A compás de bulerías, Terremoto se entona al comienzo del último corte de su disco Soníos negros: "¡Viva mi pueblo! Que podía estar rico en Madrid y me he venido aquí. Que yo no quiero Madrid, quiero mi tierra". Una sencilla manera de resumir esa filosofía de que hay cosas que tienen tanto valor que no tienen precio. Al igual que la artesanía y la cerámica de Meme Narbona, en la calle Cantarería desde 1981, está más de moda que nunca entre las más jóvenes, y al igual que la cerámica que está más de moda es la orgánica, esa en la que la arruga es bella, cada vez son más quienes se van dando cuenta de algo tan obvio que a menudo se olvida: solo las raíces nos hacen crecer y evolucionar. En la Calle Nueva hay un almacén que vende arenque, mantequita y café... Fiesta por bulerías cortitas de Santiago desde la playlist de Spotify.
Recuerda el joven Manuel Alejandro Loreto, treintañero, empresario, cocinero, gitano, que su abuela limpiaba de niña el local que ocupa ahora su restaurante. Pronto espera hacer el traslado y abrir su negocio en un antiguo casco de bodega que está rehabilitando en el Angostillo. Una desaparecida bodega donde también su abuela, muchas décadas antes, compraba vino a granel. “Para que veas las vueltas que da la vida…”, apunta, entre maquinaria y polvillo de obra.
Manuel podría ser uno de esos jóvenes que se marchó de su barrio a buscar un futuro; o pudo ser uno de esos balas perdidas; o uno de esos muchachos que algunos llaman nini. Pero eligió bien. Y hoy no hay vecino que no le conozca, ni casi ningún forastero que no llegue al barrio preguntando por Jindama, el restaurante del hijo de Bernardo, el tendero de la plaza de Santiago esquina calle Taxdirt (también conocida como calle La Sangre, en memoria del hospital homónimo del siglo XV).
Un joven gitano sin 'jindama' para emprender en su barrio
“Estamos muy orgullosos de este niño, le ha dado la vuelta al barrio”, señala un vecino tras salir de Charamusco, que aparte de dar nombre a una conocida soleá es el nombre de una tienda de alimentación y panadería donde late la vida del barrio. "Yo he estado en Madrid y me ha preguntado gente por el Jindama, ahí vienen famosos, toreros...", cuenta otro vecino.
Manuel, tímido, humilde, de barrio, solo quiere progresar. Si el nombre de su negocio alude a esa expresión caló que evoca al miedo, su valentía no conoce límites. Rehabilitar el viejo casco de bodega del Angostillo está siendo todo un reto. El presupuesto, cuenta, va ya por los 400.000 euros y la ayuda de Urbanismo no pone desde luego las cosas fáciles. En cambio, su objetivo es abrir el próximo otoño.
Será un espacio hostelero donde va a dar empleo a una quincena de personas y donde, desde una cocina "con la que sueño", va a retorcer su concepto de cocina gitana de vanguardia. Además, quiere licencia de sala de fiestas y la idea es convertir los fines de semana el local en un restaurante con espectáculo. Y advierte: "No serán solo de flamenco, queremos abarcar más". De momento, la cosa marcha: "No me puedo quejar, viene gente de todas partes y todos los fines de semana tengo llenos todos los turnos".
Muy cerca de allí, mientras un grupito de jóvenes decide hacia dónde tira, y otro vecino pasea a su perro, hace cinco años el Ayuntamiento de Jerez ordenó desmontar pieza a pieza la emblemática fuente que organiza el histórico arrabal, del que hay noticias desde la época andalusí. Es la plaza de Santiago. El corazón de un barrio.
Hace tres años, en pandemia, Manuel inauguró su negocio hostelero. De una manera simbólica, en el primer caso, y de una manera literal, en el caso del restaurante, el agua, la vida, la riqueza, brota de nuevo en las calles de uno de esos núcleos poblacionales que, en mayor o menos medida, resuenan en el mundo gracias a una identidad propia y a una historia acostumbrada a caer y levantarse.
El gran reto: Santiago no llega a los 4.900 habitantes, con una renta media anual de menos de 22.000 euros
Desde que Jerez se expandió con nuevos barrios históricos a mediados del siglo pasado, Santiago se fue vaciando y con ese despoblamiento llegó lo que le ocurre a las casas deshabitadas: degradación, ruina y olvido. Sus vecinos cambiaron aquellos patios de vecinos tan típicos, aquellas cocinillas de carbón comunitarias y las letrinas de sus a menudo infraviviendas por pisitos repletos de comodidades. Era el desarrollismo franquista y la Junta de Fomento del Hogar.
Hoy Santiago, con una población que no llega a los 4.900 habitantes, con una renta media anual de menos de 22.000 euros, aglutina el mayor número de fincas y viviendas vacías de todo el municipio y también acumula los ecos nostálgicos de la vida en la tribu, de las fiestas en torno al fuego de una candela y la convivencia en comunidad con pestiños, ajo y berza. No todo está perdido, pero no hay vecino que no confiese que ya nada es como fue. “Yo sé de todo aquello lo que me han contado mis padres, no me dio tiempo a vivirlo”, reconoce Manuel, con sus Nike, su oreja agujereada y un bigote a la moda.
Sin embargo, algo parecer estar cambiando en este singular rincón del extramuros jerezano, la primera corona que rodea el centro medieval de la ciudad. Sin dejar atrás su larga tradición, la historia parece que tiene preparada una nueva oportunidad para Santiago. Los planes municipales aseguran que esta vez van en serio y, aunque se repiten las denuncias vecinales —como la inseguridad que provocan los movimientos vinculados al narcotráfico o el punto negro del albergue municipal: “Trajeron camaritas, pero pasaron las elecciones y ya se han olvidado”—, la resistencia de quienes nunca abandonaron unida a la llegada de inversión extranjera, que comienza a rehabilitar viviendas y fincas históricas, dan buenos aires a Santiago.
Inversión extranjera para un futuro barrio cosmopolita
En la calle Taxdirt la artista francesa Sophie Lambert tiene una licencia de rehabilitación concedida para unas obras de reforma que van viento en popa, mientras que el rey Midas mundial del vino, el danés Peter Sisseck, verá al fin materializarse el sueño de tener un casco de crianza de jerez en pleno barrio santiaguero, en la calle San Francisco Javier. Una vermutería, un museo del vino de Jerez, y algún estudio de grabación se funden con instituciones de la zona, como la peña Tío José de Paula o, de más reciente creación, la asociación cultural Luis de la Pica, que ha aprovechado el antiguo colegio Carmen Benítez para levantar un fuerte de pureza flamenca.
La llegada de extranjeros enamorados del barrio se funde con la visita de turistas y aficionados al flamenco, aunque todavía es pronto para que regresen a sus puntos de origen con una imagen plena e idílica de Santiago. Los bustos de Sordera, Terremoto y Tío José de Paula les llaman desde sus pedestales, aunque casi ni se lea en las placas conmemorativas la historia que homenajean.
Esa mole monumental que es la iglesia, con planta de catedral inspirada en la de Sevilla, lleva más de 300 años en riesgo de ruina, como recoge el estudio Los problemas estructurales de la Parroquia de Santiago de Jerez, de Ángeles Álvarez Luna, José María Guerrero Vega y Manuel Romero Bejarano. Reabrió al culto hace ahora siete años, tras una profunda rehabilitación, y en su interior alberga desde 1660 a la hermandad de Nuestro Padre Jesús del Prendimiento. La referencia ineludible, junto al flamenco, del barrio. Pero no son las únicas.
La calle de la cerámica y la herencia de Meme
Como a Jindama, cada semana llegan decenas de personas de fuera a los talleres de Manualideas. Imparte las clases Mercedes Narbona, una jerezana de 59 años, a la que todos conocen por Meme, que se ha criado entre moldes de cerámica en la calle Cantarería. Junto con la calle Nueva, Cantarería es un afluente esencial en el río de la vida del barrio. Su historia es antigua. Ya en el siglo XV, recogen diversos documentos y facsímiles como Noticia histórica de las calles y plazas de Jerez de la Frontera, la calle estaba repleta de alfareros produciendo principalmente cántaros y otras piezas artesanales.
Nadie sabe muy bien por qué, pero siglos después la madre de Meme, Carmen, llegó en 1981 a un viejo casco de bodega del siglo XVIII de la emblemática calle y decidió continuar con esa tradición de siglos. Allí fundó el taller que hoy sigue defendiendo su hija Mercedes.
“Con la muleta puedo subir mejor la escalera”, sostiene Carmen, que se anticipa a su hija para mostrar la entreplanta del espacio de trabajo. Allí se acumulan “más de 2.000 y de 3.000 moldes”, asegura Meme, que cogió las riendas hace más de veinte años y ha logrado, a base de toneladas de tesón y pasión, sostener un negocio que combina lo formativo con la producción artesanal de cerámica y abaniquería, así como la venta de todo tipo de abalorios y material para costura. Iba para arquitecta, pero Manualideas, el negocio de sus padres, se le puso por delante y, tras formarse como ceramista en la Escuela de Arte de Jerez y Cádiz, ahora enseña a más de cien alumnos cada curso que llegan desde diferentes puntos de la provincia.
En el exterior, Meme enseña orgullosa un azulejo que preside la fachada de su taller, con el Prendimiento en el centro y un cielo y la tierra repleto de rostros de cantaores, incluyendo a Tía Anica, y otro que honra la memoria del llorado Fernando de la Morena. La antigua bodega linda con la casa de vecinos de Bastiana, madre de Tomasito. Uno de los últimos grandes patios de vecinos que quedan en Cantarería. Un hombre recuerda alguna fiestecita veraniega en el patio de Meme. “Todo el día se llevan ahí trabajando”, asegura. Meme sonríe junto a su madre. “Sale a los medios mucha mala fama del barrio, pero esto es seguro y tranquilo, hay un buen vecindario y todos nos conocemos”, aclara la ceramista.
El freidor de Santiago que ahora vende en 'Just Eat' se muda a la antigua pescadería de Los Zambo
Abandonamos Cantarería, recorremos Calle Nueva, y regresamos a la plaza. Hay movimiento en la antigua pescadería de Los Zambo. Pronto olerá a pescaíto frito del mítico freidor de Santiago. Si un día la genuina saga de Santiago tenía su mostrador repleto de pescado fresco en el interior del local, ahora será el adobo y los chocos fritos de David Olivero, de 38 años, los que impregnen las paredes de un negocio con mucha historia.
Desde dentro, el padre del David, que dejó atrás su trabajo en las bodegas, pregunta con sorna a los reporteros: “¿Queréis faena?”. Desescombran y pican paredes para poner apunto el remozado negocio, que desde la pandemia ha encontrado en el reparto a domicilio, a través de aplicaciones como Just Eat, un filón y una forma de expandir el negocio. “El barrio se está moviendo bastante, y cada vez viene más gente. Hace poco vinieron de Canarias y querían llevarse pescaíto frito en el avión… Chiquilla que te va a llegar frío…”, recuerda con media sonrisa el dueño del freidor.
El histórico arrabal de Santiago es uno de esos barrios que resuenan en el mundo. Salvando las distancias, al igual que Triana, Lavapiés, El Raval o el SoHo, el de Santiago es uno de esos núcleos dentro de una ciudad cuyo ADN único los convierte en universales. Un poso de historia repleta de conquistas y fracasos. Desde el lodo de décadas de abandono, desde las cenizas de ser solo un lugar de paso, una leyenda carcomida por el olvido, Santiago se mueve, rebrota, resurge. Quizás llegue la turistificación, la gentrificación, todos los males que acechan a estos fenómenos de regeneraciones urbanísticas. Pero todavía los cambios se cuecen lentamente, a compás, como el soniquete inconfundible que proviene de siglos atrás. Como unos nudillos haciendo compás de soleá por bulerías.
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