El canto de un gallo interrumpe una charla entre dos hombres sentados a la sombra. Un viento feroz golpea sus rostros. Sus ojos llevan toda la vida escaneando las marismas del Parque Natural Bahía de Cádiz. “Nos las hemos recorrido enteras”, dicen los hermanos Juan y Ricardo Ariza, de 62 y 55 años. Estos puertorrealeños recuerdan los tiempos en los que ser salinero era un orgullo desde las salinas históricas de Balbanera. Esa época en la que los mariscadores no tenían que ir a oscuras.
A sus espaldas se divisa un paisaje que reúne cuatro salinas Balbanera Nuestra Señora del Pilar, La Molineta y el Manchón de Torrecilla. Ahora, todas se gestionan como una, pero llevaban más de 30 años abandonadas a su suerte, como otras muchas que estuvieron en pie hasta los setenta. La que pisan los hermanos data de 1965, siglo XVII, según el Archivo Histórico municipal. Un enclave con más 300 años, reducto de un pasado glorioso que vuelve a brillar de la mano de la familia Ariza. Ellos cuidan este entorno recién restaurado por SEO/BirdLife, que es la Sociedad Española de Ornitología, y Salarte, asociación que trabaja para demostrar que la gestión sostenible de la marisma genera beneficios.
Juan y Ricardo llevan desde 2014 trabajando con Salarte, compartiendo su sabiduría local para mantener salinas como la Covacha, en la isla del Trocadero, o la del Consulado. Desde hace unos meses, continúan en estas salinas donde empiezan su jornada temprano para realizar las labores que demanda el lugar, limpiar el carril, poner piedras en las compuertas y, pescar. “A las cinco de la tarde colocamos las nasas. Cuando tenemos unas 40 redes nos quedamos aquí a dormir para que el furtivo no las quite”, dice Juan, que también siembra tomates, pimientos o cebollas en un huerto.
En el estero abandonado no había control, no se criaban camarones y la casa salinera estaba en ruinas. “Esto estaba en un estado deplorable de conservación, las salinas, como dicen los salineros, estaban a la mar, con las vueltas de afuera rotas”, explica el malagueño Juan Martín, ex director del parque metropolitano más extenso de Andalucía y fundador de Salarte.
Juan, consultor ambiental y gestor de espacios naturales protegidos, ha sido el encargado de diseñar el proyecto de restauración de este lugar donde, una vez más, pone en valor al ser humano como pieza fundamental para que haya vida en los esteros. Tras años explorando los rincones de las salinas, presentó un trabajo que fue seleccionado por SEO BirdLife y la Fundación Mava de entre iniciativas de otros organismos. Contaban con fondos europeos para restaurar ecosistemas que fueron a parar a Puerto Real. “Se han hecho proyectos en Bulgaria, en Grecia, y este es el único en España”, comenta.
Tras quince meses de trabajo, con algún que otro percance, “las mareas llenaban las balsas una y otra vez”, han restaurado 55 hectáreas, recuperando y reparando 2,5 km de muros de vuelta de afuera y han instalado 18 compuertas. “La idea era que mantuviera los índices de biodiversidad anteriores a su destrucción”, dice mientras señala un muro perimetral que no existía.
"Estas huertas marinas son totalmente ecológicas"
“Controlar el nivel de agua es la clave de todo. Esto es una joya”. La palabras de Juan vuelan con el levante. A su alrededor ve hecho realidad lo que ideó en su cabeza gracias al trabajo conjunto con la empresa Arenas y Movimientos del Sur, que cuenta con gruistas expertos y maquinaria para poder ejecutar este tipo de obras en un terreno complicado. “Han hecho un trabajo muy riguroso y muy comprometido”, expresa mientras se monta en el coche sin separarse de sus prismáticos.
A un lado y a otro se observan las balsas llenas de vida. “Es muy bonito ver como, cuando quiere y puede, el ser humano puede crear huertas marinas como estas, totalmente ecológicas, aquí ni se siembra ni hay pienso. Al día siguiente de termina, ya estaban colonizadas por aves, por fitoplancton, por lenguados o anguilas, que estás en peligro crítico de extinción”, dice.
El sol calienta a las salicornias y a un desfile de cangrejos que invaden la salina donde también se han instalado 55 tajos de los que pretenden sacar una cosecha demostrativa de sal marina virgen y de flor de sal. “Para contarle al mundo todo lo que se puede sacar de aquí, una salina da queso, da zanahoria, da patata”. Juan distingue sin problemas cada una de las salinas por las que pasa y en las que se identifican hasta 127 especies distintas, sin contar las aves, gracias al manejo humano, según un estudio del investigador del CSIC Alberto Arias.
A medida que avanza por las salinas, Juan comparte mil y un datos, de compañeros científicos o de su propia cosecha, que permiten valorar, aún más, este enclave salinero lleno de corvinas, doradas y lubinas. “Esas plantas que vemos ahí flotando no son algas, son plantas superiores”, comenta. El consultor ambiental se baja del vehículo para mostrar, oler y palpar zostera marina, fanerógamas , en las que ya se ha fijado Ángel León. Junto al chef, desarrolla un cultivo experimental desde Aponiente.
“Es una planta que se reproduce como si estuviera en tierra pero está debajo del agua”, detalla Juan, que añade que hay 67 especies. “Tienen una semilla muy parecida a un cereal, se utiliza desde hace 500 años por una comunidad indígena de México, pero nunca se había cultivado de forma controlada, Aponiente lo hará por primera vez”, cuenta a lavozdelsur.es.
Entre charrancitos y flamencos, la ruta continúa mientras explica qué otros usos tienen las salinas a partir de su restauración. Entre ellos, menciona facilitar zonas de cría a aves como la cigüeña negra, o realizar estudios con la Universidad de Cádiz. El objetivo de Salarte y SEO BirdLife no es otro que divulgar la potencia de este espacio restaurado y servir como ejemplo para que otras asociaciones se animen a hacer este tipo de proyectos. “Y que cuenten con las sagas antiguas de salineros, los sabios de la marisma como los Machaca o los Berenguer para recuperar una cultura inédita que lleva siendo una realidad desde la época fenicia”, añade.
En Balbanera, la familia Ariza trabaja en la pesca artesanal y hacen despesques demostrativos. “Aquí se trabaja el camarón todo el año”, dice Juan, el mariscador, que acaba de comerse uno vivo, recién sacado del cubo.
"Los cocineros de Ángel León vienen aquí y alucinan"
Los hermanos practican un trabajo sostenible, no persiguen a las especies ni le ponen cebos, tan solo colocan las nasas donde se van introduciendo a lo largo del día. Después, comprueban qué ha entrado. Cuando hay suerte, hay lenguados, langostinos y ostiones, pero a veces se cuela algún que otro cangrejo azul, una especie invasora de la zona que daña al resto.
Con el cubo lleno, los hermanos se dirigen a la casa salinera, también habilitada con habitaciones y cocina, donde huele que alimenta. Allí, Isabel Ramírez, casada con Juan Ariza, demuestra in situ el arte de preparar una auténtica comida marismeña. “El truco está en hacerlas con los camarones vivos”, dice mientras estos pequeños crustáceos pegan saltos en la masa. “Dicen que estas son las mejores tortillitas de camarones”, comenta la puertorrealeña con una sonrisa. Se nota que lleva toda la vida aprovechando los recursos del mar a la hora del almuerzo.
En la mesa coloca ostiones, pimientros fritos, lenguados y otras especies que los Ariza acaban de coger de la salina. Los perros duermen plácidamente mientras prueban el pescado, más fresco imposible. “Los cocineros de Ángel León vienen aquí y alucinan”, ríen.
Con este proyecto de restauración ambiental, además de generar empleo, la familia solo transmite bondades. “Las marismas no son un castigo, son un tesoro”, dice Juan Martín.
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