“Viendo la evolución de esta pandemia hemos decidido cerrar hasta el 26 de febrero. Que Dios nos ampare. Viva España”. Escrito con tiza blanca, en una pizarra que normalmente serviría para anunciar los platos del día, se lee este mensaje, con el que la Venta El Cepo anuncia su cierre temporal. El establecimiento, situado en el kilómetro 5 de la carretera que une Jerez y Rota, está rodeado de cárceles. A unos pocos metros tiene Puerto I, Puerto II y Puerto III.
Los cierres perimetrales impuestos por la pandemia no permiten al negocio, que vive de las visitas de familiares de presos y de la clientela de pueblos de alrededor generada durante casi 60 años de vida, permitirse el lujo de abrir sus puertas, de momento. Una cinta roja y blanca impide el paso al aparcamiento, donde hay un espacio reservado para los “cuerpos de seguridad”. El bordillo, pintado con los colores de la bandera de España, que también ondea en un mástil, bien visible.
La rojigualda está en todas partes. En los azucarillos, en las bolsas que utilizan en el negocio y en el polo que viste Miguel López-Cepero, propietario del negocio, que aparece después de unos minutos. “Creía que veníais para cobrar”, dice, entre risas. “Soy un patriota”, confirma el dueño de la venta, que gestiona junto a su hermano Antonio. “No me gusta que un tío que es español no quiera a España”, agrega, por si quedaban dudas.
Cuando se sienta en la terraza de la venta, un edificio de una única planta, rodeado de grandes cristaleras, y techo de tejas, el negocio está vacío, debido al cierre por la pandemia. En condiciones normales, estaría atendiendo a clientes. Ahora, se tiene que conformar con periodistas. Miguel engancha una anécdota con otra, sin solución de continuidad. Acumula cientos después de décadas de trabajo y miles de horas en el negocio familiar. Ahí comenzó cuando era apenas un crío.
“Y aquí vamos a morir”, sostiene Miguel, en referencia a él y a su hermano Antonio, con el que trabaja codo con codo. Benito, el menor de los tres, falleció hace un lustro. “Mi Beni era mi vida. Era el que tenía arte de verdad. Era todo corazón. Hasta los malos lo querían. Era con todo el mundo igual”, cuenta. “Mi hermano Antonio es un trabajador nato. Empieza a las cinco de la mañana, son la una de la noche y sigue aquí. Pero no tiene lo que tenía mi Beni”. “A mí —prosigue Miguel— si me cuentan un chiste malo, y lo sé, si el tío se ha dejado 300 euros se me saltan hasta las lágrimas. Ahora, con el que se pide un menú tiene que ser muy bueno para que me ría”, dice, entre carcajadas.
La vida de la familia López-Cepero gira en torno a la Venta El Cepo. El padre de Miguel, Antonio y Benito, Miguel López-Cepero Gallardo, era trabajador agrícola y, cuando volvió de la mili, lo hizo contagiado de tuberculosis, por lo que decidió no volver al campo. Alquiló un pequeño terreno y en él instaló un “sombrajo” donde vendía cerveza y vino, sobre todo, pero también legumbres, verduras, gasolina y hasta tenía su propia barbería.
A principios de los años 60 del siglo pasado, Miguel padre instaló un ventorrillo en el mismo lugar que hoy ocupa la Venta El Cepo. Desde entonces no se han movido de ahí. “Hay gente que cree que se llama así por el Penal”, dice Miguel, el hijo, “pero no es así”. El nombre se lo dio, sin querer, un trabajador que un día amarró al "sombrajo" un cepo que se encontró en el campo. Los jornaleros empezaron a decir que iban “al del cepo”. “Y se le quedó”. “Yo no pongo uno aquí porque es antiestético”, agrega Miguel.
El primer golpe al negocio se lo dio la apertura de supermercados como Simago. “Se me quedó grabado una vez que se bajaron mujeres de un autobús con bolsas de allí. Una chiquilla nos pidió avíos para el puchero y dijo que se lo apuntáramos a la cuenta de la abuela. Mi padre me dijo: Miguelillo, qué ruina tenemos, hemos quedado para los desavíos… y fiado”.
La madre, entonces, empezó a cocinar y a introducir platos en el por aquel entonces ventorrillo. “Huevos de campo con chorizo, pollo de campo, menudo casero…”, enumera Miguel. La clientela empezó a llegar, aunque cambió con la apertura de las prisiones, en los años 80, dos décadas después de los orígenes del negocio. “Nos pusimos en lo peor. Pensábamos que iba a ser malo porque teníamos una clientela muy buena. Como dice el dicho, más vale malo conocido que bueno por conocer”, expresa Miguel.
“Le temíamos a muchas cosas. A la gente que venía a ver a los presos, a los etarras…”, dice el dueño de la venta, conocida por su relación con los allegados a la banda terrorista ETA. “No hicimos un contrato, pero mutuamente, por conveniencia, nos hemos respetado”, dice. “Nunca tuve una queja, ni ninguno se ha ido sin pagar”. Eso sí, ha tenido que aguantar “celebraciones” de atentados en su propio negocio.
El día que ETA asesinó a Miguel Ángel Blanco, concejal del PP en Ermua, la Venta El Cepo estaba llena de familiares de presos etarras. Miguel López-Cepero, después de acabar de servir el almuerzo a sus clientes, estaba comiendo, pero se le quitó rápidamente el hambre. “Me entró hasta fatiga, ese día no se me olvida”, recuerda. “Estaban todos agarrados, celebrándolo. No es agradable, ni para mí, ni para mi negocio”.
Las cárceles gaditanas, Puerto I, II y III, además de Botafuegos (Algeciras), albergan a una veintena de presos etarras de los casi 200 que hay en todo el país. Lejos quedan los años en los que dos centenares de etarras cumplían condena sólo en las prisiones de El Puerto. Sus familias, cuando los visitaban, paraban en la venta. “Imagínate soportar a esa gente, cuando había muertos a menudo”, señala Miguel. “Si no hubieran estado, mejor, la prisión nos ha dado mala imagen”.
“Eso sí, esta gente tiene una humanidad… Delante de ellos no eres capaz de pegarle a un gatito. Veían a uno y le llevaban comida. ¿Qué explicación tiene que luego maten a un chiquillo de 30 años, como vi aquí en el atentado contra una tanqueta de la Policía en Pamplona”, expresa. “O cuando mataron a niñas en la casa cuartel de Zaragoza —un atentado que saldó con once víctimas, cinco de ellas eran menores—. ¿Cómo te entra eso en la cabeza? Pues darle de comer luego no es agradable”.
“Esto les venía bien, es el único sitio que hay en la zona”, añade Miguel, que sigue contando su experiencia con familiares de etarras. “Para mi negocio era contraproducente. He perdido clientes y reservas porque los tenía aquí, en años en los que ETA estaba matando”, dice. Con ellos, apunta, nunca habla de política. “Aquí están educados desde el primer día. Saben lo que hay. Tienen la bandera hasta en los azucarillos”.
Algunos hasta le han llevado regalos. “La primera vez que probé el pacharán fue porque me lo trajeron. Tonto del todo no soy, antes se lo di a probar a uno que no me cae bien y cuando vi que no le pasó nada me lo tomé yo”, señala Miguel entre risas. “Nunca les apunté nada. En 40 años no se ha ido nadie sin pagar. Y te voy a poner un ejemplo doloroso. A la hora de pagar me recordaban si se me olvidaba algo en la cuenta. Y lo recogían todo antes de irse. Ese es el coraje que me da a mí, porque después mi compadre, que muere por mí, se toma tres cervezas, le pregunto y dice que lleva dos, el cabrón. Los míos si me pueden engañar me engañan”.
Un legionario frustrado
“Papá, me voy a la Legión”, le dijo Miguel a su padre, siendo veinteañero. “Métete en la barra que te voy a dar dos hostias y verás tú la Legión”, recuerda, más o menos, que le contestó. Era su sueño y la “espinita” que tiene clavada. Siempre quiso hacer carrera en el Ejército.
Su padre, aún así, logró enchufarlo en la base militar de La Parra, en el Aeropuerto de Jerez. “Trabajé una feria en la caseta del Ala 22 porque me prometieron que me iban a dar días libres… y eso nunca lo vi. Hacía lo que me decían”, reseña.
Un día, lo citaron para hacer maniobras en la Sierra de Gibalbín. Creía que había llegado su momento. “Esa noche ni dormí”, confiesa. Cuando llegaron, el capitán mandó a dos soldados que se tiraran al suelo, hizo una foto y los mandó recoger. “Esto nos vale”, sentenció. Ahí empezó y acabó su trayectoria militar. “Me hubiera encantado ser legionario, pero me tocó servir a mi patria de otra manera”, dice Miguel.
El menudo, la profesionalidad y el día que fue Esperanza Aguirre
Un día, una familia pidió varios platos de menudo. Al poco tiempo le gritaron desde la mesa: “Niño, te puedes llevar los platos. Esto no se puede comer, está duro y salado”, recuerda Miguel. “Imagínate, ya todo el mundo pendiente”. A Rafael, un amigo que estaba en la venta, le pidió ayuda. Se hizo pasar por cliente y pidió menudo.
"Felicite al cocinero, qué calidad de menudo. Qué cosa más buena. Si alguien le pone pegas es que no tiene ni idea de lo que está comiendo”, contestó Rafael. “La familia casi ni comió, pagó y se fue”, dice Miguel. Cuando el amigo entró en la cocina le dijo que “tenían razón”. “Los garbanzos estaban más duros…”.
Es una de las miles de anécdotas vividas por Miguel López-Cepero y su familia, que en una ocasión recibieron a Esperanza Aguirre. “No había sitio y se unió a otra mesa”, señala. “Entonces le dije: Señora, perdone pero ese sitio está reservado para mi líder. ¿Quién es su líder?, me preguntó. Usted es mi líder”, respondió, provocando la risa de la ex líder del PP madrileño. “Si he ido a los toros a Madrid porque sabía que iba usted”.
“Esto te tiene que gustar y tienes que transmitirle a quien viene que te gusta”, dice López-Cepero sobre la hostelería, a la que ha dedicado la vida. Y pone un ejemplo. Cuando su hermano Benito estaba ingresado en el hospital, dormía con él. Terminaba el servicio, se llevaba un bocadillo y pasaba las noches junto a su cama. “Un matrimonio que viene siempre me dijo que no les había echado cuenta. Les podía haber dicho que no estaba bien, pero estuve con ellos un rato, y cuando vi la mesa llorando de risa, me fui. Al volverme las lágrimas se me caían a chorros”.
“Esto tienes que llevarlo dentro. Tienes que transmitirlo de verdad. Siempre que llega algún muchacho a trabajar le pregunto si le gusta. Si me dice que el padre le ha obligado, le respondo que mejor no se quede. Este es el peor trabajo que puede tener una persona a la que no le guste. La persona que viene no viene sólo a comer. Tienes que transmitir que con ellos disfrutas”.
—¿Y tú disfrutas?
—Yo disfruto, no te puedes imaginar cuánto.
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