Pedro Fernández llegó al mundo en 1981. Al nacer, lo hizo con malformaciones en los brazos, más cortos de lo habitual. A sus manos, deformadas, les faltan algunos dedos. Nunca le dieron una explicación. Hasta que, en una ocasión, paseando por la calle, un médico le dijo que la culpable era la talidomida, una palabra que no había escuchado hasta ese momento, a sus 28 años.
Entonces empezó a investigar qué era eso de la talidomida. Y descubrió que era un medicamento que se prescribía a las mujeres embarazadas para aliviar sus náuseas, sobre todo durante los primeros meses de gestación. Su madre la tomó, recetada por un profesional sanitario. Y aunque el fármaco fue supuestamente comercializado por la compañía alemana Grünenthal GmbH entre 1957 y 1962, ella lo hizo a inicios de los años 80.
Hasta 1985 hay constancia de que se siguió recetando estos fármacos, culpables de malformaciones en unos 3.000 bebés españoles, uno de ellos Pedro Fernández, que padece focomelia, una anomalía congénita que produce la carencia o cortedad de las extremidades, en su caso, de los brazos.
"La batalla moral la he ganado, sé que mi discapacidad es producida por la talidomida; pero falta la económica"
“Esto es un asesinato en vida”, proclama Pedro, que tiene reconocido un 86% de grado de discapacidad. En su primer certificado de discapacidad, expedido cuando tenía cuatro años, se recogía que padecía “subnormalidad”, un detalle "tonto", pero que suma a una larga lista de sinsabores que lleva acumulados durante su vida. “Esta ha sido una lucha mía, porque mis padres son gente humilde y nunca les explicaron lo que tenía, aunque los médicos lo sabían”, señala.
Hasta en 50 países se comercializó la talidomida y España es uno de los pocos que queda por resolver las compensaciones a las víctimas. La mayoría superan el medio siglo de vida y otras muchas han fallecido sin recibir ningún tipo de ayuda. “Nos asesinaron y vivimos asesinados”, dice Fernández. “Hay que repararlo ya, esto es justicia social, pero en España el discapacitado no vende”, agrega. Él confiesa que vive cabreado, con dolores derivados de la afectación que tuvo el fármaco en su organismo, cuando aún no estaba completamente formado en el vientre de su madre.
“Esto me está costando el dinero”, asegura, ya que entre las sesiones en el osteópata por las contracturas que padece —a 50 euros la sesión, “debería ir una vez a la semana, pero no puedo pagarlo”—, los distintos profesionales médicos que ha visitado y el coste en notarías e informes para intentar ser considerado víctima de forma oficial, el coste es demasiado elevado. Por no contar el tiempo que resta a su trabajo a cuenta de este asunto.
El último varapalo se lo ha dado la Audiencia Nacional, que ha desestimado una reclamación de 400 millones de euros por el retraso en la tramitación de ayudas aprobadas en 2018 al colectivo, impulsada por la Asociación de Víctimas de la Talidomida en España (Avite). El Gobierno de Mariano Rajoy, ya en la rampa de salida, aprobó en 2018 conceder 12.000 euros de indemnización por cada punto de discapacidad reconocida a causa de la talidomida, aunque los afectados temen que fuera un dardo envenenado al siguiente Ejecutivo. Las víctimas, como siempre, quedaron en medio de la guerra partidista.
Un comité científico-técnico creado por el Ministerio de Sanidad en diciembre de 2019 acordó evaluar a las víctimas y determinó que el 80% de los casos no debían sus malformaciones a este fármaco, reconociendo solo a 115 de 500 personas presentadas al proceso. Pedro Fernández fue uno de los que se quedó fuera.
“Dieron los resultados diez días antes del confinamiento y no estaba mi resolución. Ahí necesité ayuda psicológica”, señala. Posteriormente, la cifra de víctimas de talidomida reconocidas subió hasta 127, una cifra muy inferior a la que calculan desde el colectivo —entre 1.500 y 3.000—. “Estuve durante dos años sometiéndome a pruebas, de las cuales salí muy mermado”, confiesa.
"Soy duro en el ataque frontal contra la Administración, pero creo que tengo motivos"
“Tras la prueba de cardiología, me citaron tres días después porque me vieron indicios de talidomida en el corazón. Estuve esos días llorando como un bebé, pasándolo muy mal, aunque al final no era tan grave”, dice el jerezano, quien ha pasado por “un calvario”. Un calvario por su estado de salud, y otro por el embrollo burocrático que supone la reclamación de las indemnizaciones.
“Soy duro en el ataque frontal contra la Administración, pero creo que tengo motivos”, asegura Pedro Fernández, muy incisivo en redes sociales contra "un Gobierno de izquierdas que utiliza la justicia social como bandera, pero que no la use más en mi nombre". "Una funcionaria me llamó hace un año diciéndome que soy uno de los afectados. Eso me tranquilizó. La batalla moral la he ganado, sé que mi discapacidad es producida por un fármaco derivado de la talidomida, algo que ha estado oculto”.
Ahora espera percibir cuanto antes la indemnización que le corresponde. Para independizarse y para dejar de depender de sus padres. “El daño moral se me ha reparado, pero no el económico. Lo único que quiero es tener una vivienda, acomodarla a mis necesidades y contar con servicios domésticos que me hagan la vida más fácil. Nada más. Solo quiero tener una vida un poco más fácil, sonreír un poco más y dejar de trabajar un poco. Vivir sin ira, sin rabia”, expresa.
Pedro vivió hasta los cinco años en San Isidro del Guadalete, una pedanía de Jerez de la que es originaria su madre. Luego la familia se trasladó a la ciudad, en busca de mejores oportunidades, sobre todo formativas, para el pequeño Pedro.
“En mi infancia fui duro, me tuve que hacer duro”, dice, para protegerse del bullying. “Nunca he permitido que me avasallaran, eso se lo debo a mi padre, que me dijo que me tenía que defender. No será lo más bonito, pero sí lo más efectivo”, explica. “Mi padre siempre me ha sacado bastante a la calle, a él le agradezco que me haya enseñado la calle y no me haya sobreprotegido”.
“Visualmente, pues la gente se te queda mirando, porque llama la atención, pero a mí me da igual”, dice Pedro. “Siempre he sido muy echado para adelante, pero con la edad ves que si volviera atrás no cometería los mismos errores”, reflexiona Pedro, quien con 28 años se replanteó toda su vida. Entonces, empezó a hacer deporte y se matriculó en la carrera Graduado Social, un sector en el que ya llevaba unos años trabajando.
En 2016, junto a su socio Daniel García, Pedro Fernández fundó Plus Asesores, una asesoría fiscal, laboral y contable que desde el inicio de la pandemia es un hervidero. “Hay tal diarrea legislativa en el mundo laboral que no damos abasto”, sostiene Pedro, quien dedica entre diez y doce horas diarias a su empresa, muchos sábados y domingos incluidos. “Mi trabajo es muy estresante, estoy muy quemado”, confiesa, como que ha pensado dejarlo en varias ocasiones en los últimos años.
“Llevo 20 años sin parar, durante unos años estudiando y trabajando, de lunes a domingo, me voy de vacaciones y me suena el móvil, un domingo me genero ansiedad y empiezo a trabajar para adelantar tareas…”, enumera Fernández, quien cada vez se nota más el cansancio acumulado. “No puedo más, entre una cosa y otra. Pasan los meses y me pregunto qué le he hecho a la vida para que me trate así”, sostiene.
A Pedro, el año 2020 le fue “fatal”. A la pandemia sumó el retraso en el reconocimiento como víctima de la talidomida… “Hubo momentos en los que no me encontraba, pero he salido fuerte, mejor persona, más relajado, más tranquilo. Ahora veo la vida de otra manera”, dice el jerezano, quien tiene ganas de “ir descansando”.
“Me quiero ir a vivir a otra ciudad, tengo que bajar la intensidad, viajar más, hacer deporte y relajarme. He llevado una vida incómoda, una vida desordenada, y ya me toca”, reseña Fernández. En el deporte —“la única medicina que me cura los dolores”— es conocido por practicar tenis de mesa, pero también hace atletismo o natación.
“Hay un desgaste psicológico, después de tanto tiempo, bastante grande”, dice Pedro, a quien ser víctima de la talidomida no le ha impedido formarse, emprender un negocio o practicar los deportes que más le gustan, pero sí cree que su vida sentimental sería distinta si no lo fuera. “Vivimos en una sociedad superficial, materialista, en la que priman el físico o lo económico”, señala. Nunca sabrá cómo sería su vida si su madre no hubiera tomado el dichoso fármaco.