Francisco Curiel, el maestro que sembró cultura entre los primeros niños del arroz marismeño

El docente que impartió clases a los hijos de los trabajadores andaluces y valencianos de Isla Menor publica un libro sobre aquella década prodigiosa (1963-73) y cita en Coria del Río a sus alumnos, hoy septuagenarios

Francisco Curiel Ariza rememora en este libro aquellos años de 1963 a 1973 en que impartió clases en la colonia marismeña de San Vicente Ferrer.

De las llamadas Islas del Guadalquivir, la Menor se sitúa en la margen izquierda del río, y a todos los efectos fue siempre más isla –más aislada– que las otras, la Mayor y la Mínima, de modo que cuando los primeros valencianos aterrizaron en ella a mediados del pasado siglo para explotarla agrícolamente con la siembra del arroz, sus primeros colonos –unos procedentes del Levante español (los que conocían la ciencia del cultivo) y otros de los rincones más humildes del sur andaluz (los que aprendían)– se sintieron tan desamparados en aquella soledad silvestre inundada de mosquitos, que no pensaron más que en los cien mulos que la empresa Dehesa Norte SA –regida por los Cebolla Miñana– iba a suministrarles y en el patronazgo de San Vicente Ferrer. 

Con el nombre del santo valenciano bautizaron aquella primera colonia de familias asombradas por la extrema dureza de una tierra cuyos primeros canales de riego hubo que construir a golpe de palín y cuyos remotos senderos se fueron haciendo con grava de La Cascajera. Para cualquier otro trámite verdaderamente serio, como ir al médico, estaban los dos barcos que conectaban la isla y sus fincas –Dehesa Norte, Coto Regable, La Compañía, Los Llanos, Las Primeras, Las Segundas, etc– con la vecina Coria del Río. Aquel mundo era tan reciente y había tanta faena en los tajos, en aquellas primitivas calles blanqueadas de geometría lineal, en los barracones de los temporeros que triplicaban la población permanente de unos cuantos centenares de vecinos, en los almacenes y en los molinos y en los secaderos de hormigón recién construidos, que la única licencia ociosa para las primeras mujeres era la capilla y, para los hombres, la cantina. 

Nadie había pensado en una escuela para los primeros chiquillos de aquella comunidad consolidada hasta que vieron aparecer al primer maestro una mañana de septiembre derrapando con su vespa en la esquina del barracón que se había usado hasta entonces como miga para los más pequeños, ya que a poco que aprendían a valerse por sí mismos se acostumbraban a ejercer de chancas –suministradores de agua para los trabajadores–, a darle palos a un latón para espantar a los pájaros que se comían la simiente de las planteras o a trabajar en el taller comidos de grasa. “Nadie daba un duro por don Francisco Curiel Ariza cuando lo vieron llegar con su vespa y su planta de joven soltero”, recuerda Francisco de los Santos (73 años y hoy residente en Los Palacios y Villafranca), quien entonces, en 1963, apenas tendría nueve años pero terminó estudiando bachillerato gracias al empuje de aquel docente tan atípico por el que los colonos apostaban a que se iba por donde había venido antes de terminar el curso y que finalmente duró diez años. “Y porque pasó lo que pasó”, recuerda Antonio Cebolla, otro de aquellos muchachos aunque hijo del encargado –el primer Vicente Cebolla–, en referencia a la venta de la finca de mil hectáreas en pleno rendimiento, allá por 1973, a la empresa Herba. 

El maestro Francisco Curiel Ariza, en el centro, posa a la orilla del Guadalquivir junto antiguos alumnos como Francisco de los Santos y Antonio Cebolla. MAURI BUHIGAS

Los primeros propietarios habían sido, hasta entonces, las familias valencianas Iborra, Belloch y Correll, entre otros, y lo que empezó siendo una explotación de cien hectáreas a comienzos de los 50 se multiplicó por diez, gracias a un rendimiento medio de 8.000 kilos de arroz por hectárea, en la década siguiente. En aquella época, la colonia San Vicente Ferrer “era una familia”, coinciden todos los que este sábado van a volver a reunirse, más de medio siglo después, en un restaurante de Coria del Río con aquel maestro de escuela que les cambió la vida. 

A la pregunta de si es para hacerle un homenaje a Don Francisco –así lo llaman todos–, este se apresura a contestar: “No, al contrario. Es para que yo los homenajee a ellos, y a sus padres, que ya no están e hicieron posible aquel milagro”. Se refiere el viejo maestro coriano (87 años) no solo al milagro económico, sino sobre todo al milagro cultural de que aquellas criaturas analfabetas no solo llegaran a conseguir su graduado escolar sino, en muchos casos, examinarse del Bachillerato en el Instituto San Isidoro de Sevilla y ejercer, con el tiempo, los más diversos oficios –abogados, administrativos, enfermeros, militares, guardias civiles, policías, comerciales, ingenieros, delineantes o futbolistas profesionales– en unas vidas que fueron tranzándose por las más variopintas latitudes del país y aun del extranjero, desde Huelva a Gerona pasando por Jaén, Toledo, Ibiza, Francia o Australia. “¡Hasta de las antípodas del mundo van a venir este sábado a la convivencia!”, exclama el maestro, orgulloso de haber hecho posible este último milagro gracias a las tecnologías de la comunicación que en illo tempore ni se imaginaban. 

“El año pasado publiqué un libro”, cuenta Francisco, “sobre mi experiencia docente en aquella colonia de Isla Menor, y cuando lo terminé, después del encierro por la pandemia, quise repartírselo a aquellos alumnos que había ido teniendo durante aquellos diez años, pero la verdad es que de la inmensa mayoría había perdido el contacto”. “Entonces”, continúa el anciano maestro -en cuyo dinamismo conversacional no se aprecian sus 87 años– “conseguí el teléfono de uno de aquellos alumnos, que vivía en Illescas (Toledo) y que se había jubilado nada menos que como subteniente de la Guardia Civil”. Y un contacto llevó a otro, y otro a otro, hasta que en la víspera del pasado Día de Andalucía se consiguió reunir en Coria más de una treintena de aquellos alumnos desperdigados por España tanto tiempo después. “La primera reacción cuando nos vimos todos fue ir preguntándole a cada uno quién era porque ya no los conocía”, cuenta don Francisco, visiblemente emocionado. 

Y fue tal el éxito de aquel primer reencuentro, que el viejo maestro se apresuró a escribir un segundo libro, más voluminoso, con más fotografías rescatadas y con una veintena de testimonios de su propio alumnado recuperado bajo el significativo título de “Entre Valencia y Sevilla, todo empezó en la marisma”. Este es el libro que se va a presentar este sábado 11 de enero en el restaurante El Esturión de Coria, con la presencia de 140 alumnos que pasaron por el viejo barracón marismeño del maestro Curiel en aquella década de 1963 a 1973. Está previsto que en el acto también estén presentes los alcaldes de Coria del Río, Modesto González, e Isla Mayor, Juan Molero. Tras la presentación del libro y antes del almuerzo, aquel alumno que acabó haciendo carrera como guardia civil, Francisco Linares, demostrará sus dotes de poeta. El propio libro incluye más de un poema: “Marismas del Guadalquivir, Isla Menor, los Casudis, / Colonia San Vicente Ferrer, tierra donde mi infancia viví, / y mi adolescencia dejé. / Hoy he vuelto a visitarte y he vuelto a recordar / momentos casi olvidados en un rincón de mi mente / cuidadosamente guardados. / Y he vuelto a soñar con aquella marisma verde, / con sus inmensos arrozales, con aquel río y sus oscuras aguas, / con aquellos atardeceres cuando entre las sombras / de sus palmeras al escondite jugaba”. 

El libro 'Entre Valencia y Sevilla, todo empezó en la marisma' contiene centenares de fotos y testimonios de una época inolvidable. MAURI BUHIGAS

La nostalgia se entiende, desde tan lejos en el tiempo y desde el otro lado del río, si se tiene en cuenta que nada de aquello existe ya. “Allí no queda nada. Todo se ha labrado”, dice Curiel bajando la cabeza. Y es verdad, como si el tiempo hubiera borrado tanta vida, tanto trabajo, tantos juegos, la algarabía de los niños. Ya todo arrozal, allí no se adivinan ni las sombras de las casas –apenas ciertos restos desfigurados– ni las cuadras ni los bares ni la capilla ni el cine ni el depósito ni el secadero ni el servicio de correos ni el destacamento de la Guardia Civil ni la tienda de Angustias ni el estanco de Baldoví ni la Casa Grande con su fuente de ocas y ranas ni la casa de bombeo… Solo sigue en pie aquella fuente de la entrada –el primer trabajito como delineante de Antonio Cebolla– con sus maltrechos azulejos blancos y verde agua, rodeada de jaramagos, con su leyenda aún superviviente en azul marino sobre fondo amarillo: “Colonia San Vicente Ferrer. Isla Menor”. Esa emblemática estampa ha servido para la portada del libro, para el cartel anunciador de la quedada de este sábado y para la foto del grupo de whatsapp que bulle estos días como una antesala digital de tantos abrazos, besos y lágrimas como se prevén. 

El maestro que partió la regla

Francisco Curiel, que había empezado de maestro en su Coria natal, era ya docente en el reformatorio de Alcalá de Guadaíra cuando le dieron plaza definitiva en Villanueva de San Juan, en la Sierra Sur sevillana. Tenía 25 años, una novia a la que se le acababa de morir el padre y una desmedida vocación por educar a un grupo unitario de chavales desde el principio hasta el bachiller. “Eso solo lo podía lograr en un grupo como el que había en aquella colonia al otro lado del río”, recuerda Francisco, “así que renuncié a mi plaza de Villanueva y elegí trabajar allí, para enseñarlos y también educarlos”. De entrada, tuvo que organizar varios grupos en función de las edades y el conocimiento previo, que era casi nulo. Así que empezaba a dar clases antes de las nueve de la mañana, terminaba a las dos; continuaba de tres a cinco; seguía con otro grupo de muchachos que acababan en las plantaciones al atardecer y remataba con los que se preparaban para la prueba del bachillerato en Sevilla, ya de noche. “Era todo el santo día trabajando”, recuerda él, motivado después de más de sesenta años. “Empezaba por la mañana haciendo palotes con unos y terminaba con la trigonometría de los mayores”. Todos eran chicos, porque entonces se desdoblaban las clases por género y a las niñas las enseñaban otras maestras que también pasaron por allí, algunas de las cuales vienen este sábado a la presentación del libro, como María Saucedo o Natalia Díaz. Claro que transmitir aquella disciplina le costó lo suyo frente a unos muchachos asilvestrados que no habían concebido, hasta la pubertad, la necesidad de entrar silenciosamente en un aula, de escuchar sentados y con atención y de pasarse algunas horas leyendo o escribiendo. Todo eso también tuvo que construirlo.

Siempre se arrepentirá de su primera bofetada. La recibió un chaval de diez años que era “el terror y la preocupación tanto familiar como vecinal”, según relataba Curiel en el primero de sus libros, en referencia a uno de los García Bodí que el primer día de clase fue saltando de banca en banca hasta llegar a la primera fila. Aquello motivó que el maestro echara a toda la clase del aula para explicarles los más fundamentales modales, empezando por aquel chiquillo travieso que, muchos años después, adquiriría “unos comportamientos exquisitos” y que, por desgracia, habría de morir en un accidente automovilístico. 

Uno de sus hermanos, Juan Bautista, que con el tiempo se convertiría en el coordinador de la autopista Sevilla-Cádiz en la larga época del peaje, fue uno de los alumnos más aplicados que Curiel habría de recordar para siempre, porque después de sus largas jornadas de trabajo en el campo acudía a él, de noche, para que le esquematizara las lecciones y al día siguiente pegaba aquellas hojas en el cristal del tractor para repasarlas mientras labraba. Otro de los hermanos de aquella misma familia, Florencio, de una fulgurante memoria fotográfica, recuerda todavía hoy los jarrillos de leche en polvo que el maestro consiguió de los americanos y el coche negro del cardenal Bueno Monreal cuando fue a la colonia para confirmar a los jóvenes, cuyos padrinos fueron el maestro Curiel y su esposa, Charini, porque para entonces ya se habían casado y habían instalado su hogar junto a la escuela. Aunque el matrimonio nunca tuvo hijos, allí tuvo a su disposición a decenas de adoptivos, promoción tras promoción. “Yo, desde luego, los siento como mis hijos y voy a conseguir una ilusión, que es la de reunirlos a prácticamente todos tanto tiempo después”, confiesa este maestro que, después de la experiencia marismeña y del paulatino desmantelamiento del poblado, continuó su labor docente en el colegio Hipólito Lobato de Coria durante 30 años más. 

Francisco siguió de maestro en Coria, durante 30 años, después de su aventura marismeña. MAURI BUHIGAS

Hoy en día, aún recuerda aquella mañana en la que levantó la regla de madera que por aquellos tiempos se usaba en clase más para castigar que para medir. “Les pregunté qué era aquello y ellos, tímidos, me contestaron que una regla. Cuando les pregunté para qué servía, no se atrevieron a decir nada más, y entonces fui yo el que la partí en dos sobre mi rodilla y les dije que aquellos métodos y aquella violencia se habían acabado en mis clases porque yo confiaba mucho más en la palabra y esperaba de ellos algo mejor: el respeto”. 

Aquellos maravillosos años

A pesar del tiempo transcurrido, todos aquellos alumnos –hoy septuagenarios– recuerdan con una cariñosa lucidez los partidos de fútbol que acostumbró a organizar el maestro Curiel, sus casetas de feria, el saltómetro con dos palos, una cuerda y dos saquitos de arena, la cabalgata de Reyes Magos, las cartillas de ahorro, los trabajos de modelaje, los viajes a Sevilla y las colonias veraniegas en Sanlúcar o Rota para unos chiquillos que jamás habían visto el mar. Uno de ellos fue el asesor laboral y fiscal de Los Palacios Manuel Córdoba Gutiérrez, de la estirpe de los Cachopo, que se habituó a recorrer diariamente varios kilómetros en bicicleta desde Cotos Regable hasta la colonia de San Vicente Ferrer para asistir a clase. “En invierno, como hacía frío, mi madre me ponía un periódico para que no me traspasara el viento y así llegaba abrigado”. 

Casi la mitad del libro que se presenta este sábado es un álbum de fotografías impagables en las que palpita aquella vida que fue y que desapareció para siempre, por encima de la memoria histórica, o más bien transformada, como la energía, en otros lugares más o menos cercanos como Los Palacios y Villafranca, donde terminó arribando el último de los Cebolla de entonces, Vicente, antes de que su novia valenciana, Teresa Fayos, se viniese sola desde allá solo por amor y él se convirtiera en el primer presidente de cooperativas tan importantes como Cotemsa o  Arroceros del Guadalquivir, además de haber sido presidente europeo de los productores de arroz hasta 2004.

Este sábado se prevé un gran día de convivencia entre más de un centenar de antiguos alumnos y el maestro Curiel Ariza en el restaurante El Esturión de Coria del Río. MAURI BUHIGAS
Francisco Curiel señala su propia foto en un grupo de amigos de Coria bastantes años antes de irse de maestro a Dehesa Norte. MAURI BUHIGAS

 En las imágenes del libro aparecen otros muchos muchachos de entonces a los que la vida les ha pasado por encima, como el futbolista profesional del Ibiza Miguel Ángel Arias o el torero Juan Pérez El Colodiano, los hermanos Utrilla Escamilla (Clara Dolores y Juan José), Juan Rodríguez Aranda, Juan Antonio Márquez Aranda, Antonio Roldán, Manuel Acedo Castaño y Margarita Acedo Vázquez, Juan Manuel Sánchez, Antonio y Pepi Mallofret, María Carmen Mariscal, Julia y Manuel Moriana, Rosarito Pineda o Paco y Pepi Pascual, entre otros muchos, además del cura de entonces, Antonio Guzmán, que bendijo, bautizó, casó y dio la comunión a muchos de aquellos jovenzuelos que este sábado van a volver a recordarlo, orgullosos de que, a pesar del fin de aquel sueño que fue la colonia en la que muchos de ellos vieron la primera luz o la primera luz del entendimiento, la formación que les dispensó su maestro hizo posible que se llevaran a sus propios padres, ya encallecidos, a otros lugares de este país para que la vida continuara. Esta vida es la que van a volver a poner sobre la mesa este sábado en Coria, sin prisas, como quienes vuelven a verse reflejados en el espejo de este río grande que fue desde siempre el testigo mudo de tantas cosas…