Sobre la noche verde, decía Lorca, dejan las saetas rastros de lirio caliente. Bajo la noche verde, voy a gatas por las calles mojadas, buscando a tientas las mismas piedras que en 1922 pisó el poeta.
Caminaba por aquí, yo lo sé, por Pureza, por Sierpes, por la Campana, un Jueves Santo, junto a Manuel de Falla, al acecho voraz de la saeta.
Tenía sed, yo lo śe. Una sed de cante jondo y pena negra que solo se encuentra en noches como esta en Sevilla. Tenía suerte: una gitana de Triana en trance, cantando atavismos, llorando a Dios como se llora a un hijo.
Porque hay hombres y mujeres, en esta eterna noche verde, que se quiebran ante el Señor y ante la Virgen: no ven al Gran Poder, ven al Padre, a su padre; no ven a la Esperanza, ven la vida por la vida, el amor que no sabe –ni sabrá jamás– lo que es la muerte.
"Hace treinta años mi madre hizo una promesa", cuenta una señora, desolada, a las puertas de San Antonio Abad. Las manos temblando, el corazón que parece la llama de un pabilo.
"Yo estaba enferma y ella pidió que viviera", solloza, a la espera de María Santísima de la Concepción, cuando el hijo le confirma que tampoco El Silencio hará estación de penitencia.
Van los ojos tristes, mojados, de las pantallas que lloran la noticia al cielo blanco. "Mira que hasta el último segundo he guardado la esperanza", se escucha en San Lorenzo, donde ya se sabe, a falta de que se pronuncie El Calvario, que no habrá Madrugá por cuarta vez en 80 años, dos por la amenaza de agua y las otras dos motivadas por el covid.
En el dolor de esta noche de silencios, sin embargo, encuentro vivos a todos los poetas del mundo: reposan sobre las sillas vacías de la Carrera Oficial, en los cuidados pétalos que no caerán sobre los palios y en los abrazos desconsolados que se dan los hermanos a los pies de los pasos.
"¡No nos pesa el Señor!", creo, por un instante, escuchar en Los Gitanos, capirotes de terciopelo morado, donde sigue el Cristo en su madero, "siempre andando, siempre andando", siempre por desenclavar.
En otra noche verde y sin agua, yo lo sé, caminaría Lorca por aquí, como yo camino ahora, tras los pasos de Machado o de Almendros Alguilar. Repetiría, al compás del racheo febril de los costaleros, que todas las cruces son flores —ay, maestro mío— si las sabemos llevar.
Soñaría, estoy segura, con Antonio Burgos. Hablarían los dos de sus cosas de poetas y, luego, al terminar, volverían a casa eufóricos, apoyando las cuartillas en los chaflanes para escribir en estado de gracia otra poesía, otra crónica irrepetible.
En esa noche verde y grande de otro tiempo, de otro día, quien fuera alfayate, maestro de aguja y jaboncillo, farol de cruz de guía para poder escribir sin miedo, desde lo hondo, sobre la Madrugá de Sevilla.