“Cuando la gente tiene dolor, grita. Y cuando en sus ojos sale líquido, está salado y es igual que el que sale de mis ojos”. Estas palabras no son más que un alegato a la igualdad de derechos. Una reivindicación que sigue siendo necesaria en pleno siglo XXI, donde aún se palpa el racismo y la discriminación. Albert Bitoden, a sus 56 años, sabe muy bien qué significan estos términos que le persiguen desde que salió de su país, Camerún, en África Central, en 1991, por entonces, en plena guerra civil.
Su historia se suma a la de otras personas que se han unido para crear la Asociación Cultural y de Cooperación Mandara, un proyecto que lleva unos seis años fraguándose en pro de la convivencia entre vecinos y vecinas de todas las culturas. “Es momento de hacer que la población con experiencia migratoria hable en primera persona. Siempre hemos tenido la sensación de que nos dictan lo que tenemos que hacer”, expresa Albert, que se implicó en la iniciativa por seguir presenciando actitudes racistas en su entorno.
Desde su punto de vista, también “hay un exceso de paternalismo en España” y, como explica, “Mandara nace para romper con él, levantarnos y decir que podemos caminar juntos”. “Ya no es momento de permitir que nos sigan tratando como niñatos, como niñatas. Ya somos adultos, sabemos lo que queremos, sabemos por qué estamos aquí. Tenemos historias y aprendizajes”, comenta mientras se dispone a desgranar la suya. Ese camino por el que le ha llevado la vida hasta acabar en el barrio de San Miguel de Jerez, donde lleva viviendo 24 años.
Cuando cumplió los 23, estuvo moviéndose por el continente africano, Nigeria, Benín, hasta que llegó a Malí. Allí se planteó lo siguiente: o continuaba por El Magreb o se iba al desierto. Para él, la primera opción era “la única salida”. “Para serte sincero no me gustaba la idea, era un shock cultural importante, África subsahariana y Magreb no tienen nada que ver. Me imaginé que iba a ser complicado porque no tenía esa parte islámica, y lo fue”, sostiene Albert, que con 28 años se instaló en Nador, Marruecos.
Fue allí donde se topó de bruces, por primera vez, con el peso de las miradas. “Me empecé a dar cuenta que el color te marca la diferencia, una cosa tan estúpida. Fue un shock porque mi relación con la gente es preguntar qué haces, no mirar por el color de piel. Entonces, vi que estaba en un lugar hostil para mí”, explica a lavozdelsur.es.
A España llegó en 1995 “de casualidad”. Un día, vio que la televisión de un bar estaba en español, conoció la proximidad de esta ciudad marroquí a Melilla y acabó instalándose durante un año y medio. “Aprendí el español buscando en la basura revistas de corazón, y con un diccionario de francés y español”, dice recordando una época en la que percibía mucho rechazo hacia la migración.
“Yo llegué cuando no se hablaba de regularización, cuando no había políticas de inmigración efectivas y era complicado, cuando no se podía estudiar fácilmente”, comenta. A su mente le vienen recuerdos de los días que pasó en las clases de guitarra clásica de un profesor del conservatorio de Melilla, aunque él ya tocara tan bien como el docente. “Era una persona humana, decía a sus alumnos que yo era su amigo y muchos de ellos me veían dormir en la calle. Por no tener papeles, no podía entrar en ningún mecanismo ordinario, organizado”, comenta este hombre que solo pedía que se le reconocieran sus derechos humanos.
"Me niego a que la nueva generación viva las mismas cosas"
Desde siempre, Albert buscó alternativas ante las dificultades para que le reconocieran sus estudios. Tenía claro que su saber “no es válido por el papelito que me han dado sino por cómo lo he adquirido”. Pero debía tener un plan B. Así que, desde que llegó a Jerez, se dedicó a formarse como experto de migración y como mediador intercultural. Estudió los contextos sociales, el racismo o los derechos hasta que pudo formar a profesionales para trabajar en mediación intercultural. Durante más de 20 años, también ha trabajado para organizaciones humanitarias haciendo proyectos sociales. “Yo pensé que valía más que para trabajar en un centro comercial, por ejemplo”, transmite. “Igual podría haber trabajado allí si me hubiesen homologado. Pero me alegra que no lo hicieran, así he terminado trabajando en lo que más me gusta”, añade.
Ahora, quiere motivar a la población con experiencia migratoria a que tome las riendas y, sobre todo, que las nuevas generaciones puedan tomar sus propias decisiones y no sufran las adversidades que él sí tuvo que afrontar. “Me niego a que la generación de después viva las mismas cosas que hemos vivido. Ya están naciendo niños aquí, que no tienen ninguna historia migratoria y les tratan como migrantes, cuando son españoles de pleno derecho”, expresa.
Desde Mandara, él y sus compañeros y compañeras pretenden poner su granito de arena para concienciar a la sociedad y crear un espacio desde donde poder expresarse. “Voy a cumplir 30 años en este país y seguimos hablando de las mismas cuestiones, racismo y xenofobia. Las personas que acaban de llegar están sujetas a lo mismo que cuando llegamos nosotros”, lamenta.
A su lado se encuentra Julande Lamery, de 52 años, natural de Haití, el país más pobre de América Latina y el Caribe según FIDA. Estas cinco letras coparon los medios de comunicación hace catorce años, cuando un gran terremoto arrebató más de 200.000 vidas y muchas familias se quedaron en la calle. “Yo perdí mi casa”, dice esta mujer superviviente que ya lleva once años en Jerez.
"Encontrar trabajo estable es muy difícil"
Cuando ocurrió el desastre, pudo contactar con una persona de esta ciudad por internet. Y, aunque al principio desconfiaba, acabó pidiendo el visado y cruzando el océano. “Pasé las vacaciones con esta familia, pero tenía que volver para seguir con un proyecto de la ONG donde trabajaba”, explica. Después, tomó la decisión de trasladarse. “Al principio no quería venir. El idioma hay que saber soltar. Y al principio, estaba era muy tímida para soltar”, expresa Julande.
A su llegada, se topó con distintas dificultades. “Yo soy lesbiana, negra, inmigrante, aquí era una persona de segunda”, sostiene esta madre adoptiva que lidió con los prejuicios y, una vez más, con las miradas. “Me costó. Me decían que estaba buscando a una española rica para casarme y quitarle todo”, comenta.
Ella empleó sus ahorros para desarrollar su vida en Jerez, pero, con los años, el dinero se fue acabando. “Con la cabeza alta me puse a buscarme la vida. Estudié dos grados superiores y trabajé como periodista, pero noté acoso y yo quería tranquilidad”, traslada.
Desde entonces, ha tenido trabajos temporales, por ejemplo, como integradora social en un centro de acogida. Reconoce que encontrar una estabilidad es una ardua tarea. Además, su situación se agravó al tener problemas de salud que le llevaron a estar cuatro años esperando una operación. Tiempo en el que “no podía ni caminar y eso perjudicó a mi vida laboral y personal”.
Para ella, permanecer en un puesto de trabajo siendo extranjera “es muy difícil”. “Es como que no pintas nada. ¿Qué pintas tú aquí si no hay ni para nosotros?. Yo entiendo que el sistema institucional ponga límites, pero para puestos del sector privado… ¿Qué tiene que ver que sea extranjera? Puedo estar mejor preparada”, expresa.
Julande también es pintora y poeta, ha expuesto sus obras en varios espacios de Jerez y ha publicado un libro. Ella quiere utilizar el arte para expresar lo que lleva dentro y aportar su mensaje a la ciudad. “No pido que me quieran, no pido que me amen, pero pido que me respeten”, dice con determinación esta mujer que ha encontrado en Jerez esa tranquilidad que no tuvo en su país.
Esa misma que también halló Clara Marcela Cuéllar al pisar España en 2022. Esta afrocolombiana de 52 años buscaba paz tras sufrir una experiencia dolorosa en su puesto de trabajo. Era docente en un colegio público donde aprendían niños y niñas en situación vulnerable. “Pero era una zona de paramilitarismo, narcotráfico, guerrilla. Yo estaba muy contenta trabajando para mi país, pero desafortunadamente empecé a sufrir un acoso laboral que terminó en un acoso sexual y una violencia psicológica para desterrarme de la plaza”, explica.
"En mi país sufrí acoso laboral y ya no podía respirar"
Cuando intentó que la trasladaran a otro centro, no lo consiguió porque “allí las plazas se venden y hay una corrupción frente a eso”. A raíz de ello, la docente cayó en una fuerte depresión y decidió marcharse. “Me vine a España tratando de buscar nuevos aires, sentí que en mi país ya no podía respirar”, dice echando la vista atrás.
Lo hizo, a pesar de que le preocupaba sufrir racismo. Cuando se instaló en Jerez, pidió ayuda psicológica en Cruz Roja y “para mí fue una bendición”. Clara Marcela recibió ese apoyo que necesitaba para poder levantarse, coger fuerzas y seguir caminando. Ha estado de voluntaria dando clases de español en distintas asociaciones como la red de apoyo Dimbali, ha trabajado en servicio al cliente de Ikea, ha cuidado niños y, ahora la llaman los fines de semana de una empresa de trabajo temporal.
“Ha sido algo terapéutico para mí”, dice esta profesora que, en los voluntariados, conoció a otras personas afrodescendientes. “Me encontré de frente con una realidad africana mucho más dolorosa que la nuestra. Todos tenemos nuestros dolores y no pueden ser minimizados, pero la forma en que ellos llegan es dolorosa. Y los ves con esa fuerza, sonriendo, compartiendo, y te sientes más fuerte. Me han enseñado mucho”, expresa.
Desde su llegada, también ha notado las dificultades que acarrea la migración. Por ejemplo, la homologación de títulos. Ella es docente, licenciada en filosofía y posee un máster en violencia de género y doméstica y bullying escolar, sin embargo, no puede desempeñarla. “Tengo una profesión que podría ser de mucho aporte acá, pero tengo una cantidad de trabas técnicas para poder ejercerla. A veces piensan que todos venimos sin estudios, pero algunos sí los tenemos, nos hace falta esa oportunidad, hay mucho talento y muchas ganas de trabajar.”, dice.
Encontrar trabajo estable es complicado, al igual que el tema de la vivienda, un comedero de cabeza para la población debido a los altos precios. Clara Marcela deberá conseguir un lugar para vivir por su cuenta cuando acabe el programa en el que entró. “Yo entiendo las garantías que quieren los arrendatarios, pero estamos moviendo la economía de alguna forma y no podemos tener las exigencias que están planteando para poder alquilar un piso”, reflexiona.
Albert, Julande y Clara Marcela ponen en común sus experiencias buscando mejorar y tener voz. “Me gustaría que la gente empiece a tomarnos un poco más en serio. Somos también parte de la reflexión y somos parte de la construcción de la nueva España”, sostiene Albert, poniendo en valor la diversidad cultural existente en Jerez.
Desde esta asociación, tratarán de construir entornos globales en los que se apliquen principios de amor por la humanidad. Sus pies pisan la calle por la que acaba de pasar una familia jerezana, una mujer marroquí y otro hombre africano. “Muchas veces piensas que no te dejan usarla de la misma manera que a los demás porque pasas y te están mirando. Vivimos aquí, pagamos impuestos, esta calle se hace con nuestro dinero también. ¿Por qué no podemos disfrutarla igualmente?”, expresa Albert. Confían en que la discriminación se erradique de una vez por todas.
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