El gentilicio de Los Palacios es palaciego, pero solo en esa teoría oficialista, documentada y plastificada que tiene poco que ver con la intrahistoria de un pueblo que en realidad son dos desde que se unió en 1836 con Villafranca de la Marisma y que corona su escudo con un toro como icono de su elemental pasado ganadero. Entre los mismos palaciegos y en los municipios colindantes, todo el mundo sabe que a estos vecinos se les llama moñigueros, de 'moñiga', es decir, boñiga para quien no entienda ese tipo de vulgarismo que también consolida identidad.
Al fin y al cabo, el término moñiga –que no es otra cosa que el excremento del ganado vacuno– se introdujo en el Diccionario de la Real Academia Española en 1927 con la marca de barbarismo, pero se mantuvo en otras tres ediciones, hasta que en 1989 se registra solo como remisión a boñiga, que es la palabra que aparece. Pero ya se sabe que los caminos de la Academia no son siempre tan inescrutables como los de ese vocabulario sobre el que ha soplado durante siglos el solano de las marismas.

“No solo nos dicen moñigueros porque aquí hubiera muchas vacas, que las había, sino porque hace mucho tiempo la gente usaba la boñiga como combustible: le metían fuego y ahí hacían de comer”, lo cuenta Juan Antonio Rodríguez Martín, el de Aniceto, el último vaquero profesional que ha quedado en este municipio de casi 39.000 habitantes que, a finales del pasado siglo, todavía contabilizaba más de 200 vaqueros. De hecho, hasta los años noventa funcionó aquí una cooperativa, Levapa, que les recogía a todos ellos la leche diaria, la pasteurizaba, la envasaba y la distribuía.
Juan Antonio el de Aniceto relata aquel último boom de los vaqueros palaciegos desde donde pastan sus 50 vacas, a escasos metros de las instalaciones de aquella cooperativa que hoy utiliza otra cooperativa mucho más reciente, y agrícola, la cooperativa Sierra Norte. “Yo tenía el número 151 de Levapa, pero es que, además, había otras dos empresas que recogían la leche”, recuerda, mientras habla con sus vacas, desde lejos, y ellas lo entienden porque obedecen como si fueran lentas mascotas gigantescas, incluso el toro semental.
Eran los tiempos en que, en casi todos los barrios de este pueblo, vivía una señora que despachaba la leche que ordeñaba su marido y la vendía en su propia cocina, hasta donde acudía la clientela frente a un cubo grande de aquella leche mantecosa que hoy no existe. El cubo estaba protegido por un paño y la vendedora metía dentro la latita para rellenar, a su vez, el recipiente de un litro o dos que se demandara.
La vecindad regresaba, a la anochecida, con su lechera de vuelta a sus hogares, y así se conseguía la leche para la cena o el desayuno. Era la época en que mucha gente olía a vaca, aunque se duchara; la época en que las madres hervían la leche antes de servírsela a sus hijos; la misma época en que muchos de estos vaqueros se acostumbraron a venderla por distintas calles; él de conductor, siempre en primera y embragado para no derramar nada; ella, de dependienta, con un mandil estampado y la generosidad de llenar la cántara hasta el borde.

“Aquí cualquier familia vivía antes con diez o doce vacas”, recuerda Juan Antonio, incapaz de entender cabalmente en qué momento se tronchó aquella posibilidad. “Hoy en día, para mantener una casa necesitas por lo menos 50 vacas, y encima estás hecho un esclavo”, argumenta, poniéndose de ejemplo a sí mismo. A sus 58 años, se le nota que la vida le ha pasado por encima, como pasan las vacas de un extremo a otro en su explotación, adonde él llega antes de que amanezca, se lleva al ganado en busca de pasto por distintas localizaciones de las afueras del pueblo, se lo trae de vuelta al mediodía, va a su casa a almorzar y luego vuelve para ordeñarlas por segunda vez “y me voy de aquí casi todos los días a las doce de la noche”.

En otra época, su hermano José Manuel, dos años menor –que le echa una mano con el tractor, para movilizar la paja–, estaba a medias con él, “pero luego él se buscó la vida con otras cosas y hoy las vacas son mías, pero esto no lo querría yo para un hijo, si lo tuviera”, explica. Una de sus hijas trabaja fuera; la otra sigue estudiando, “y conmigo terminarán las vacas lecheras en este pueblo donde nos conocen como moñigueros”, vaticina, “porque esto es demasiado sacrificado y no lo quiere nadie ya”.
Detrás de las vacas desde que nació
“Con dos añitos, ya iba yo detrás de las vacas con un palito, acompañando a mi padre”, recuerda 'el de Aniceto', que con solo ocho años tuvo que hacerse cargo directamente de todas porque su padre contrajo la tuberculosis. “Luego duró muchos años, pero ya era como si se viene un viejo aquí contigo a hacerte compañía”, sonríe. Desde su más tierna infancia aprendió a ordeñarlas dos veces diarias, a soportar sus pisotones y sus patadas, a entenderlas por cada mugido, a auxiliarlas cuando parían, a vender los becerros, a regatear el precio cada vez menos regateable. “Esto no entiende de horarios ni de sábados o domingos ni de vacaciones, porque los bichos tienen que comer todos los días”, explica, “y da igual que estés cansado o que se te haya muerto tu madre; tienes que venir a la fuerza, y no puedes meter a nadie porque los cincuenta euros que vas a ganar se los llevaría entonces el trabajador”.
La crisis de los vaqueros arrancó con la entrada de nuestro país en la Unión Europea, pero luego se fue acusando con los años. En plena pandemia del Covid, no quedaban en toda Andalucía ni 400 vaqueros ya, que durante el verano de la tercera ola de la pandemia se echaron a la calle con el lema 'Con la leche al cuello' para protestar por su asfixia definitiva ante la falta de rentabilidad. Muchísimos de aquellos vaqueros de hace apenas un lustro ya no lo son. COAG advertía hace poco más de dos años, cuando empezó la guerra entre Rusia y Ucrania y la sequía mostraba su peor cara, que no había suficiente leche en Andalucía. El coste de alimentación del ganado subió un 40% y el dominio de la hegemonía de las grandes cadenas alimentarias terminó de dar la puntilla.
“Hace treinta años, todavía con la peseta, me pagaban a mí un becerro recién nacido a veintiocho mil pesetas”, se queja Juan Antonio, meneando la cabeza, resignado a que la situación no tenga solución. “Y hoy en día, tanto tiempo después, me lo pagan a 120 euros y encima lo quieren ya con un mes, cuando se ha bebido ese dinero en leche”.

La vaca Lola
Al margen de las dificultades económicas, Juan Antonio es consciente de que la juventud de hoy ni siquiera ha visto una vaca. “Y no me refiero a los chiquillos de ciudad, sino a los de este mismo pueblo, que ni han visto en su vida una vaca ni un cochino ni una gallina de verdad”. Mientras cruza la carretera de El Monte para recoger el rebaño en su explotación, mira hacia el instituto de secundaria Diego Llorente, y recuerda la estampa de hace unos días, con los adolescentes bromeando al otro lado de la valla: ¡Mira, la vaca Lola!, decían, eso será una vaca de los periquitos que ven en la televisión”, apunta Juan Antonio, pensando, sin decirlo, en que las siguientes generaciones solo conocerán vacas de ciencia ficción, aunque ahora, mientras estos impresionantes bovinos avanzan hacia su refugio parece que sean ellos los sacados de otra realidad.
Juan Antonio señala que, a pesar de la esclavitud que supone su trabajo, no le va mal porque toda la leche se la lleva la empresa Los Vázquez, de Castilleja del Campo. “Vienen un día sí y otro no y se llevan casi mil litros de leche, sobre todo para hacer sus quesos y sus postres”, indica.
“Y así llevo casi veinte años”, señala, después de explicar que cada vaca tiene su número en la oreja y que hoy a nadie se le ocurriría empezar con una explotación como la suya porque “la administración te pide de todo y no hay forma de hacerla rentable”, dice, y añade: “Hace unos años, un amigo mío se jubiló y quiso tener cuatro vacas, y cuando fue a informarse de todo lo que le hacía falta, entre instalaciones y homologaciones, descubrió que necesitaba por lo menos 15.000 euros. ¿Tú te crees que alguien en sus cabales va a invertir tanto dinero para cuatro vacas de…?”.
Vacas de carne
Hay otro propietario de vacas en Los Palacios y Villafranca, pero vacas carniceras, la mayoría de raza limusina, retinta o cruzadas. Apenas 30 animales que mantiene más por vocación que por obligación Antonio Jesús Caballero Martín, al que todos conocen aquí como León. “Es un apodo familiar”, explica él mientras se mueve como pez en el agua al llegar al campo, tres hectáreas de titularidad municipal que su familia le alquila al Ayuntamiento. Acaba de llegar de su trabajo como encofrador en otro municipio de la provincia, pero no parece cansado después de casi diez horas, sino todo lo contrario, entusiasmado con lo que la tarde le depara.
En cuestión de segundos, abre las puertas traseras del coche para que salgan los galgos como de un chiquero, contesta una llamada sobre un campeonato con liebre para este fin de semana en Castilla, abre las puertas de la casilla, el candado de un depósito donde guarda el grano, que coge rápidamente en una cubeta para echar de comer a las gallinas de un corral lateral, observa a dos teneros encerrados en otro corral y comenta que nacieron en año nuevo, no hace ni dos semanas, reclama a los galgos, que vuelven y suben otra vez al coche... y derrapa en busca de las vacas, que pastan como a dos kilómetros, más allá de los terrenos de El Palmar, junto al humedal llamado Cerro de las Cigüeñas.

Las vacas van a su aire pero él las reúne porque le preocupan dos de ellas especialmente. “Una de las dos pare esta noche, seguro”, vaticina él, mientras le admira las ubres, como lastres a punto de estallar. A estas vacas se les nota, y no solo por la gordura, que están en estado de buena esperanza después de nueve meses. “Míralas, están preciosas”, comenta él sin quitarle la vista de encima, los ojos brillantes, con el recuerdo inevitable de aquella vaca a la que se le complicó el parto porque al becerro se le partieron las patas al salir y hubo que meterlo hacia dentro y al final murieron los dos.
“Nosotros, en la época de mi padre, teníamos también vacas suizas, de leche”, recuerda Antonio Jesús, “pero ya cuando mi padre faltó las tuvimos que vender, aunque a mí me dio mucha lástima; me pareció entonces, de verdad, que me iba a morir”. Lo dice sin dramatismos, con esa sinceridad pura de quien confiesa un sentimiento remoto tal y como lo percibió en el escalofrío de aquel momento irrepetible, porque los de León, una familia de diez hijos (cinco varones y cinco mujeres), “siempre hemos vivido esto de las vacas, lo hemos mamado, y deshacernos de aquellas vacas lecheras fue para nosotros como cambiar de vida”.

En rigor, no solo ellos se vieron obligados a hacerlo, sino medio pueblo. Y luego, progresivamente, el otro medio. “Yo recuerdo como si fuera ayer, aunque haga ahora veinte años, cuando fui a la cooperativa después de un mes a cobrar y me dieron 500 euros”, dice, y añade: “Estaba a punto de casarme con mi mujer y me dije: ¿pero cómo voy a mantener yo una familia con 500 euros? Y tal como lo pensé, llamé a un corredor e hicimos el trato: vendí lo menos cien vacas y me dieron una miseria”.
Las vacas de carne, frente a las de leche, constituyen un negocio más rentable, según León, aunque es probable que él opine así porque son las que tiene y porque, al fin y al cabo, ya no depende de ellas para subsistir. Últimamente, el precio de los becerros no ha estado mal. “Yo nunca había vendido un becerro de seis meses por 900 euros, pero ahora sí”, cuenta Antonio Jesús entusiasmado, mientras observa al semental que pasa por su lado. “Este semental es suficiente para cubrir a todas las vacas”, asegura.

De repente, se da cuenta de que faltan los cinco terneros, silba y acuden sus hijos, desde el otro lado de la llanura. No dan con ellos, pero Juan Antonio intuye que deben de andar al otro lado de una acequia que se otea en el horizonte. Al cabo de unos minutos, en efecto, regresan los dos chavales, Jesús, de 19 años, y Antonio, de 15, por detrás de los terneros, casi al trote.
Los dos se defienden ya en la construcción, pero por las tardes le echan una mano a su padre con el ganado. Ninguno de los dos tiene claro que vayan a seguir con los animales en un futuro. “Ahora mismo sí, porque está mi padre, pero el día de mañana no sé ya”, duda Jesús, y su padre lo mira de soslayo mientras recuerda que su propio hermano le recomienda que venda las vacas. “Pero yo no puedo, es mi vida. Muchas veces le digo a mi mujer que, si nos tocan los cupones, me compro un montón de hectáreas para tener muchas vacas, ese sería mi sueño”.
Galería de fotos | Los últimos vaqueros de Los Palacios

Padre e hijos se traen el rebaño para guardarlo. Solo se oyen las cencerras, en un curioso concierto vespertino. “Las tenemos que encerrar, porque es un compromiso como se vayan a una carretera”, señala Juan Antonio, mientras uno de sus hijos saca a los dos terneritos para que mamen de sus madres. El otro arrima carne para que se harten los perros en el comedero después de haber sacado dos jaulas con jilgueros para que tomen los últimos rayos de sol. “A mí lo que me gusta de verdad son los palomos”, asegura de súbito Juan Antonio, y cuando el periodista lo mira como incrédulo, él sonríe abiertamente. “Que no es broma, aunque a ti te parecerá que esto es un zoológico, pero es que es nuestra vida, aquí no nos aburrimos, y eso que no has visto las liebres todavía…”. ¿Qué liebres?, pregunta el periodista, mientras va cayendo la tarde y los caminos juegan a marear a la bruma.