieron una bolsita con flor de sal a un precio carísimo. Yo no sabía que era y nos pusimos a investigar”, cuenta a lavozdelsur.es desde el paraje natural.
Ese día, algo despertó en él que hizo que se interesara cada vez más en el legado salinero de la Bahía. Tanto, que acabó solicitando este espacio a la Universidad de Cádiz, encargada de la recuperación de este entorno hasta hace poco abandonado. Entre chorlitejos patinegros y avocetas, Juan Carlos y Macu Gómez realizaron un curso de formación en octubre de 2020 y, desde entonces, no han dejado de aprender.
Su inquietud ha dado resultado. Este fotógrafo desea poner en valor “la sal de verdad”, como dice el chef Ángel León, esa que considera el mejor souvenir gastronómico de su tierra. “Somos personas soñadoras”, dice el sevillano que en junio del año pandémico ya comenzó a cosechar sus primeros kilos de sal.
“Ser fotógrafo me ha llevado a viajar mucho por el mundo y ver profesiones distintas. Siempre he tenido ganas de trabajar con las manos, había estado con coquineros, riacheros o pescadores haciéndoles fotos, y quería ponerme un día en ese lado. Es agotador, pero también enriquecedor”, expresa Juan Carlos.
Y así lo hizo. El primero fue un año de aprendizaje, de conocer cómo se extrae esa sal marina virgen y de buscar una nave de envasado. “Perdimos 10.000 kilos, todo. La dejamos aquí, pero hay que saber cómo hacerlo y no teníamos aún esos conocimientos”, cuenta.
El segundo año, intentaron subsanar todos los errores que cometieron y adaptar la salina para que estuviera al 100%. “Esto es a base de prueba error hasta que te das cuenta de cuál es la mejor manera”, dice mientras trabaja con la vara. Durante ese tiempo, investigó cómo sacar una sal más limpia o cómo conseguir sal gorda y sal fina. Para ello, fabricaron cribas de distintos milímetros y un molino.
“Esta sal es la misma que se produce en todo el parque, la diferencia es cómo la tratamos, el cariño que le ponemos”. Su mirada se pierde entre los granos de sal que reflejan la luz solar. Con sus manos sujeta herramientas especiales de acero inoxidable. Junto a Sergio Molina, investigador del departamento de Nuevos Materiales de la UCA, han rediseñado los utensilios de los salineros. “Los hemos actualizado al siglo XXI y en 3D. Esto es un recogedor en forma de U para recoger escamas. Aquí jamás se han recogido escamas, no se había investigado y nosotros hemos empezado a ello”, sostiene.
94% de cloruro sódico y un 6% de minerales componen este potenciador de sabor de los alimentos que hace dos años fue tan demandado para romper el hielo que dejó Filomena. Juan Carlos se acerca a una mesa de secado, única en la provincia de Cádiz, que utiliza para secar la flor de sal. Después introduce sus manos en el montón y coge un puñado. “Parece nieve en polvo”, comenta mientras Iván se dispone a recogerla. “Solo tienes ese ratito para hacerlo. Mañana por la mañana se convertirá en escamas y, por la tarde, se pegará al fondo y será sal gorda”, explica el ayudante.
Después de tres años de pruebas e investigación, Dama Blanca empieza una nueva aventura y, pronto, no solo se venderá en España, sino que también se exportará. “Ya hemos mandado pruebas a Japón y estamos terminando de cerrar el primer envío, que será en septiembre, si Dios quiere”, dice.
Para este fotógrafo no solo es importante el producto. El envoltorio cobra especial relevancia. Por eso, ha optado por un packaging sostenible, de kilómetro cero y fabricado en Cádiz. Cada envase está elaborado con cartón reciclado y una tapa de corcho. “Tenemos presente la huella de carbono tanto en la cosecha como en los materiales que usamos para envasar esa sal, intentando huir del plástico”.
Juan Carlos se ha marcado el reto de difundir la sal, algo tan cercano e importante en la historia de la Bahía que sigue siendo un misterio para muchos. Él se dio cuenta del “desinterés que hay por este mundo. Cuando hablas de a flor de sal en Cádiz, y el 90% de la población no sabe lo que es”.
Por ello, desea que se sepa distinguir y que “se consuma, que no la guarden como si fuera un regalo”. Desde su punto de vista, “hay que educar a la gente a comer otra vez y hay que aprender tanto a usar la sal como a comerla”.
Un paseo por la salina tras unos días de levante es suficiente para captar el entusiasmo de este sevillano por un oficio tradicional que ha aprendido, también, de los portugueses, “que están adelantados” y por el que se está movilizando.
Su próxima meta que conseguir la Indicación Geográfica Protegida (IGP) y que las salinas no se contemplen como minas en la Administración.
Las aves en peligro de extinción anidan en el entorno al mismo tiempo que cosecha. “Trabajamos al unísono”, dice. El respeto es la base de la recuperación de estos lugares centenarios llenos de vida que, poco a poco, renacen. “Muchos muros exteriores que dan al caño Sancti Petri están deteriorados. En cuestión de años todo esto desaparecerá si el Ministerio no toma cartas en el asunto”. Su voz resuena entre oro blanco.
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