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María Letrán, la tatarabuela de Sevilla con 103 años: "No sé la cara que tiene el médico"

Nacida en el jerezano barrio de San Miguel, a esta lebrijana que ha trabajado casi media vida en la estación ferroviaria le quedan nueve nietos, dieciséis bisnietos, tres tataranietos... y una salud a prueba de siglos

María Letrán tiene ya más de 103 años y una salud de hierro que le permite sonreírle a Lebrija cada mañana.
María Letrán tiene ya más de 103 años y una salud de hierro que le permite sonreírle a Lebrija cada mañana. MAURI BUHIGAS
14 de febrero de 2025 a las 19:46h

María Letrán Aguilocho nació el 2 de enero de 1922, cuando el cine era mudo, todavía no se había descubierto la tumba de Tutankamón ni a los organizadores de aquel primer concurso de cante jondo en Granada se les había ocurrido aún pensar en él. Vino al mundo en el jerezano barrio de San Miguel, donde sus padres regentaban un tabanco de los que también servían de tienda y que a ellos particularmente les iba a servir para terminar de criarla a ella y a una docena de hermanos más, “aunque mi madre tuvo varios abortos”, recuerda María a este lado del otro siglo, con una vitalidad a compás, sentada o de pie, que disimula absolutamente que esté decidida a cumplir 104 años en cuanto termine este 2025 cuyo invierno la ha mantenido “un poco pachucha por el resfriado, pero nada del otro mundo”. 

María vive sola, ha dejado de quejarse por no poder subir la escalera a la primera planta de su casa y agradece que una muchacha del servicio a domicilio le haga compañía durante dos horas cada mañana. Por lo demás, se le han terminado las ganas de coser –con lo que ella hacía– y, desde que le han regalado un teléfono móvil, tiene whatsapp y está aprendiendo a manejarse en las redes sociales, sorprendida con la velocidad de unos tiempos que ella no planeó vivir. Si su marido, Pepe, que era un santo, levantara la cabeza... 

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“Fuimos una pareja muy feliz, y después de todo el día trabajando jamás se quejó por llevarme desde Lebrija a Jerez para visitar a mis padres”, recuerda ella, que podía ir desde su pueblo de adopción a su ciudad natal en tren porque era trabajadora de la Renfe, guardabarreras de la estación lebrijana de la que su esposo era capataz, “pero nunca cogíamos el tren, para eso porque me llevaba Pepe en su Renault 6”, recuerda infinitamente agradecida María la de la Estación, como es conocida en Lebrija, mirando con devoción el retrato de su esposo, muerto por un cáncer que no le dio demasiadas oportunidades hace ahora 33 años. “Era todavía un chiquillo y se me fue de la noche a la mañana”, sostiene ella, con los ojos demasiado brillantes, pensando en el amor de su vida –71 años cuando se marchó– porque, por la misma razón, ha tenido que perder a dos de los cinco hijos que tuvieron. 

Aún le quedan tres hijos más, nueve nietos, dieciséis bisnietos, tres tataranietos “y dos más que vienen en camino”. No duda con el nombre de ninguno y en cada uno descubre su virtud principal. La de ella es naturalizarlo todo y haber aprendido a no quejarse del dolor de piernas por el que algunas veces necesita sentarse sin haber padecido varices ni problemas circulatorios de ningún tipo. “Solo la tensión, que a veces se me sube”, indica ella sonriendo, y añade: “Pero si no tengo muchos disgustos, la mantengo a raya”. “Tiene que ser la edad”, añade. 

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María tiene móvil desde hace solo unos meses, y está interesada en seguir el debate político en los medios y las redes sociales. MAURI BUHIGAS

Jamás ha padecido ningún problema de salud y hace más de 40 años que no visita al médico. “Si necesito que me receten cualquier cosa, va la chica de la ayuda a domicilio, pero yo no sé la cara que tiene mi médico”. No exagera. La última vez que fue a una consulta, en la década de los 80 del pasado siglo, “me dijeron que me tenía que infiltrar en la pierna”, sostiene ella, “así que dejé de ir al médico y de echarle cuenta a la pierna”. Desde entonces –“como no soy delicada para comer porque me gusta todo”, dice– su único hábito dietético es “comer y beber de todo, pero poquito”. 

Memoria centenaria

La edad no solo no le ha afectado a la salud, sino tampoco a su memoria. María es un libro abierto que recuerda con una lucidez prístina las calles de su Jerez natal en los años 20 del pasado siglo, las tabernas, el vecindario, las ganas de vivir de su padres, lo bien que se llevaba con su docena de hermanos –de los que solo quedan ella, la segunda, y el penúltimo– su boda con Pepe, allá por el año 1943, en plena posguerra española a partir de la cual, hasta la década siguiente, estuvo teniendo hijos, hasta cinco, mientras su marido fue ascendiendo puestos en su oficio ferroviario en la comarca jerezana, “hasta que lo nombraron capataz en la estación de Lebrija” y para ella salió una plaza de guardabarrera. “Cinco minutos antes de que llegara el tren yo tenía que estar pendiente para echar la cadena”, evoca María, de aquellos años anteriores a cuando aún no había barrera como tal ni había mecanismos electrificados o informatizados. Todo se hacía entonces a mano. “A mí me conocía todo el mundo, porque veía a mucha gente pasar, y me siguen conociendo aquí en Lebrija, aunque yo no me acuerdo de todo el mundo, claro”, dice ella, con la misma sonrisa de aquella niña que fue, de aquella muchacha recién casada que se quedó a vivir en una humilde casita de la estación donde, con el tiempo, “dejaron de arreglar las cosas hasta que nos tuvimos que salir”. 

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Las manos de María Letrán, como con el tiempo domesticado en su regazo. MAURI BUHIGAS

María y su marido trabajaban en la estación cuando aquel terrible accidente ferroviario del 21 de julio de 1972 en el que murieron 86 personas y se registraron 150 heridos. El choque entre el expreso que circulaba entre Madrid y Cádiz y el ferrobús que cubría el trayecto entre la capital gaditana y Sevilla se produjo a la altura de la finca La Junquera. Los viajeros de este último tren se llevaron la peor parte. Hace tres años, cuando se cumplió el medio siglo de aquella tragedia, María intervino con su testimonio impagable y sus cien años recién cumplidos en un documental histórico patrocinado por la Diputación de Cádiz y que llevaba por título “El llanto de El Cuervo”. Pero no es un episodio del que le guste hablar. Si se le pregunta, tiene la sutil inteligencia como para cambiar de conversación como si cambiara las agujas en la vía de tantos trenes como han pasado, de ida o de vuelta, a lo largo y ancho de su vida.

Abuela de todo el mundo

A María Letrán, lebrijana desde hace casi ochenta años, que son los que aparenta, todo el mundo la conoce en este pueblo del Bajo Guadalquivir como María la de la Estación, sobre todo la gente mayor que aún la recuerda de cuando su popular oficio. La juventud la conoce menos, claro, porque ella apenas transita por las calles más cercanas de su casa y apenas habla con las pocas vecinas de casi su edad que van quedando. “Es que se ha muerto la mayoría”, se queja ella, y muestra una foto del mes pasado que una de sus nietas le sacó con una vecina de enfrente, 11 años menor que ella y con la que pega la hebra más de una vez. 

Más que tatarabuela o bisabuela de Lebrija, es la abuela de todo el mundo, sobre todo desde que el Ayuntamiento se acostumbró a honrarla con una tarta y un ramo de flores oficial cada vez que ha ido cumpliendo un año más a partir del siglo. La llaman “abuela María” sus nueve nietos, algunos septuagenarios y con sus achaques, claro, pero también sus 16 bisnietos y hasta sus tres tataranietos. “Y me llamarán abuela también los dos tataranietos que van a nacerme ahora”, dice ella mientras se levanta del sillón sin apenas esfuerzo y pregunta si coge o no el bastón para la foto. Lo que prefiramos los demás, porque a ella le da igual, total, “lo tengo todo hecho y ahora me volveré a sentar”, dice con una risa socarrona mientras mira hacia la ventana, o hacia el retrato de su marido, o hacia algunos de las numerosas fotos enmarcadas que tiene de una familia que se ha ido extendiendo por Lebrija –y hasta por Barcelona– a partir de su propia fecundidad como las ramas con vocación de infinito de una de esas parras con envidiable savia de las que arraigan en esta milenaria tierra de Tartessos. 

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María, sentada en el salón de su casa con el retrato de su marido, Pepe, al fondo. MAURI BUHIGAS

Por su aspecto, por la tersura de su piel, por su finísimo oído, por la coquetería de su peinado y por el regusto que ha encontrado en asistir al diálogo político a nivel nacional desde que se ha incorporado como usuaria de las redes sociales, nadie diría que tiene la edad que tiene. Pero el carné de identidad, que ella ya no necesita, no miente. “Me sobra hasta el tiempo”, dice, sin ironía, contrastando sus horas libres de ahora con el trabajo intenso que siempre tuvo entre la estación y la crianza de su prole. En aquella época se hacía todo en casa, hasta la ropa de los niños, que también se remendaba, y los pañuelos marcados con iniciales de los hombres que había que planchar. Eran años en que hacer de comer llevaba mucho más tiempo que hoy, y lavar la ropa, y limpiar la casa. “Ahora la gente no quiere nada en casa, ni muebles, y se hace de comer en cinco minutos, y los hombres usan pañuelos de papel, y si les entran ganas de llorar se limpian las lágrimas con las manos, así”, dice, y gesticula un tanto asombrada por costumbres que hace solo medio siglo hubieran sido impensables. 

Independiente hacia su eternidad

María no piensa en el día que tenga que marcharse, y tampoco siente necesidad de que nadie le hable de ello. Cuando se tenga que morir, lo hará con la misma independencia con la que vive. “Una vecina me ha dicho un par de veces que si yo quiero que venga el cura a visitarme”, dice con cara de extrañeza esta mujer que nunca se consideró “beata”. “Y yo le he dicho que no, ¿para qué quiero yo que venga aquí ningún cura?”, pregunta, y se acerca a la ventana para cerrarla después de que el fotógrafo haya necesitado abrirla, por la luz. “Fui poco a la escuela, porque enseguida empecé a ayudarle a mi madre, luego me casé y ya no tuve tiempo de más”, reflexiona después de insistir en que admira a la gente con cultura, que sabe expresarse, que enseña cosas interesantes. “Con esa clase de gente me quedo yo con la boca abierta”, dice, sin ser consciente de que la auténtica lección de humildad la da ella con su propia amabilidad, con su delicioso acento andaluz, con esa naturalidad con la que nos recibe y nos despide al cabo de un rato sin prisas, como si el tiempo, ya deshilachado, se hiciera un ovillo manso sobre su regazo.


 

Sobre el autor

Álvaro Romero Bernal.

Álvaro Romero

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