Siendo muy pequeño, Musta iba al mercado a comprar pescado o verdura, para revenderlo y ganarse unos céntimos. “Compraba algo por diez y lo vendía por 25”, rememora. Eso apenas con seis o siete años. Las ganancias las llevaba a su casa, en la que vivía con su madre y otros seis hermanos, todos mayores que él. “No éramos ni ricos ni pobres, un plato de comida no nos faltaba, pero quería algo mejor”, dice.
Con esa idea en la cabeza, y con nueve años, Mustafá Akoumach tenía una meta: salir de Marruecos y llegar a España para labrarse un futuro más esperanzador. En los bajos de un autobús probó suerte una primera vez, pero lo pillaron. A la segunda se coló en un hueco que dejaba la escalera trasera del vehículo. Y consiguió llegar a suelo español.
En Algeciras, un agente de la Guardia Civil lo descubrió. Entonces, no sabía qué significaba ese uniforme verde. Ahora, casi 20 años después, aspira a enfundarse uno de ellos en poco tiempo. Para ello lleva varios años estudiando, y piensa presentarse a las oposiciones al cuerpo que se convocarán este año.
En la ciudad del Campo de Gibraltar estuvo unos meses, en el centro de menores de El Cobre. “La verdad es que me costó adaptarme”, confiesa Musta. “Estando en un país en el que no conoces a nadie, sin saber el idioma —solo sabía decir hola y cómo estás—…”. Y con apenas nueve años, un detalle al que no le da importancia. De ahí pasó a Jerez, a la casa hogar de la Fundación Mornese, una institución religiosa, promovida por el Instituto de las Hijas de María Auxiliadora, donde vivió y se formó.
“Un niño con nueve años en Marruecos es distinto a uno de esa edad en España”, apunta Musta, que para entonces ya tenía a todos sus amigos fuera de su barrio, en tierras españolas o, al menos, probando suerte para llegar. Por eso él, con el único objetivo de “ayudar a mi familia”, engañó a su madre —divorciada desde que Musta tenía tres años— y se coló en el autobús.
A día de hoy, aún sigue mandando dinero a su familia, a su madre y a una hermana que siguen viviendo juntas. El resto de hermanos están dispersos por Marruecos, excepto uno que reside en Huelva, al que ve de vez en cuando. "Me encantaría tramitarles la documentación para que puedan estar conmigo aquí", anhela Musta, que sueña con reagrupar a la familia, ya en España.
"Mi madre ha trabajado de panadera, en una fábrica de Inditex, como limpiadora... de todo", resume Musta. Todo para sacar adelante a una numerosa familia a la que el joven estuvo nueve años sin ver, hasta que pudo reunirse con ellos gracias a una trabajadora social que los reunió en Ceuta. Esta misma trabajadora fue la que lo puso en contacto con Sandra y Carlos, un matrimonio de Jerez que lo sacaba del centro los fines de semana. Y que terminó convirtiéndose en su familia de acogida.
"Mi amiga me comentó que había un niño muy bueno, que casi no sabía hablar español, pero que estaba muy solito", recuerda Sandra Franco, que junto a su ahora exmarido, comenzó a llevárselo los fines de semana. Iban a la piscina de su casa, a la playa, a la sierra, hacían actividades... "De vez en cuando los llevaba a mi centro de formación de peluquería", dice ella, que cuando conoció a Musta el pequeño tenía doce años. "A él le venía muy bien", asegura. "Me encantaba, la verdad", aporta el joven, que ahora tiene 28 años.
"Al principio era reacio a que yo le tocara el pelo para pelarlo, no quería...", rememora Sandra, quien asegura que tuvo que ganarse su confianza. "Le hacía bromas, le daba un eurito para un Bollycao...". Hasta que un día el joven le hizo una pregunta clave: "¿Yo a ti cómo te tengo que llamar? ¿Mamá?". "Por su reacción —cuenta ella— le dije que no, que ya tenía una madre. Que me llamara hermana si quería". Y eso hace desde entonces. "Es más como un hermano, nos contamos nuestras cosas. Y nunca le he tenido que decir nada, es muy educado y disciplinado", aporta. La hija de Sandra, que nació cuatro años después de acoger a Musta, llama Tato al joven.
Al cumplir la mayoría de edad y mudarse a vivir con Sandra y Carlos, Musta empezó a estudiar y a trabajar. Entre su formación, cuenta con un grado medio de técnico en instalaciones de telecomunicaciones, de lo que estuvo ejerciendo durante unos meses. Pero también ha trabajado en una ferretería, como repartidor o en cáterings. Desde hace cinco años está de camarero en un hotel de Mallorca, donde ha pedido excedencia para poder estudiar y sacarse las oposiciones para convertirse en guardia civil.
¿Por qué Guardia Civil?
En una ocasión, estando de barbacoa con la familia de Sandra, su padre —que no es agente— llegó con un tricornio y de vez en cuando bromeaba. "Vengo a llevarme al morito", le decía. "Yo estaba asustado", confiesa Musta, que entonces no sabía muy bien qué significaba eso. Aunque fue un agente del cuerpo quien lo sacó del autobús en el que se coló para llegar a España.
"El verde es mi color favorito y siempre me ha gustado la Guardia Civil, la Policía y los Cuerpos de Seguridad del Estado", asegura Musta. "Me gusta ayudar a la gente como han hecho conmigo", agrega. Cuando consiga entrar, "no creo que me rechacen otros compañeros", reflexiona el joven. "Yo soy marroquí, pero una vez dentro del cuerpo hay compañerismo. Entonces da igual la raza o el color mientras seas leal". "Si soy el primero, me halaga. Así motiva a quienes quieran unirse", señala.
Una historia que se hizo pública durante la presentación de la campaña Se busca familia colaboradora, organizada por la Asociación Andaluza de Centros Católicos de Ayuda al Menor (Accam), en colaboración con la Junta de Andalucía. "De tus orígenes no te puedes olvidar", sostiene Musta, quien está agradecido a España "—me ha dado la mano y muchas oportunidades"—, aunque no considera que haya tenido suerte, sino que se lo ha ganado a base de ser "constante y trabajador", algo que confirma Sandra, con la que junto a su hija forma una familia con miembros nacidos a ambos lados del Estrecho de Gibraltar, pero muy unida.
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