Con la brisa fresca de las mañanas de verano, a primerísima hora, se empieza a recoger la uva en las pequeñas viñas que, aquí y allá, tienen distribuidas la familia Lara Barba en la barriada rural de Las Tablas, situada a unos ocho kilómetros de Jerez, enfilando la autovía de Sanlúcar para llegar hasta un lugar donde hay pocos vecinos y mucha tranquilidad.
En este lugar la vendimia, como la pisa, se hace en familia. No hay prisas, ni malas caras si la cosecha es menor que el año anterior. Al cabeza de familia, Paco Lara, de 88 años, le gusta recoger la uva en septiembre, “como antiguamente”, aunque las condiciones climáticas de unos años para acá lo hacen inviable. A finales de agosto —unos días después de acabar en la mayoría del Marco de Jerez— deciden vendimiar, antes de que la uva se estropee. Él marca la pauta.
Paco Lara, padre de siete hijos —cuatro hombres y tres mujeres—, viste camisa clara de cuadros, pantalón corto y sombrero de paja, que acompaña con unas tijeras con las que va cortando la uva que encuentra a su paso. “Antes no me cansaba”, se justifica cuando tiene que parar un momento, apoyado en una cepa, para recuperar fuerzas. “Siempre echaba peoná y media”, recuerda. Desde que comenzó a trabajar a los siete años en el campo, no hizo otra cosa que echar horas y más horas para dar de comer a sus críos.
A Paco lo acompañan su hijo mayor, del mismo nombre, y un nieto, Mario, de 18 años. Luego se suma otro hijo, Joaquín —al que todos llaman Quini—, y cortan uva mientras charlan animadamente. Un ritual que llevan mucho tiempo repitiendo, aunque tienen viña propia desde hace 16 años. Vendimian en familia, quienes pueden cada vez, y por la noche pisan la uva para convertirla en mosto y, posteriormente, en un magnífico vino que la familia lleva años haciendo y refrescando cada campaña.
La viña, durante el año, la sigue cuidando Paco Lara padre. “Las faenas se las hago, la poda, la castra, la injerta…”, enumera. “Poco a poco pero lo hago, ya meter el motor y coger la zoleta, eso no”, aclara. Todas las mañanas, Paco pasea por los 800 metros de viñas que, en total, tienen en total sus hijos en pequeñas porciones de terreno situadas a espaldas de sus viviendas, en la barriada rural de Las Tablas. Diariamente supervisa que no haya plagas, que todo esté en orden.
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"Esta cepa se perdió el año pasado y ha remetido”, le dice a su hijo, para seguir cortando acto seguido. En apenas dos horas, entre los cuatro, recogen toda la uva, que este año tiene menos peso y contundencia que la del año anterior. Algo más de una veintena de espuertas que suponen unos 600 kilos, que se celebran en esta familia, que servirán para llenar aproximadamente una mediana, una bota de vino de 250 litros.
“Rebuscar es la felicidad”, dice Paco Lara hijo. Eso es lo que hacían antes de tener viña propia. Cuando acababa la vendimia, se metían en viñas cercanas, con permiso de sus dueños, para buscar los frutos que se habían quedado atrás durante la recogida. “¡Qué alegría nos daba cuando encontrábamos una cepa! ¡Mira papá…!, le decía. Ni el dueño se alegraba tanto. Nosotros flipábamos”, recuerda.
“Para nosotros esto es una alegría”, dice Paco Lara hijo. En su casa se cuida y se ama a la viña, en la que se han criado los siete hermanos y a la que su padre ha dedicado su vida. “Estamos contentos por la cosecha que Dioniso —dios del vino en la mitología griega— nos regaló”. “Hemos preparado un bálsamo con el joven zumo de la uva al que llamamos Fierabrás —un remedio mágico de la literatura caballeresca medieval, mencionado en El Quijote—, que nos protege de dolores y malos pensamientos”, dice poéticamente Lara.
Cuando cae la noche, la familia al completo se reúne junto a un pequeño lagar donde comienza la segunda parte del ritual. En el lagar, lavado y desinfectado para la ocasión, vuelcan la uva cortada esa misma mañana, que se pisa por todos aquellos que quieren ser fieles a una tradición que lleva décadas en esta familia. De abuelos a nietos, comparten su pasión por un proceder que ha cambiado mucho. Ya apenas se vendimia manualmente, ni se pisa la uva con los pies —tan solo, casi, en el acto de apertura de las Fiestas de la Vendimia—. Pero a ellos les gusta conservar esta tradición.
Antes de pisar la uva, brindan. "Por los que no están", aclara Paco Lara hijo. Al ritual se suman desde el abuelo, de 88 años, a los nietos más pequeños, que roza la adolescencia. Y luego cenan. "Garbanzos rebuscaos, tortilla... y lo que traiga cada uno", cuentan. "Mi madre (Juana Barba) no está bien de las piernas y ya no sube, pero se sentaba ahí la primera", aclara el mayor de los Lara. Y es que para llegar al lagar hay que sortear un par de viviendas y subir varias cuestas.
"Nos gusta mojarnos los pies con el caldo", dicen los miembros de una familia que también se ayuda de un husillo —una especie de tornillo gigante de un par de metros de alto—, haciendo girar lo que llaman la marrana, una palanca que al girar aplasta las uvas, recogidas en un cilindro adaptado. Así también obtienen el caldo que se recoge en recipientes que están en el lagar, a ras de suelo y que, después, trasladarán a las botas de vino familiares.
"Siempre en tiempos de cosecha reina la alegría", aporta el hijo mayor de los Lara Barba que, como sus hermanos, trabajó en el campo en sus inicios. Aunque el cabeza de familia está orgulloso de que ninguno de los siete se dedique al campo. Él sabe lo duro que es. "Echaba tres peonadas en un día, para meter tres sueldos en casa", rememora. Desde las dos de la madrugada hasta las cinco de la tarde estaba en el campo para ganar 15 duros.
Ahora las tareas del campo las hacen "por hobbie", como forma de convivencia en familia, respetando una tradición que comenzaron civilizaciones antiguas como Egipto, Grecia o Roma y que los Lara Barba, modestamente, se encargan de conservar, a su manera. Sin prisas, sin agobios, sin presión. Solo por disfrute. "Me gusta venir a ayudar a mi abuelo", dice Mario, que estudia soldadura y no se dedicará al campo. Pero el ritual se respeta.