Con la marabunta de turistas replegando velas y el fin del instagrameo compulsivo de la temporada alta, la ensenada de Bolonia, en Tarifa, vuelve poco a poco a su relativa normalidad. Eso lo saben quienes viven aquí todo el año y, especialmente, la ganadería extensiva que pasta libremente por este paraíso natural de la costa de Cádiz.
Esas vacas felices que han podido ver cien veces en vídeos en redes sociales son las mismas que nada más enfilar una de las curvas de la Sierra de La Plata, dejando atrás el conjunto arqueológico de Baelo Claudia, ya sienten la presencia de Juan Antonio Jiménez Perea, con 36 años, toda la vida en El Lentiscal —uno de los núcleos poblacionales de Bolonia—, y heredero de una tradición ganadera que se pierde en el tiempo.
"Nada más escuchan el coche vienen para acá. ¿Listas? Bregando con animales todo el día te das cuenta de lo tonto que somos nosotros. A ver si eres capaz de engañar a una vaca de esas…". Feliz como sus reses, con el impresionante mar azul al fondo y con un poniente suave, el joven relata cómo compagina su labor ganadera con la venta directa de las carnes que recibe del matadero tras el mostrador de su propia carnicería, La Era, que abrió hace ahora quince años.
Carnes selectas y con certificación cien por cien ecológica al pie de una de las mejores playas de Europa. Carnes que recientemente, como el caso de su hamburguesa, han recibido hasta reconocimientos en un campeonato nacional de hamburguesas, donde se alzó con el premio revelación gracias al jugoso bocado que sirven en el restaurante La Ola, de Cádiz capital.
"Soy sexta generación de ganaderos en Bolonia. Mis tatarabuelos (y sus trastatarabuelos), tanto por el lado de mi padre como de mi madre, ya se dedicaban a esto… si había romanos que tenían vacas seguramente serían familia mía", cuenta entre risas el joven, que recuerda cómo, pese a haberse criado entre vacas, "en mis comienzos de carne no tenía ni idea".
Aprendió los cortes y el amor por la materia prima en una carnicería de Tarifa, mientras en su familia le enseñaban cómo manejar a los animales, cómo las razas de vacuno se distinguen por el color de pelo y cómo el mestizaje ha ido convirtiendo eso que llaman retinto en una entelequia, en una marca “para vender en los restaurantes; el retinto es mentira, por lo menos aquí en la costa de Cádiz. Casi todo lo que hay por aquí es cruce, lo importante no es la raza, sino lo que comen y cómo viven".
"Yo vendo carne de vaca de Bolonia", defiende Jiménez Perea, quien avanza que trabajan para ir más allá de la denominación de origen de La Janda y tener una propia de esta zona tan singular de la costa gaditana. Este hombre, que es presidente de una asociación de unos 16 ganaderos en la dehesa de Bolonia —en el municipio de Tarifa puede haber unas 17.000 vacas—, mantiene que "la vaca retinta no existe prácticamente, aquí hay más vaca charolesa que retinta, y de hecho si al cliente le ofreciera carne cien por cien retina no la querría, no son esos chuletones que piensas".
Nos contrasta esa afirmación llamando sobre la marcha hasta al transportista que lleva las reses al matadero desde varios puntos de Cádiz hasta Sevilla: "No hay apenas raza pura, no se vende; solo hay para vida, como reproductoras para mantener la raza". "Los que de verdad compran ganado aquí en Tarifa, los que se llevan los becerros a los cebaderos, como vean que son retintos, no los quieren porque no ponen kilo, no es una raza de carne, antiguamente se usaban para las labores del campo. Fíjate el rollo que se han montado, cuando la vaca autóctona de aquí era la palurda", apostilla el joven ganadero.
Otra Bolonia: "El turismo ha ganado"
En el coche, por la travesía hasta el corralito donde duerme su cabaña, viaja su padre, también Juan Jiménez, con 66 años, criado en otra Bolonia distinta a la que hoy escupen las redes sociales y las revistas de viajes. "Esto en los últimos 40 años empezó a cambiar y hoy es otra cosa, 100% distinta de lo que era. Nos criamos en el campo, aquí solo había agricultura: se sembraba todo, trigo, habas, garbanzos…, y muchas piaras de cabras y cerdos, y muchas vacas. Eso está todo casi perdido. El turismo ha ganado, pero lo demás debería de ser respetable también".
Vivir de la ganadería se ha convertido en el más difícil todavía. En un equilibrio imposible plagado de amenazas y pocas oportunidades. Hasta la burocracia administrativa choca con este arduo trabajo: "Llevamos casi tres años esperando una licencia para una navecita en nuestro corralito", lamenta la penúltima generación de estos ganaderos de Bolonia. Solo la defensa de la tradición, el gusto por la más alta calidad y la pasión que ponen ganaderos y carniceros como Juan hacen que todo esto perviva.
"Esto es muy sacrificado, aquí no hay un día libre, son los 365 días del año los que estos animales tienen que comer, beber, tratarlos si se ponen malos… pero esto es lo más bonito del mundo y cuando mejor los tratas mejor carne dan, sería una lástima que se perdiese", reconoce Juan padre. A su vera, su hijo asiente: "Yo esto lo hago porque me gusta. Estuve de vacaciones en Cuba y me fui a buscar a las vacas de los ganaderos de Viñales... Lo peor de esto es que cuesta mucho criarlas, muchos años, y se venden muy rápido. Y luego, para colmo, nos comemos carnes que vienen importadas de otros países solo porque se han puesto de moda, como la Angus o la Wagyū, pero aquí no resistirían".
Distinto —o relacionado, en parte, con todo lo anterior— es lo que suceda a raíz de la crisis climática y la acuciante sequía que se padece especialmente en el campo. Juan hijo advierte de la dramática situación, también en este edén de la costa de Cádiz: "Ya en el campo no hay nada, está pelado, estoy echándoles una ayuda para mantenerlas buenas porque como no las suplemente se quedan flacas". "La realidad de todo se ve en el campo", insiste Juan. La tierra no engaña.
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